– Lo siento, mi amor. Perdóname. No puedo hacerlo. -Se volvió hacia Lynley. Las lágrimas asomaban a sus ojos-. Se ha ido a Skye, Tommy. Se ha ido sola.
Se dedicó a una última tarea antes de dirigirse hacia el norte en pos de Helen: ir a ver al superintendente Webberly y poner punto final al caso, y también a otras cosas. Había hecho caso omiso del temprano mensaje de su superior, felicitándole oficialmente por el satisfactorio trabajo realizado y solicitando una entrevista con él en cuanto le fuera posible. Consciente de que los celos le habían cegado a lo largo de toda la investigación, no deseaba escuchar alabanzas de nadie. Mucho menos del hombre que le había utilizado a la perfección como herramienta involuntaria en el juego del engaño.
Porque más allá de la culpabilidad de Sydeham y la inocencia de Davies-Jones, todavía quedaba lord Stinhurst. Y la obsequiosa complicidad de Scotland Yard con el gobierno para seguir manteniendo oculto a la opinión pública un secreto guardado durante veinticinco años. Aún tenía que encargarse de esto. Antes, Lynley no se había sentido preparado para la confrontación, pero ahora sí.
Encontró a Webberly sentado a la mesa circular de su despacho, repleta como siempre de expedientes, libros, fotos, informes y vasos usados. El superintendente, inclinado sobre un mapa de calles marcado con gruesos trazos de rotulador, sostenía un puro entre los dientes, saturando la ya claustrofóbica habitación con una maloliente nube de humo. Hablaba con su secretaria, sentada al otro lado del escritorio, que asentía, tomaba nota y no cesaba de mover la mano frente a su cara en un inútil intento de evitar que el humo impregnara su bien cortado traje y el suave cabello rubio. Era, como de costumbre, una réplica lo más idéntica posible de la princesa de Gales.
Desvió los ojos hacia Lynley, arrugó la nariz delicadamente, expresando su desagrado ante el humo y el desorden, y dijo:
– Ha llegado el inspector detective Lynley, superintendente.
Lynley esperó expectante a que Webberly la corrigiera. Era un juego que a ambos les encantaba practicar. Webberly prefería «señor» al empleo de grados. Dorothea Harriman («Llámeme Dee, por favor») prefería los grados por encima de todo.
Esa tarde, sin embargo, el superintendente se limitó a gruñir y a levantar la vista del plano.
– ¿Ha tomado nota de todo, Harriman?
Su secretaria consultó las notas y se ajustó el cuello alto festoneado de su blusa eduardiana, aderezado con una perfecta corbata de lazo.
– Todo. ¿Lo paso a máquina?
– Se lo ruego. Haga treinta copias. La rutina habitual.
– ¿Antes de irme, superintendente? -suspiró Harriman-. No, no me lo diga. Lo sé. «En el acto, Harriman». -Lanzó a Lynley una mirada significativa-. De tanto estar en el acto, hasta podría pasar mi luna de miel en él. Si alguien fuera tan amable de hacer la pregunta adecuada.
– ¡Caramba! -sonrió Lynley-. Y pensar que esta noche estoy ocupado.
Harriman rió, recogió sus notas y tiró a la basura tres tazas de papel que había sobre el escritorio de Webberly.
– A ver si le convence de que arregle este vertedero -le pidió cuando salía.
"Webberly no dijo nada hasta que estuvieron solos. Después, dobló el plano, lo guardó en un archivador y regresó al escritorio, aunque no se sentó. En lugar de ello, fumó el puro con satisfacción y miró la perspectiva de Londres por la ventana.
– Alguna gente piensa que no asciendo por falta de ambición -le confió Webberly sin volverse-. Pero, en realidad, se trata de la vista. Si cambiara de oficinas, ya no vería la ciudad iluminándose cuando cae la oscuridad. Es imposible describirle el placer que me ha proporcionado a lo largo de los años -sus dedos pecosos jugueteaban con la faltriquera del reloj que colgaba del chaleco. La ceniza del puro, sin darse cuenta, cayó al suelo.
