Выбрать главу

«Mucho», pensó Lynley. Hizo acopio de todos sus recursos para obligarle a escuchar y comprender sus siguientes palabras.

– Su hermana estaba a punto de escribir un libro sobre un asesinato cometido en marzo de 1973. El autor asesinó también a Joy y a Gowan Kilbride. Las pruebas que tenemos carecen virtualmente de valor, Irene. Y me temo que su ayuda nos es indispensable para capturar a este monstruo.

Los ojos de Irene le suplicaron que dijese la verdad. -¿Es Robert?

– Creo que no. A pesar de todo lo que usted nos ha dicho, no alcanzo a ver cómo pudo apoderarse de la llave que abría la habitación de Joy.

– ¡Pero si estuvo con ella aquella noche, quizá Joy le dio la llave!

Lynley reconoció que era una posibilidad. ¿Cómo explicarla? ¿Cómo casarla con lo que el informe del forense revelaba sobre Joy? ¿Y cómo decirle a Irene que, si al ayudar a la policía demostraba la inocencia de su marido, demostraría la culpabilidad de su primo Rhys? Tenía que actuar con mucho tacto.

– ¿Nos ayudará? -preguntó.

Lynley se dio cuenta de que luchaba por tomar una decisión y comprendió exactamente el dilema al que se enfrentaba. La elección era muy sencilla: o bien seguir protegiendo a Robert Gabriel por el bien de sus hijos, o bien comprometerse a fondo con el plan que llevaría ante la justicia al asesino de Joy. Si se decantaba por lo primero, se enfrentaba a la incertidumbre de no saber nunca si estaba protegiendo a un hombre inocente o culpable. Si elegía lo último, sin embargo, cometería un acto de perdón, la absolución póstuma del pecado que su hermana había cometido contra ella.

Se reducía a una elección entre los vivos y los muertos; los vivos prometían la continuación de las mentiras y los muertos prometían la serenidad espiritual que nace al desvanecerse el rencor y apostar por la vida. A simple vista, la elección parecía muy clara, pero Lynley sabía demasiado bien que las decisiones gobernadas por el corazón podían ser brutalmente irracionales. Sólo confiaba en que Irene hubiera comprendido que su matrimonio con Gabriel había sido infectado por la enfermedad de sus infidelidades, y de que su hermana jugaba un pequeño y desagradecido papel en un drama que se había gestado durante años.

Irene se movió. Sus dedos dejaron marcas húmedas sobre el bolso de piel.

– Les ayudaré -dijo con voz firme-. ¿Qué he de hacer?

– Pasar esta noche en casa de su hermana, en Hampstead. La sargento Havers la acompañará.

Capítulo 16

Cuando Deborah St. James abrió la puerta para dejar pasar a Lynley a las diez y media de la mañana, su cabello desordenado y el delantal manchado que llevaba sobre los téjanos raídos y la camisa a cuadros informaron al detective de que la había interrumpido en mitad de su trabajo. De todos modos, el rostro de la joven.

– Una distracción -dijo-. ¡Gracias a Dios! He pasado las dos últimas horas trabajando en el cuarto de revelar, sin otra compañía que Peach y Alaska. Son muy cariñosos, pero poco aficionados a conversar. Simon está en el laboratorio, por supuesto, pero su capacidad para la distracción se reduce a cero cuando está concentrado en la ciencia. Me alegro de que hayas venido. Quizá puedas hacerle salir para tomar el café de la mañana. -Esperó a que Lynley se sacara el abrigo y la bufanda para tocarle levemente en el hombro y decir-: ¿Estás bien, Tommy? Si hay algo que… Me han contado algunas cosas y… No tienes buen aspecto. ¿Duermes por las noches? ¿Has desayunado? ¿Le digo a papá qué…? ¿Te apetece…? -Se mordió el labio-. ¿Por qué balbuceo siempre como una idiota?

Lynley sonrió con afecto ante aquel batiburrillo de palabras, le pasó cariñosamente uno de sus rizos sueltos por detrás de la oreja y la siguió hasta las escaleras. Ella continuó hablando.

