En lugar de parar en Mildenhall y correr el riesgo de perder el tiempo buscando una biblioteca pública, Lynley prefirió seguir hasta Newmarket, donde sabía que había una. Una vez allí, sin embargo, pasó veinte minutos abriéndose paso entre el denso tráfico de la tarde e intentando localizar el edificio que buscaba, hasta las cinco y cuarto. Aparcó en un lugar prohibido, dejó su placa de identificación a plena vista, apoyada contra el volante, y confió en tener suerte. Consciente de que empezaba a nevar, sabiendo que, en consecuencia, cada minuto era precioso, subió las escaleras y entró en la biblioteca, con el programa teatral de Norwich doblado en un bolsillo del abrigo.
El edificio olía poderosamente a cera, papel viejo y a un sistema de calefacción central sometido a un esfuerzo excesivo. El local tenía ventanas altas, estantes oscuros, lámparas de mesa metálicas, equipadas con delgadas pantallas blancas, y un enorme mostrador de distribución en forma de U tras el cual un hombre bien vestido y de grandes gafas introducía datos en un ordenador, que parecía fuera de lugar en aquel ambiente anacrónico. Al menos, no hacía ruido.
Lynley se dirigió al fichero de autores y buscó Chejov. Al cabo de cinco minutos estaba sentado a una larga y baqueteada mesa, con un ejemplar de Las tres hermanas. Se puso a hojearlo, al principio leyendo sólo la primera línea de cada parlamento. A mitad de la obra comprendió que, a juzgar por la longitud de los parlamentos y la forma en que la nota del suicidio estaba rasgada, era posible que Hannah la hubiera copiado de la parte central de un parlamento. Comenzó de nuevo, más despacio, siempre consciente del mal tiempo, que retrasaría su llegada a Londres, consciente del tiempo que estaba pasando y de lo que podía estar ocurriendo en la ciudad durante su ausencia. Le costó casi media hora encontrar el parlamento, en la página décima del acto 4. Leyó las palabras una vez, y luego otra para asegurarse.
Cuántas cosas insignificantes, cuantas fruslerías adquirirán de repente, sin razón alguna, un sentido nuevo en tu vida. Te reirás de ellas como siempre has hecho, las considerarás triviales y seguirás adelante, con la sensación de que careces de poder para detenerte. ¡Oh, no hablemos de eso! Me siento alborozado, veo estos abetos, estos arces y abedules, como si fuera la primera vez, y ellos me miran con curiosidad y expectación. ¡Qué árboles tan hermosos y, en verdad, cuan henchidos de radiante vida deberían estar! Debo irme, ya es hora… Hay un árbol muerto, pero sigue oscilando al viento como los demás. Por eso creo que, si muero, de alguna forma seguiré existiendo. Adiós, querida… Los papeles que me diste están sobre mi mesa, debajo del calendario.
Quien hablaba no era una de las mujeres, como Lynley había pensado, sino un hombre. El barón Tuzenbach, conversando con Irina en los momentos finales de la obra. Lynley sacó el programa de Norwich del bolsillo, lo abrió por la página del reparto, recorrió con el dedo la lista y encontró lo que había temido y esperado ver. En aquel invierno de 1973, Rhys Davies-Jones había interpretado el papel de Tuzenbach, Joanna Ellacourt el de Irina, Jeremy Vinney el de Ferapont y Robert Gabriel el de Andrei.
Era, al fin, la confirmación que él tanto anhelaba. ¿Quién podía ser el hombre más apropiado para saber cómo manipular unas cuantas líneas, sino el hombre que las pronunciaba noche tras noche? El hombre en el que Helen confiaba. El hombre al que amaba y al que creía inocente;
Lynley colocó el libro en su estante y fue en busca de un teléfono.
Capítulo 15
Durante todo el día, lady Helen abrigó la sensación de que debería sentirse exultante. Al fin y al cabo, habían hecho lo que ella deseaba que hicieran. Habían demostrado que Tommy estaba equivocado. Al investigar los antecedentes familiares de lord Stinhurst, habían demostrado que casi todas las sospechas acumuladas contra Rhys Davies-Jones por las muertes de Joy Sinclair y Gowan Kilbride carecían de base. El curso del caso, por consiguiente, se había alterado. Debido a ello, cuando la sargento Havers telefoneó a St. James a mediodía, informándole de que habían detenido a lord Stinhurst para interrogarle, y que había admitido la verdad sobre los servicios prestados por su hermano a los rusos, lady Helen supo que debería sentirse invadida por una oleada de júbilo.