Lynley pensó que antes había estimado a este hombre, había sabido apreciar la mente perspicaz que anidaba en el interior de su desaliñada fachada. Era una mente que extraía lo mejor de quienes estaban bajo sus órdenes, que utilizaba a cada persona en virtud de su energía personal, nunca su debilidad. Lo que más había admirado Lynley en su superior era esa capacidad de ver a las personas tal como eran. Ahora, sin embargo, comprendió que era un arma de dos filos, que podía ser utilizada, y en este caso se había utilizado, para sondear la debilidad de un hombre y con fines que el individuo en cuestión ni siquiera sospechaba.
Webberly había sabido sin la menor duda que Lynley creería en la palabra de un igual. Tal creencia provenía de la educación de Lynley, un gallardo aferrarse a «mi palabra de caballero» que había gobernado a los de su clase durante siglos. No podía abandonarse con tanta facilidad, al igual que las leyes de la primogenitura. En ello había confiado Webberly al enviar a Lynley para que prestara oídos al cuento inventado por lord Stinhurst sobre la infidelidad de su mujer. Cualquier McPherson, Stewart o Hale, cualquier otro detective habría escuchado con escepticismo, habría llamado a lady Stinhurst para que oyera la historia y habría insistido hasta descubrir la verdad sobre Geoffrey Rintoul sin pensárselo dos veces.
Ni el gobierno ni el Yard habían querido que esto ocurriera. Por tanto, habían enviado al único hombre que podía aceptar la palabra de un caballero y barrer todas las conexiones con lord Stinhurst debajo de la alfombra. Esto, para Lynley, constituía una ofensa imperdonable. No podía perdonar a Webberly. No podía perdonarse por haber cumplido estúpidamente todas sus expectativas.
Carecía de importancia que lord Stinhurst fuera inocente del asesinato de Joy Sinclair. Porque el Yard no lo sabía, ni siquiera se había preocupado por esa posibilidad, sólo deseaba que la información clave sobre el pasado de ese hombre no saliera a la luz. De haber sido Stinhurst el asesino, de haber escapado a la justicia, Lynley sabía que el Yard no padecería el menor remordimiento, siempre que el secreto de Geoffrey Rintoul continuara a salvo.
Se sentía sucio, repulsivo. Buscó en el bolsillo su placa policial y la tiró sobre el escritorio de Webberly.
Los ojos del superintendente bajaron hacia la placa y volvieron hacia Lynley. El humo del cigarro le hizo bizquear.
– ¿Qué sucede?
– Presento mi renuncia.
El rostro de Webberly se petrificó.
– Fingiré que no le he entendido, inspector.
– No es necesario. Ya tienen todo cuanto deseaban. Stinhurst está a salvo. Toda la historia está a salvo.
Webberly se sacó el puro de la boca y lo aplastó entre las demás colillas del cenicero, salpicándolo de ceniza.
– No haga esto, muchacho. No hace falta.
– No me gusta que me utilicen. Es una manía privada -Lynley se dirigió hacia la puerta-. Recogeré mis cosas…
Webberly descargó un manotazo sobre el escritorio y los papeles volaron por los aires. Un sujeta lápices cayó al suelo.
– ¿Y cree que a mí me gusta que me utilicen, inspector? ¿Qué se ha creído? ¿Qué papel me ha asignado?
– Usted sabía lo de Stinhurst, lo de su hermano, lo de su padre. Por eso me envió a Escocia.
– Sabía sólo lo que me dijeron. La orden de enviarle al norte vino del comisionado, a través de Hillier. No de mí. Me desagradó tanto como a usted, pero no tenía otra elección.
– Vaya -replicó Lynley-. Bien, al menos puedo estar agradecido de tener varias elecciones. Ahora estoy ejerciendo una.
El rostro de Webberly enrojeció de ira, pero mantuvo la voz serena.
– No piensa con sensatez, muchacho. Tenga en cuenta algunas cosas antes de que la justa indignación le arrastre hacia el suicidio profesional. Yo no sabía nada sobre Stinhurst. Todavía no sé nada, de modo que si me cuenta algo estaré encantado de escucharle. Sólo puedo decirle que cuando Hillier vino a verme con la orden de que precisamente usted se ocupara del caso, todo ello me olió a chamusquina.
– Pero usted me asignó el caso.