– Fui a un hotel -dijo Stinhurst.
– ¿No fuiste a tu club?
– No. Deseaba pasar desapercibido.
– Algo que no habrías conseguido en casa, por supuesto.
Por un momento, Stinhurst no dijo nada, jugueteando con un abrecartas largo y plateado que había sobre el escritorio. La luz se reflejaba en él.
– Me di cuenta de que no podía mirarte a la cara. Más que otra cosa, la reacción de lady Stinhurst ante esta frase indicó la forma en que había cambiado su relación. Stuart Rintoul tenía la tez pálida, los ojos inyectados en sangre y, cuando posó el abrecartas sobre el escritorio, su mujer vio que le temblaban las manos. Sin embargo, no se sintió conmovida en absoluto, pues sabía perfectamente que el motivo no era la preocupación de su marido por el bienestar de ella, de su hija o de él mismo, sino la preocupación por mantener alejada a la prensa de la vida despreciable y la muerte violenta de Geoffrey Rintoul. Ella había visto a Jeremy Vinney en el fondo del teatro. Sabía por qué estaba allí. Su cólera aumentó.
– Yo estaba en casa, Stuart, esperando pacientemente como siempre, preocupada por ti y por lo que estaría ocurriendo en el Yard. Hora tras hora. Pensaba, y sólo más tarde me di cuenta de mi estupidez, que esta tragedia serviría para acercarnos. Imagíname pensando eso, pese a la historia que te habías inventado sobre mi «romance» con tu hermano, confiando todavía en afianzar nuestro matrimonio, pero tú ni siquiera telefoneaste, ¿verdad? Y yo, como una imbécil, esperé y esperé obedientemente. Hasta que al final comprendí que ya no hay nada entre nosotros. Hace años que es así, desde luego, pero no me atrevía a hacerle frente. Hasta esta noche.
Lord Stinhurst levantó la mano, como si confiara en detener el flujo de palabras.
– Siempre eliges el momento oportuno, ¿eh? No es el más adecuado para discutir de nuestro matrimonio. Espero que por lo menos te des cuenta.
Como siempre, hablaba con tono cortante, frío, taxativo y contenido. La indiferencia de lady Stinhurst le resultó extraña. Ella sonrió educadamente.
– No me has entendido, Stuart. No estamos discutiendo de nuestro matrimonio. No hay nada que discutir.
– Entonces, ¿por qué…?
– Le he hablado a Elizabeth de su abuelo. Pensé que podríamos hacerlo juntos anoche, pero como no volviste a casa, lo hice yo sola. -Avanzó y se detuvo frente al escritorio. Apoyó los nudillos contra su prístina superficie. No llevaba ningún anillo. Él la miró en silencio-. ¿Y sabes lo que dijo cuando le conté que su amado abuelo había matado al tío Geoffrey, rompiéndole su hermoso cuello?
Stinhurst movió la cabeza y bajó los ojos.
– Dijo: «Mamá, no me dejas ver la tele. ¿Quieres apartarte, por favor?» Y yo pensé: «¿No es estupendo? Tantos años protegiendo la sacrosanta memoria de un abuelo al que adoraba para llegar a esto.» Me aparté enseguida, por supuesto. Soy así, ¿verdad? Siempre colaboradora, ansiosa por complacer. Siempre confiando en que las cosas mejorarán si no les hago caso. Soy una persona encerrada en una cascara dentro de otra cascara llamada matrimonio, que vaga por una hermosa casa de Holland Park que cuenta con todas las comodidades, salvo la única que he deseado fervientemente durante todos estos años: amor. -Lady Stinhurst escrutó el rostro de su marido, a la espera de una reacción. No se produjo ninguna, y continuó-. Entonces supe que no podía salvar a Elizabeth. Ha vivido muchos años en una casa llena de mentiras y verdades a medias. Sólo ella puede salvarse a sí misma. Al igual que yo.
– ¿Qué significa eso?
– Que te dejo. No sé si será para siempre. Me falta valor para afirmarlo, pero me marcho a Somerset hasta que haya aclarado mi mente, hasta que sepa lo que deseo hacer. Y si es para siempre, no hará falta que te preocupes. No te pediré mucho. Una casa en algún sitio y un poco de paz y tranquilidad. Seguro que llegaremos a un acuerdo equitativo. De lo contrario, nuestros respectivos abogados…
Stinhurst hizo girar la silla a un lado.
