Lynley no podía moverse, estupefacto por lo que Helen había hecho. No era posible que… No tenía la intención… Jamás se atrevería a… Se acercó a él en la oscuridad.
– Tommy, por favor…
Su voz quebradiza le devolvió a la realidad. La apartó a un lado y se precipitó hacia la radio:
– Le hemos perdido.
Luego corrió hacia la puerta principal y salió al exterior, indiferente al sonido de la persecución que se iniciaba a sus espaldas.
– ¡Hacia la calle principal! -gritó una voz desde la azotea de la librería cuando Lynley pasó por delante.
No necesitó oírlo. Vio delante de él la forma negra que corría, oía el frenético sonido de sus pasos sobre el pavimento, le vio resbalar sobre una placa de hielo, enderezarse y continuar huyendo. No se molestaba en buscar el abrigo de las sombras. Se lanzó hacia el medio de la calle, iluminado a intervalos por las farolas de la calle. El sonido de sus pasos precipitados resonó en el aire.
Lynley oyó que la sargento Havers le pisaba los talones. Corría a toda prisa, maldiciendo a lady Helen con todas las blasfemias que conocía.
– ¡Policía! -Los dos agentes de la furgoneta surgieron por la esquina, uniéndose a la persecución.
El fugitivo desembocó en Heath Street, una de las arterias más anchas de Hampstead Village. Los faros de un coche que venía en dirección contraria le atraparon como a un animal. Los neumáticos chirriaron y una bocina sonó con violencia. El Mercedes frenó a escasos centímetros de sus muslos. En lugar de continuar corriendo, giró sobre sus talones y se lanzó hacia la puerta. Lynley, a media manzana de distancia, oyó el chillido aterrorizado que surgió del interior del vehículo.
– ¡Alto! -Otro agente se materializó en la esquina de la calle principal, a menos de treinta metros del Mercedes.
La figura vestida de negro se volvió hacia la derecha y corrió colina arriba.
La momentánea vacilación ante el coche le había costado tiempo y distancia. Lynley estaba lo bastante cerca como para oír su respiración agitada. El fugitivo corrió hacia una estrecha escalera de piedra que ascendía a la ladera de la colina y al vecindario de más arriba. Subió los peldaños de tres en tres, deteniéndose en lo alto junto a una cesta metálica llena de envases de leche vacíos, que habían dejado bajo el arco en sombras de una puerta. Antes de proseguir la huida, la arrojó escaleras abajo, pero el estrépito de las botellas al romperse sólo sirvió para asustar a unos cuantos perros, que aullaron espantados. Se encendieron luces en las casas próximas a la escalera, facilitando que Lynley avanzara sin preocuparse por los cristales rotos.
Al final de la escalera, la calle estaba flanqueada por enormes hayas y sicómoros, que arrojaban sombras indefinidas. Lynley se detuvo allí. El viento nocturno y los ladridos le impedían oír en qué dirección huía el fugitivo. Escudriñó la oscuridad, al acecho de cualquier movimiento. Havers se paró a su lado, sin dejar de maldecir mientras procuraba recuperar el aliento.
– ¿Adónde…?
Lynley fue el primero en oír, a su izquierda, el ruido sordo que se produjo cuando el asesino, cuya visión dificultaba el pasamontañas, tropezó con un cubo de basura. Era lo que Lynley necesitaba.
– ¡Se dirige a la iglesia! -Empujó a Havers hacia las escaleras-. ¡Vaya por los demás! ¡Que le intercepten en St. John's! ¡Rápido!
Lynley no esperó a ver si le obedecía. Reanudó la persecución y cruzó Holly Hill hasta llegar a una calle estrecha, donde comprendió, con una sensación de triunfo, que la ventaja estaba de su parte: altos muros a un lado, una extensión de césped al otro. La calle no ofrecía la menor protección. Su hombre, a unos cuarenta metros de distancia, se coló por una puerta abierta en el muro. Cuando Lynley llegó, vio que sobre la nieve del sendero privado habían quedado impresas largas pisadas que se internaban en un jardín. Una forma confusa se debatía en un seto de acebo, desgarrándose las ropas con las hojas erizadas de espinos. El hombre emitió un ronco grito de dolor. Un perro empezó a ladrar furiosamente. Se encendieron focos. Sonaron sirenas en la calle principal, aumentando de volumen a medida que los coches de policía se acercaban.
