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Helen no respondió.

– ¡Contéstame! ¿Ha ido para acostarse contigo? ¡Helen, por favor! -gritó, para romper su silencio.

– Bien, es la mejor manera de retrasarle esos veinte minutos que solicitas, ¿no? -se oyó susurrar, desesperada.

– ¡No! ¡Helen, no…! -gritaba Lynley cuando ella colgó.

Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada, luchando por recobrar la compostura. En ese preciso momento él estaba llamando a Scotland Yard. En ese preciso momento empezaban a transcurrir los veinte minutos.

Pensó que le resultaba extraño no sentir miedo. Le latían las sienes, tenía la garganta seca, pero no miedo. Estaba sola en su casa con un asesino, Tommy se hallaba a muchos kilómetros de distancia y la tormenta de nieve cerraba toda vía de escape. Pero no estaba asustada. Y se le ocurrió, mientras las lágrimas pugnaban por desbordarse, que no estaba asustada porque nada de lo que pudiera pasar le importaba ya. Y mucho menos vivir o morir.

Barbara Havers contestó el teléfono del despacho de Lynley al segundo timbrazo. Eran las siete y cuarto, y llevaba sentada ante el escritorio cerca de dos horas, fumando tan compulsivamente que la garganta le dolía y sus nervios estaban a punto de estallar. Se sintió tan aliviada al escuchar por fin la voz de Lynley que la tensión liberada dio paso a una explosión de cólera. Sin embargo, cesó en sus imprecaciones al percibir la gravedad con que Lynley hablaba.

– Havers, ¿dónde está el agente Nkata?

– ¿Nkata? Se ha ido a casa.

– Localícele. Le quiero en Onslow Square. Ahora.

Barbara apagó el cigarrillo y tomó un trozo de papel.

– ¿Ha encontrado a Davies-Jones?

– Está en el piso de Helen. Quiero que le vigilen de cerca, Havers, pero si es necesario deténgale.

– ¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó, incrédula-. No tenemos nada en qué basarnos, pese al caso de Hannah Darrow, que aporta pruebas tan débiles como las que hay contra Stinhurst. Usted me dijo que todos ellos, salvo Irene Sinclair, participaban en la obra de Norwich del setenta y tres. Eso también incluye a Stinhurst. Y además, Macaskin…

– No discuta, Havers. No tengo tiempo ahora. Haga lo que le digo. Y cuando lo haya hecho, telefonee a Helen. No deje de hablar durante treinta minutos, o más si puede. ¿Comprende?

– ¿Treinta minutos? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Contarle la fascinante historia de mi vida?

– ¡Maldita sea! -Se exasperó Lynley-. ¡Haga lo que le digo ahora mismo! ¡Y espéreme en el Yard!

Havers llamó al agente Nkata, le dio instrucciones, colgó el auricular y miró de mal humor los papeles acumulados sobre el escritorio de Lynley. Se trataba de la información definitiva proporcionada por el DIC de Strathclyde: el informe sobre las huellas dactilares, los resultados obtenidos de la lámpara de fibra óptica, los análisis de las manchas de sangre, el examen de cuatro cabellos encontrados cerca de la cama y el análisis del coñac que Rhys Davies-Jones había llevado a la habitación de Helen. Y de todo ello no se desprendía nada. Ni la menor prueba que resistiera el ataque del abogado más inexperto.

Barbara recordó que Lynley aún no sabía nada de ello. Si pretendían entregar a Davies-Jones, o a quien fuera, a la justicia, no sería en virtud de las pruebas reunidas por el inspector Macaskin en Escocia.

Se llamaba Lynette. Sin embargo, mientras se retorcía y gemía bajo él, Robert Gabriel tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo, tuvo que disciplinarse para no llamarla por otro nombre. Al fin y al cabo, la lista de los últimos meses era interminable. ¿Quién sería capaz de recordarlas a todas sin el menor error? Por fin, en el momento preciso, recordó quién era: la muchacha de diecinueve años que trabajaba como meritoria de diseño de decorados en el Agincourt, y cuyos téjanos apretadísimos y tenue jersey amarillo se hallaban sobre el suelo del camerino que Gabriel utilizaba. No había tardado en descubrir, con alegría considerable, que no llevaba nada debajo de dichas prendas.

Sintió que le clavaba las uñas en la espalda y profirió un gemido de placer, si bien habría preferido que expresara su creciente satisfacción de otra manera. En cualquier caso, continuó embistiéndola con rudeza (tal como parecía gustarle), esforzándose en no respirar el penetrante perfume que llevaba o el vago aroma oleaginoso que emanaba de su cabello. Murmuró sutiles frases de aliento, manteniendo su mente ocupada hasta que ella alcanzó el clímax y él pudo entregarse al suyo. Le gustaba pensar que se le consideraba, más que a la mayoría de hombres, propenso a complacer a las mujeres.