Salió de casa de St. James poco después de las dos, pasando el resto del día dedicada a disponer los preparativos para su velada con Rhys, una velada de amorosa celebración. Vagó por las calles de Knightsbridge durante horas, buscando el vestido que fuera el complemento perfecto a su estado de ánimo. Sólo que no tardó en comprender que no estaba muy segura acerca de su estado de ánimo. No estaba muy segura acerca de nada.
Al principio achacó su confusión al hecho de que lord Stinhurst no había admitido su implicación en los asesinatos de Joy Sinclair y Gowan Kilbride, pero sabía que no podría aferrarse durante mucho tiempo a esa mentira. Pues si el DIC de Strathclyde encontraba un cabello, una mancha de sangre o una huella dactilar que relacionara las muertes de Escocia con Stinhurst, debería enfrentarse al auténtico meollo de su confusión. Y el meollo no consistía en la culpabilidad de un hombre y la inocencia de otro. El meollo era Tommy, su rostro desesperado, sus palabras finales de la noche anterior.
De todos modos, sabía a ciencia cierta que no podía permitirse el lujo de sufrir por el dolor de Tommy. Porque Rhys era inocente. Inocente. Y ella se había aferrado con tanta tenacidad a esta creencia durante los pasados cuatro días que no podía pensar en otra cosa, no podía permitir que sus pensamientos volaran en otra dirección. Deseaba que Rhys quedara exonerado ante todo el mundo, deseaba que todo el mundo, y no sólo ella, le viera tal como era.
El taxi la dejó ante su piso de Onslow Square pasadas las siete. Caía una fuerte nevada. Ráfagas continuas y silenciosas, procedentes del este, se iban acumulando sobre la verja de hierro que protegía la hierba en el centro de la plaza. Cuando lady Helen salió al aire helado y sintió el suave aguijoneo de los copos sobre sus mejillas y párpados, se detuvo un momento para admirar el cambio que la nieve producía siempre en la ciudad. Después, temblando, recogió sus bolsas y corrió hacia los peldaños del edificio. Rebuscó las llaves en el bolso, pero antes de que las encontrara su doncella abrió la puerta, instándole a entrar.
Caroline Shepherd llevaba tres años con lady Helen, y a pesar de que era cinco más joven que su patrona, se entregaba con fervor a todos los asuntos de lady Helen. No perdió el tiempo en quejas cuando el frío aire de la noche revolvió su cabello negro mientras cerraba la puerta de un golpe.
– ¡Gracias a Dios! Estaba preocupada por usted. ¿Sabe que son más de las siete y que desde hace una hora lord Asherton no ha dejado de llamarle? Y también el señor St. James. Y esa sargento de Scotland Yard. El señor Davies-Jones la espera desde hace cuarenta minutos en el salón.
Lady Helen sólo prestó atención a sus últimas palabras. Tendió los paquetes a la joven y subió corriendo por las escaleras.
– Dios mío, ¿tanto me he retrasado? Rhys se estará preguntando qué me ha pasado. Y hoy es tu noche libre, ¿verdad? Lo siento, Caroline. ¿Llegarás con mucho retraso? ¿Has quedado con Denton esta noche? ¿Crees que me perdonará?
– Bastará con que yo le anime a hacerlo -sonrió Caroline-. Dejaré esto en su habitación y me iré.
Lady Helen y Caroline ocupaban el piso más grande del edificio, siete habitaciones en la primera planta, más un enorme salón que daba a la plaza. Las cortinas estaban descorridas. Rhys Davies-Jones se hallaba de pie ante las puertas correderas, que arrojaban luz sobre un pequeño balcón cubierto por una gruesa capa de nieve. Se volvió cuando lady Helen entró.
– Han retenido a lord Stinhurst en Scotland Yard durante casi todo el día -anunció el hombre, con el entrecejo fruncido.