Esto pareció proporcionar al hombre el flujo de adrenalina que necesitaba para liberarse de los matorrales. Cuando Lynley se lanzó hacia él, le dirigió una mirada salvaje, calculó la distancia que les separaba y se deshizo del doloroso abrazo de las plantas. Cayó de rodillas al otro lado del seto, gateó hasta reincorporarse y prosiguió la huida. Lynley salió disparado en dirección contraria, divisó una segunda puerta en el muro y corrió hacia ella dificultado por la nieve, perdiendo al menos medio minuto, hasta desembocar en la calle.
A su derecha, la iglesia de St. John's se alzaba detrás de un muro bajo de ladrillo. Al pie, una sombra se acuclilló, saltó y se encaramó a la parte superior. Lynley corrió hacia allí.
Salvó el muro con facilidad y cayó sobre la nieve. Distinguió al instante una figura que se movía con rapidez a su izquierda, en dirección al cementerio. Las sirenas se oían cada vez más cerca; los neumáticos chirriaron sobre el pavimento húmedo. Lynley chapoteó sobre una capa de nieve que le llegaba a las rodillas hasta un punto en que el pavimento estaba despejado. La sombra oscura empezó a correr entre las tumbas.
Era el tipo de equivocación que Lynley esperaba. La nieve era más espesa en el cementerio, y algunas lápidas estaban cubiertas por completo. Al cabo de pocos momentos, oyó que el fugitivo se desplazaba frenéticamente de un sitio a otro, intentando avanzar hacia el muro opuesto y la calle que había detrás.
Cerca, las sirenas enmudecieron, los focos azules destellaron y giraron, y un enjambre de policías empezó a saltar el muro. Portaban linternas con las que iluminaban la nieve; la luz blanca describió un arco para localizar al fugitivo, pero también sirvió para revelar con nitidez el emplazamiento de las tumbas. El hombre aceleró el paso, esquivando lápidas y monumentos mientras corría hacia el muro.
Lynley no se apartó del sendero despejado que serpenteaba entre los árboles, abundantes pinos que sembraban de agujas el pavimento y proporcionaban una tosca protección contra el hielo. Ganó tiempo gracias a la facilidad de movimientos, preciosos segundos que empleó en localizar al hombre.
Se encontraba a unos veinte metros del muro. A su izquierda, dos agentes avanzaban dificultosamente por la nieve. Detrás de él, Havers le seguía los pasos. A su derecha estaba Lynley, corriendo a tumba abierta. No había escapatoria. Aun así, saltó hacia arriba, lanzando un grito salvaje que pareció indicar el último arranque de energía. Lynley se abalanzó sobre él.
El hombre giró y se balanceó violentamente. Lynley le soltó para esquivar el golpe, dando a su adversario una segunda oportunidad de trepar al muro. Saltó, se aferró con fuerza a la parte superior, elevó el cuerpo y empezó a izarse. Pero Lynley no se rindió. Le asió por el jersey negro, tiró de él, le rodeó el cuello con el brazo y le arrojó al suelo. Se quedó de pie sobre él, jadeando, hasta que Havers llegó a su lado, resollando como un corredor de fondo. Los dos agentes hicieron lo mismo al cabo de pocos instantes.
– Estás listo, hijo -consiguió decir uno de ellos, antes de empezar a toser interminablemente.
Lynley obligó al hombre a ponerse en pie, le arrancó el pasamontañas y le empujó violentamente hacia la luz de una linterna.
Era David Sydeham.
Capítulo 17
– La puerta de Joy no estaba cerrada con llave -dijo Sydeham.
Estaban sentados ante una mesa de patas metálicas, en una sala de interrogatorios de Scotland Yard. Era una sala diseñada para evitar cualquier tipo de huida, pues ni un solo detalle decorativo permitía dar rienda suelta a la imaginación. Sydeham no miraba a nadie mientras hablaba; ni a Lynley, que se hallaba sentado frente a él y se esforzaba en hilvanar todos los detalles del caso; ni a la sargento Havers, que por una vez no tomaba notas, sino que se limitaba a intercalar preguntas para llenar lagunas; ni al dormido estenógrafo, un veterano de la policía que llevaba veintidós años en el Cuerpo y lo escribía todo con una expresión de aburrimiento abismal, como si no le quedara nada por saber de las relaciones humanas que acaban violentamente. Sentado frente a los tres, Sydeham había vuelto su cuerpo para permitirles admirar su perfil. Sus ojos estaban clavados en una mariposa muerta que yacía en un rincón de la sala, y la miraba como si simbolizara la violencia de los últimos días.