Hannah había dedicado varias anotaciones posteriores a describir detalladamente sus relaciones sexuales. Esas páginas se veían muy manoseadas; se trataba sin duda de la sección que John Darrow releía cuando deseaba recordar a su esposa de la peor manera posible. Era meticulosa en las descripciones, no omitía nada y, al final, comparaba los atributos y la destreza de su marido con los de su amante. Una valoración brutal, que ningún hombre olvidaría con rapidez. Le dio una idea a Lynley de cómo debió ser su nota de despedida a John Darrow.
La penúltima anotación llevaba fecha del 23 de marzo.
He estado practicando toda la semana mientras John estaba en la taberna. Teddy me mira desde la cama y se ríe como un travieso cuando ve a su mamá pavoneándose como una dama rusa. Pero me lo he aprendido. Fue de lo más sencillo. Y dentro de 2 noches me voy a Norwich y decidiremos qué hacer y cuando pasaré la prueba. Apenas puedo esperar. Ahora mismo le tengo unas ganas locas. John me ha perseguido como un cerdo esta mañana. Dijo que habían pasado 2 meses desde que el doctor dijo que no debía hacerlo y que estaba harto de esperar a que le dijera que ya podía. Casi me puse enferma cuando me metió la lengua en la boca. Juro que sabía a mierda. Dijo es mejor ahora Hannah y me lo hizo con tanta fuerza que hice lo posible por no gritar. Cuando pienso que hasta hace 2 meses pensaba que las cosas eran así y que debía aguantarlo. Me rio ahora. He aprendido. Y he decidido decírselo a John antes de irme. Se lo merece después de lo de esta mañana. Sé que es un hombre. Se desmayaría si supiera lo que un hombre de verdad y yo hacemos en la cama. Dios, no sé si podré esperar 2 días más para verle. Le echo mucho de menos. Le quiero.
Lynley cerró el diario de un manotazo mientras los comentarios de Hannah Darrow encajaban en su mente, como un rompecabezas completado por fin. Pavoneándose como una dama rusa. Una obra sobre un hombre que se casa y cuyas hermanas odian a su esposa. Gente hablando sin cesar acerca de casarse o separarse. Y el cartel, grande como la vida, colgado en el despacho de lord Stinhurst: Las tres hermanas, Norwich. Vida y muerte de Hannah Darrow.
Empezó a registrar el resto de sus pertenencias, escarbando debajo de ropas, bolsos, guantes y joyas. No encontró lo que buscaba hasta que atacó el segundo baúl. En el fondo, sepultado bajo jerséis, zapatos y un álbum de recortes voluminoso, estaba el viejo programa teatral que había rezado para localizar, junto con las gafas de Hannah. Una diagonal separaba las dos obras que la compañía traía en el repertorio, los títulos impresos en letras austeras, blanco sobre fondo negro en la mitad superior y al revés en la inferior: La duquesa de Amalfi y Las tres hermanas.
Lynley, impaciente, pasó las páginas, buscando el reparto. Al verlo, clavó la vista en él como sin dar crédito a la obscena y burlona casualidad que había gobernado el reparto de los papeles. Porque, con la excepción de Irene Sinclair y el añadido de actores y actrices que no le interesaban en absoluto, todos los demás eran los mismos: Joanna Ellacourt, Robert Gabriel, Rhys Davies-Jones y para complicar más las cosas, Jeremy Vinney en un papel secundario, sin duda el canto del cisne de su breve carrera sobre los escenarios.
Lynley tiró el programa a un lado. Se levantó de la silla y empezó a pasear por la pequeña habitación, frotándose la frente. Debía de haber pasado por alto algún detalle en las escasas anotaciones de Hannah sobre su amante. Algo que revelaría su identidad de forma sesgada, algo que el propio Lynley ya había leído sin darse cuenta de lo que significaba. Volvió a la silla, tomó el diario y lo releyó de nuevo.
No lo localizó hasta la cuarta vez: «Dice que me enseñará a actuar. ¡¡¡Claro que me enseñará!!! Es un experto.» Las palabras implicaban dos únicas posibilidades: el director de la obra o el actor que intervenía en la escena de la que había sido copiada la «nota del suicidio» de Hannah. El director sería un experto en enseñar a una principiante los rudimentos de la interpretación. Un actor de la misma escena podría enseñarle fácilmente a interpretar el papel, puesto que llevaba varias semanas dando la réplica a su oponente.
Un rápido vistazo al programa informó a Lynley de que lord Stinhurst había sido el director. Concedió un punto a la intuición de la sargento Havers. Ahora, sólo quedaba averiguar a qué fragmento de Las tres hermanas pertenecía la «nota del suicidio» y quién interpretaba los papeles en la escena. Lynley se imaginó la escena. Hannah acudiendo al molino para encontrarse con su amante, guardadas en el bolsillo las ocho páginas que había copiado a mano para su prueba. Y el hombre que la asesinó, que robó aquellas ocho páginas, rasgó la parte que simularía ser la nota del suicidio y se llevó el resto, dejando su cuerpo colgado del techo.
Lynley cerró los baúles, apagó la luz y tomó los diarios y el programa. Encontró a Teddy en la sala de estar del piso, los pies apoyados en una mesilla de café barata y manchada de comida, devorando galletas en forma de pececillo de una caja de hojalata azul. El pequeño televisor en color transmitía un programa deportivo, saltos de esquí, al parecer. Al ver a Lynley, el chico se puso en pie de un salto y apagó el aparato.
– ¿Tienes algún libro de juegos por aquí? -preguntó Linley, aunque estaba casi seguro de la respuesta.
– ¿Libros de juegos? -repitió el chico, meneando la cabeza-. Ni uno. ¿Está seguro de que quiere un libro? Tenemos discos, y también revistas. -Mientras hablaba pareció comprender que Lynley no buscaba un medio de distracción-. Papá dice que usted es poli. Dice que no debo hablar con usted.
– Pues parece que no le estás haciendo mucho caso.
El chico hizo una mueca irónica y señaló con un movimiento de cabeza los diarios que Lynley apretaba bajo el brazo.
– Son de mamá, ¿verdad? Los he leído, ¿sabe? Papá se dejó las llaves una noche. Los he leído de cabo a rabo -osciló sobre sus pies, hundiendo la mano en un bolsillo de los téjanos-. No hablamos de eso. No creo que papá pueda. Si atrapa a ese tío, ¿me lo dirá?
Lynley vaciló. El chico volvió a hablar.
– Era mi madre. No era perfecta, no era una finolis, pero era mi madre. No me hizo ningún daño. Y no se suicidó.
– No. No lo hizo. -Lynley se dirigió hacia la puerta. Hizo una pausa y pensó en la forma de calmar la necesidad del muchacho-. Lee los periódicos, Teddy. Cuando cacemos al hombre que mató a Joy Sinclair, sabrás que es el hombre que buscas.
– ¿También le detendrá por lo de mi madre, inspector?
Lynley pensó por un momento en mentir para que el chico no tuviera que enfrentarse a otra cruda realidad, pero cuando escrutó su rostro cordial y ansioso supo que no sería capaz de hacerlo.
– Sólo si confiesa.
El chico asintió con un gesto infantil, aunque su mandíbula se tensó hasta palidecer.
– No existen pruebas, supongo -dijo con dolorosa y deliberada indiferencia.
– No existen pruebas. Pero es el mismo hombre, Teddy. Créeme.
El muchacho se volvió hacia el televisor.
– Me acuerdo un poco de ella, nada más. -Jugueteó con el mando sin encender el aparato-. Atrápele -dijo en voz baja.