– ¡Ohhhhh, no pares! ¡No puedo aguantarlo! ¡No puedo! -gimió Lynette.

«Ni yo tampoco», pensó Gabriel, mientras las uñas desgarraban su espalda. Le faltaba poco para terminar de recitar mentalmente el tercer soliloquio de Hamlet, cuando los sollozos exaltados de la muchacha alcanzaron su crescendo. El cuerpo de Lynette se arqueó. Chilló como una posesa. Hundió las uñas en las nalgas de Gabriel, y éste se juró no volverlo a hacer con una adolescente.

El posterior comportamiento de Lynette contribuyó a fortalecer la decisión de Gabriel. Una vez alcanzado el orgasmo, la joven se convirtió en un objeto inerte, aguardando pasivamente y con escasa paciencia a que él consumara el suyo. Gabriel procuró darse prisa, mascullando su nombre con arrobo en el momento adecuado y tan ansioso como ella de dar por terminado el coito. «Tal vez le resultara más conveniente para mañana la diseñadora de vestuario», pensó.

– Ohhhh, ha ido fenomenal, ¿verdad? -le dijo Lynette cuando todo terminó, ahogando un bostezo. Se incorporó, pasó las piernas por encima del sofá y caminó hacia sus ropas-. ¿Tienes hora?

Gabriel echó un vistazo a su reloj.

– Las nueve y cuarto -contestó. Deseaba que la chica se marchara para poder ducharse, pero a pesar de ello le acarició la espalda y murmuró-: Repitámoslo mañana, Lyn. Me vuelves loco -cabía la posibilidad de que la diseñadora de vestuario no estuviera disponible.

La chica rió, le tomó la mano y la colocó sobre un seno del tamaño de un melón. A pesar de su juventud, los pechos empezaban a colgarle, como resultado de no llevar sujetador.

– No puedo, amor. Mi marido llega esta noche. Pero mañana vuelve a marcharse.

Gabriel se levantó como impulsado por un resorte.

– ¿Tu marido? ¿Por qué no me dijiste que estabas casada?

Lynette rió de nuevo y se embutió en los téjanos.

– No me lo preguntaste, ¿verdad? Conduce un camión, pasa como mínimo tres noches a la semana fuera. De modo que…

¡Santo Dios, un camionero! Setenta u ochenta kilos de músculos con el coeficiente intelectual de un gorila crecido.

– Escucha, Lynette -se apresuró a decir Gabriel-. Dejémoslo correr, ¿te parece? No quiero interponerme entre tu marido y tú.

Presintió, más que vio, su indiferente encogimiento de hombros. La joven se puso el jersey y se echó hacia atrás el pelo. Percibió de nuevo su olor. Contuvo el aliento de nuevo.

– Es un poco obtuso -le confió ella-. No se enterará jamás. No hay nada de qué preocuparse mientras yo esté cuando él me desee.

– Aun así -dijo Gabriel, poco convencido.

Lynette le palmeó la mejilla.

– Bueno, avísame cuando te apetezca otro revolcón. No lo haces mal, sólo un poco lento, pero imagino que es debido a tu edad, ¿no?

– Mi edad -repitió Gabriel.

– Claro -dijo ella, risueña. Cuando un tío se hace mayor, le cuesta más calentarse, ¿verdad? Yo lo comprendo. -Se puso a cuatro patas en el suelo-. ¿Has visto mi bolso? Ah, aquí está. Me voy. ¿Te apetece echar un polvete el domingo? Mi Jim ya habrá vuelto a la carretera. -Sin más despedidas, salió por la puerta y le dejó en la oscuridad.

«Mi edad», pensó Gabriel, y casi escuchó la risa irónica de su madre. Encendería uno de sus cigarrillos turcos, le miraría con aire especulativo y trataría de no mover un músculo de la cara. Era su expresión de analista. La odiaba cuando la exhibía, maldiciéndose por haber nacido de una freudiana. El problema que nos ocupa, diría, es típico de los hombres de tu edad, Roben. La crisis de la madurez, la súbita comprensión de que la vejez acecha, el cuestionamiento del sentido de la vida, la búsqueda de la renovación. Todo esto, combinado con tu libido superactiva, te empuja a buscar nuevas formas de definirte. Siempre sexuales, me temo. Ahí radica tu dilema, al parecer. Algo muy infortunado para tu esposa, la única influencia que hace mella en ti. Sin embargo, tienes miedo de Irene, ¿no es cierto? Siempre ha sido demasiado mujer para estar a su altura. Te hizo ciertas exigencias, ¿verdad? Exigencias de madurez que no pudiste afrontar. Por ello te encaminaste hacia su hermana, para castigar a Irene y para sentirte joven. Pero no puedes tenerlo todo, muchacho. La gente que lo quiere todo acaba generalmente sin nada.