– No me hagas esto. Hoy no, por favor. Sólo me faltaba esto.
La mujer rió amargamente.
– Así que se reduce a eso, ¿verdad? Te estoy provocando otro dolor de cabeza, otro inconveniente, otra cosa más que deberás explicar al inspector Lynley, llegado el caso. Bien, debería haber esperado, pero como necesitaba hablar contigo a toda costa, me ha parecido un momento tan bueno como cualquiera para contártelo todo.
– ¿Todo? -preguntó él, aburrido.
– Sí. Una cosa más antes de que me vaya. Francesca ha telefoneado esta mañana. Dijo que ya no podía aguantarlo más, sobre todo después de lo de Gowan. Pensaba que sería capaz, pero apreciaba a Gowan y no puede soportar la idea de que está menospreciando su vida y su muerte. Al principio se mostró dispuesta, por tu bien, naturalmente, pero ya no puede seguir engañándose. Tiene la intención de hablar con el inspector Macaskin.
– ¿Qué dices?
Lady Stinhurst se puso los guantes, recogió el abrigo y se dispuso a salir. Sus palabras finales le proporcionaron un breve y vengativo placer.
– Francesca mintió a la policía acerca de lo que hizo y vio la noche en que Joy Sinclair murió.
– He traído comida china, papá. -Barbara Havers se asomó a la sala de estar-. Por favor, esta vez no te pelees con mamá por las gambas. ¿Dónde está?
Su padre se hallaba sentado frente al televisor, al parecer viendo la BBC-1. Una raya horizontal descendía por la pantalla y cortaba las cabezas al nivel de las cejas; parecía una película de ciencia-ficción.
– ¿Papá? -insistió Barbara.
El hombre no respondió. Ella entró en la estancia, bajó el volumen y se volvió hacia él. Estaba dormido, con la boca abierta y los tubos que le suministraban oxígeno encajados en la nariz. Había revistas de automóviles esparcidas a su alrededor en el suelo, y un periódico abierto sobre sus rodillas. Hacía excesivo calor en la habitación, de hecho en toda la casa, y el aroma marchito de la vejez parecía rezumar de las paredes, suelos y muebles, mezclados con un olor más reciente a comida quemada e incomestible.
Los movimientos de Barbara bastaron para despertar a su padre, quien, al verla, sonrió y mostró sus dientes ennegrecidos y torcidos. Le faltaban algunos.
– Barbie. Me he quedado dormido.
– ¿Dónde está mamá?
Jimmy Havers parpadeó, se ajustó los tubos y buscó un pañuelo. Tosió violentamente. Su respiración recordaba el sonido del agua burbujeante.
– En el piso de al lado. La señora Gustafson ha pillado la gripe otra vez y mamá ha ido a llevarle un poco de sopa.
Barbara, que conocía los dudosos talentos culinarios de su madre, se preguntó si el estado de la señora Gustafson mejoraría o empeoraría gracias a sus cuidados. Sin embargo, se sintió animada por el hecho de que su madre se había atrevido a salir de casa. Era la primera vez que lo hacía en años.
– He traído comida china -dijo a su padre, indicando la bolsa que acunaba en un brazo-. Esta noche vuelvo a salir. Sólo tengo media hora para cenar.
Su padre frunció el entrecejo.
– A tu madre no le hará ninguna gracia, Barbie.
– Por eso he traído la comida. Una ofrenda de paz.
– Se dirigió a la cocina, en la parte posterior de la casa.
El corazón le dio un vuelco al contemplar el espectáculo. Cerca del fregadero se alineaban una docena de latas de sopa, abiertas y con una cuchara introducida, como si su madre las hubiera probado todas antes de decidir cuál llevaba a la vecina. Había puesto a calentar tres, en ollas separadas que continuaban hirviendo. El contenido, completamente quemado, desprendía un olor a verduras chamuscadas y a leche. Un paquete de galletas estaba abierto, peligrosamente cerca del fuego, el contenido desparramado y el envoltorio por el suelo.
– Vaya -masculló Barbara, apagando el gas.