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Lynley y St. James intercambiaron una mirada inescrutable.

– Pero ¿por qué movieron el cuerpo? -le preguntó éste.

– Parte de la orden -contestó Macaskin-. Muy extraño, si me permiten decirlo. Sellar las habitaciones, coger el equipaje y traerla para la autopsia después de que nuestro médico forense nos concediera el honor habitual de proclamarla muerta in situ.

– Un ejercicio de divide y vencerás -comentó la sargento Havers.

– Eso parece, ¿verdad? -replicó Lynley-. Strath-clyde se encarga de las pruebas materiales, Londres de los sospechosos. Y si alguien, donde sea, tiene suerte y no logramos comunicarnos de la forma apropiada, lo barre todo bajo la alfombra más cercana.

– ¿La alfombra de quién?

– Sí, ésa es la cuestión, ¿no? -Lynley bajó la vista hacia la mesa de conferencias y contempló las manchas que una miríada de tazas de café habían grabado sobre su superficie-. ¿Qué sucedió exactamente? -preguntó a Macaskin.

– La chica, Mary Agnes Campbell, descubrió el cadáver a las seis cincuenta de esta mañana. Llegamos allí a las nueve.

– ¿Casi dos horas?

– La tormenta de anoche cortó las carreteras, inspector -contestó Lonan-. Westerbrae se halla a ocho kilómetros del pueblo más cercano, y aún no habían despejado ninguna carretera.

– ¿Por qué, en nombre de Dios, vino un grupo desde Londres a una localidad tan remota?

– Francesca Gerrard, una señora viuda, propietaria de Westerbrae, es la hermana de lord Stinhurst -explicó Macaskin-. Es evidente que había forjado grandes planes para convertir su finca en un elegante hotel en el campo. Domina el lago Achiemore, y supongo que lo veía como el lugar romántico de vacaciones por excelencia, un refugio para recién casados, ya sabe -hizo una mueca, decidió que se expresaba como un agente de publicidad y no como un policía, y concluyó precipitadamente-. Lo ha redecorado un poco y, a juzgar por lo que he averiguado esta mañana, Stinhurst trajo a su gente para darle a su hermana la posibilidad de entrenarse antes de abrir al público.

– ¿Qué sabe de la víctima, Joy Sinclair? ¿Ha descubierto algo sobre ella?

Macaskin se cruzó de brazos, frunció el entrecejo y deseó haber recabado más información del grupo de Westerbrae antes de que le ordenaran marcharse.

– Muy poco. Es la autora de la obra que iban a empezar este fin de semana. Una dama que ha escrito algunas cosas, según me dijo Vinney.

– ¿Vinney?

– Un periodista. Jeremy Vinney, crítico de teatro del Times. Parece que tenía bastante intimidad con la Sinclair, y en mi opinión estaba más afectado por su muerte que todos los demás. Muy extraño, también, si se paran a pensarlo.

– ¿Por qué?

– Porque su hermana también se encuentra allí, pero mientras Vinney no paraba de exigir una detención a cada minuto, Irene Sinclair no tenía nada que decir. Ni siquiera preguntó cómo habían asesinado a su hermana. Ni le importaba, si quieren mi opinión.

– Muy extraño -comentó Lynley.

– ¿Ha dicho que hay más de una habitación implicada en el caso? -intervino St. James.

Macaskin asintió con la cabeza. Se acercó a una segunda mesa, apoyada contra la pared, y recogió varias carpetas y un rollo de papel que desplegó sobre la mesa, revelando un más que preciso plano de la casa. Era extraordinariamente detallado, considerando las prisas que le habían impuesto en Westerbrae por la mañana, y sonrió con auténtico placer ante su obra concluida. Sujetó los extremos con las carpetas para que no se doblara y señaló la parte derecha.