– Simon ha recibido una llamada de Jeremy Vinney. Le ha sumido en una de sus largas y misteriosas contemplaciones. Y Helen ha telefoneado hace cinco minutos.

Lynley vaciló.

– ¿Helen no está aquí hoy? -A pesar de su tono, que se esforzó en controlar, comprendió que Deborah había captado el sentido oculto de la pregunta. Los ojos verdes de la joven se suavizaron.

– No. No está aquí, Tommy. Por eso has venido, ¿no? -Sin esperar respuesta, añadió-. Sube a hablar con Simon. Al fin y al cabo, conoce a Helen mejor que nadie.

St. James les recibió en la puerta de su laboratorio, sosteniendo en una mano un viejo ejemplar de la Medicina forense de Simpson, y en la otra una muestra anatómica particularmente espeluznante: un dedo humano conservado en formaldehido.

– ¿Estás ensayando una representación de Tito Andrónico -preguntó entre risas Deborah. Tomó el libro y el tarro, besó en la mejilla a su marido y dijo-. Ha venido Tommy, mi amor.

Lynley habló a St. James sin preámbulos. Quería que sus preguntas sonaran profesionales, una prolongación natural del caso, pero se dio cuenta de que su fracaso era absoluto.

– St. James, ¿dónde está Helen? No he parado de telefonearle desde anoche. Me dejé caer por su casa esta mañana. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué te ha dicho?

Siguió a su amigo al interior del laboratorio y aguardó su respuesta, impaciente. St. James tecleó una rápida anotación en su ordenador sin decir palabra. Lynley le conocía lo bastante para saber que era inútil azuzarle. Contuvo sus recelos, esperó y paseó la mirada por la habitación en que Helen pasaba tanto tiempo.

Durante años, el laboratorio había sido el santuario de St. James, un refugio científico abarrotado de ordenadores, fotocopiadoras, microscopios, tanques de cultivo, estantes llenos de muestras, gráficas y diagramas colgados de las paredes y, en un rincón, un monitor para ampliar muestras microscópicas de sangre, pelo, piel o fibra. Esta última modernidad era la más reciente adquisición para el laboratorio, y recordó las risas con que Helen había descrito los apuros de St. James para enseñarle cómo funcionaba, apenas tres semanas antes. «Es inútil, Tommy. ¡Una cámara de vídeo acoplada en el interior de un microscopio! ¿Te imaginas mi consternación? ¡Santo Dios, toda esta parafernalia tan propia de la era de los ordenadores! Aún no hace ni dos días que he aprendido a hervir un pote con agua en el microondas.» Era falso, por supuesto, pero él se había reído igualmente, olvidando al instante las preocupaciones de aquel día. Era el don especial de Helen.

No pudo contenerse más.

– ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué te ha dicho?

St. James añadió otra nota al ordenador, examinó los cambios que aparecían en el gráfico de la pantalla y desconectó el aparato.

– Sólo lo que tú le dijiste -replicó con indiferencia-. Nada más, me temo.

Lynley sabía cómo interpretar aquel tono cauteloso, pero de momento se negó a entablar la discusión que alentaban las palabras de St. James.

– Deborah me ha dicho que Vinney te ha llamado -dijo para contemporizar.

– Cierto. -St. James hizo girar el taburete, descendió con cierta torpeza y se dirigió hacia un mostrador muy bien ordenado, en el que tres microscopios, de los cinco que había, estaban funcionando-. Por lo visto, ningún periódico ha prestado atención a la muerte de la Sinclair. Según Vinney, esta mañana entregó un artículo sobre el tema al director y le fue rechazado al instante.

– Después de todo, Vinney es el crítico de teatro -observó Lynley.

– Sí, pero cuando empezó a llamar a sus colegas para saber si alguno se encargaba del asesinato, descubrió que no le habían asignado la historia a nadie. Le han vetado desde las alturas. Por ahora, según le han dicho. Hasta que se produzca una detención. Estaba de un humor de perros, por decir algo. -St. James levantó la vista del montón de diapositivas que estaba ordenando-. Está tras la pista de la historia de Geoffrey Rintoul, Tommy, y de algo que la relacione con la muerte de Joy Sinclair. Creo que no va a descansar hasta plasmarlo en letra impresa.