– La habitación de la víctima está en el lado este de la casa -abrió una carpeta y echó un vistazo a sus notas antes de proseguir-. A un lado de la suya se hallaba la habitación correspondiente a Joanna Ellacourt y a su marido… David Sydeham. Al otro había una joven… Aquí está. Lady Helen Clyde. Es la segunda habitación que hemos sellado -alzó la vista y vio la sorpresa reflejada en los rostros de los tres-. ¿Conocen a esta gente?

– Sólo a lady Helen Clyde. Trabaja conmigo -respondió St. James, y miró a Lynley-. ¿Sabías que Helen iba a marcharse a Escocia, Tommy? Creí que pensaba irse a Cornualles contigo.

– Se excusó del viaje el lunes por la noche, así que me fui solo -Lynley contempló el plano de la casa, tocándolo, meditativo, con los dedos-. ¿Por qué han sellado la habitación de Helen?

– Colinda con la habitación de la víctima -contestó Macaskin.

– Menuda suerte -sonrió St. James-. Alojar a nuestra Helen justo al lado de un asesinato. Queremos hablar con ella enseguida.

Macaskin frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante, interponiéndose entre los dos hombres para llamar su atención con una intrusión física antes de proseguir con una verbal.

– Inspector, acerca de lady Helen Clyde… -algo en su voz interrumpió la conversación entre los dos hombres. Se miraron con preocupación mientras Macaskin añadía, sombrío-. Acerca de su habitación…

– ¿Cuál es el problema?

– Parece que fue el medio de acceso.

Lynley intentaba comprender todavía qué estaba haciendo Helen con un grupo de actores en Escocia cuando el inspector Macaskin les comunicó la nueva información.

– ¿Qué le hace pensar esto? -preguntó por fin, aunque su mente estaba centrada en su última conversación con Helen, sostenida menos de una semana atrás en su biblioteca de Londres. Llevaba el más adorable vestido de lana color jade, había probado su nuevo jerez español (riendo y charlando con su habitual alegría) y se había marchado a toda prisa para ir a cenar con alguien. «¿Quién?», se preguntó ahora. Ella no se lo había dicho. El no se lo había preguntado.

Se dio cuenta de que Macaskin le observaba como un hombre que tenía cosas en la cabeza y esperaba la oportunidad apropiada para sacarlas fuera.

– Porque la habitación de la víctima que da al pasillo estaba cerrada con llave -le replicó Macaskin-. Cuando Mary Agnes intentó despertarla sin éxito esta mañana, tuvo que utilizar la llave maestra…

– ¿Dónde las guardan?

– En la oficina. -Macaskin señaló el plano-. Planta baja, ala noroeste. Abrió la puerta y encontró el cadáver.

– ¿Quién tiene acceso a las llaves maestras? ¿Hay otro juego?

– Sólo existe un juego, que maneja únicamente Francesca Gerrard y la chica, Mary Agnes. Estaban cerradas bajo llave en el último cajón del escritorio de la señora Gerrard. Sólo ella y la Campbell tienen la llave que lo abre.

– ¿Nadie más? -preguntó Lynley.

Macaskin contempló el plano con aire pensativo, recorriendo con los ojos el pasillo noroeste inferior. Formaba parte de un cuadrilátero, tal vez una ampliación del edificio primitivo, y nacía en el gran vestíbulo, no lejos de la escalera. Señaló con el dedo la primera habitación del pasillo.

– Aquí duerme Gowan Kilbride -dijo-. Una especie de criado para todo. Podría haberse apoderado de las llaves de haber sabido dónde estaban.

– ¿Lo sabía?

– Es posible. Creo que las tareas de Gowan no le obligan a trabajar en las plantas superiores de la casa, de modo que no necesita las llaves maestras, pero podría conocer su paradero si Mary Agnes le hubiera dicho dónde encontrarlas.

– ¿Es posible que lo haya hecho?

– Quizá -Macaskin se encogió de hombros-. Son adolescentes, ¿no? Los adolescentes intentan a veces impresionarse mutuamente con toda clase de tonterías, particularmente si existe una atracción entre ellos.