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– ¡No sea idiota, hombre! ¡Yo no tenía ni voz ni voto en el tema! Recuerde que también asigné a Havers. Usted no la quería, ¿verdad? ¿Por qué cree que insistí en su participación en el caso? Porque sabía que Havers sería la única que se pegaría a Stinhurst como una garrapata a un perro, si era necesario. Y fue necesario, ¿no? ¡Maldita sea, contésteme! ¿Fue necesario?

– Sí.

Webberly descargó un puñetazo sobre su palma abierta.

– ¡Pandilla de bastardos! Sabía que intentarían protegerle, pero no sabía de qué. -Lanzó a Lynley una sombría mirada-. Pero usted no me cree, claro.

– Tiene razón. No le creo. Usted no carece de autoridad hasta ese extremo, señor. Nunca ha carecido.

– Se equivoca, muchacho. Carezco en lo referente a mi trabajo. Hago lo que me dicen. Es fácil ser un hombre de inflexible rectitud cuando se tiene la libertad de huir de aquí cada vez que olfateas algo desagradable. Pero yo no poseo ese tipo de libertad, ni fortuna particular ni propiedades en el campo. Este trabajo no es un pasatiempo. Es mi pan y mi sal. Y cuando me dan una orden, la obedezco. Por desagradable que le parezca a usted.

– ¿Y si Stinhurst hubiera sido el asesino? ¿Y si yo hubiera cerrado el caso sin hacer ninguna detención?

– Pero no lo ha hecho, ¿verdad? Confié en que Havers se lo impediría. Y confié en usted. Sabía que, a su debido momento, su intuición le guiaría hacia el asesino.

– Pero no fue así-dijo Lynley. Las palabras le exigieron tragarse su orgullo, y se preguntó por qué le importaba tanto su atolondrado comportamiento.

Webberly observó su rostro. Habló con voz amable y comprensiva.

– Por eso ha tirado la placa, ¿verdad? No por mi culpa, ni por culpa de Stinhurst, ni porque algunos peces gordos le considerasen el hombre apropiado para conseguir lo que se proponían. La ha tirado porque cometió un error. Esta vez perdió la objetividad, ¿no? Persiguió al hombre que no debía. Fantástico. Bienvenido al club, inspector. Ya no es perfecto.

Webberly tomó la placa y jugueteó con ella un momento antes de devolvérsela a Lynley, metiéndola sin más formalidades en el bolsillo de su abrigo.

– Lamento que se viera mezclado en esta lamentable situación -dijo-, pero no puedo prometerle que no se repetirá. Pero si ocurre, estoy seguro de que no necesitará a la sargento Havers para recordarle que es usted más policía que aristócrata. -Volvió a su escritorio y examinó el desorden-. Está de permiso, Lynley. Así que aprovéchelo. No se presente hasta el martes. -Luego levantó la vista y dijo con voz serena-. Aprender a perdonarse a uno mismo forma parte del trabajo, muchacho. Es la única parte que nunca ha logrado dominar.

Oyó el grito apagado cuando subía por la rampa del aparcamiento subterráneo y enderezaba hacia Broadway. Estaba oscureciendo a marchas forzadas. Frenó, miró en dirección a la estación de St. James's Park y vio a Jeremy Vinney entre los peatones, galopando por la acera con los faldones del abrigo aleteando alrededor de sus rodillas como las alas de un pájaro desmañado. Mientras corría, agitaba un cuaderno de espirales. Páginas cubiertas de escritura revoloteaban al viento. Lynley bajó la ventanilla cuando Vinney llegó al coche.

– He escrito la historia de Geoffrey Rintoul -jadeó el periodista, esbozando una sonrisa-. ¡Jesús, qué suerte encontrarle! Necesito que usted haga el papel de informador extraoficial, sólo para corroborarla. Eso es todo.

Lynley vio que empezaba a nevar. Reconoció a un grupo de secretarias que, terminada la jornada, recorrían a buen paso la distancia que separaba el Yard del tren. Sus carcajadas resonaron en el aire.

– No hay historia -dijo.

La expresión de Vinney se transformó. El momento de camaradería se había eclipsado.

– ¡Pero usted ha hablado con Stinhurst! ¡No me diga que no le ha confirmado detalle por detalle el pasado de su hermano! ¿Cómo podría negarlo, con Willingate en las fotos de la encuesta y la obra de Joy que aludía a todo lo demás? ¡No me dirá que consiguió convencerles!

– No hay historia, señor Vinney. Lo siento. -Lynley empezó a subir la ventanilla, pero se detuvo cuando Vinney cerró los dedos sobre el cristal.

– ¡Ella lo deseaba! -suplicó-. Joy deseaba que yo siguiera el rastro de la historia, usted lo sabe. Sabe que por eso fui allí. Deseaba que saliera a la luz toda la historia de los Rintoul.

El caso estaba cerrado. El asesino había sido descubierto, pero Vinney persistía en su indagación inicial. No tenía la menor posibilidad de lograr un triunfo periodístico, porque el gobierno daría al traste con su historia en un abrir y cerrar de ojos. Su lealtad sobrepasaba los límites de la amistad. Lynley se preguntó de nuevo el motivo, qué deuda de honor existía entre Joy Sinclair y Vinney.

– ¡Jer! ¡Jerry! ¡Por el amor de Dios, date prisa! Paulie está esperando y ya sabes que se pondrá muy nervioso si volvemos a llegar tarde.

La segunda voz provenía de la acera opuesta. Delicada, petulante, casi femenina. Lynley buscó su procedencia. Un joven de apenas veinte años estaba de pie en el pasadizo que conducía al interior de la estación. Daba pataditas en el suelo y encogía los hombros para protegerse del frío. Una luz del pasillo iluminaba su rostro. Era dolorosamente bello. Poseía una belleza renacentista, de rasgos, color y forma perfectos. A la mente de Lynley acudió una definición renacentista de dicha belleza, una definición de Marlowe, tan apropiada en este momento como en el siglo XVI: «Más peligrosa que ir en busca del Vellocino de Oro.»

Entonces, por fin, la última pieza del rompecabezas encajó en su sitio. Era tan obvia que Lynley no supo a qué atribuir su despiste. Joy no hablaba de Vinney en su grabación, sino que hablaba con él, recordándose algo que deseaba discutir con su amigo en una futura conversación. Al otro lado de la calle se encontraba el motivo de su preocupación: «¿Por qué me pone tan nerviosa? No es una proposición para toda la vida.»

– ¡Jerry! ¡Jemmy! -llamó la voz de nuevo, zalamera. El chico giró sobre un talón, como un perrito impaciente. Rió cuando su abrigo se hinchó alrededor de su cuerpo como el traje de un payaso.

Lynley enfocó sus ojos de nuevo en el periodista. Vinney desvió la mirada lejos del muchacho, en dirección a Victoria Street.

– ¿No fue Freud quien dijo que nada es casual? -La voz de Vinney sonó resignada-. En el fondo deseaba que lo supiera, para que comprendiera a qué me refería cuando dije que Joy y yo siempre fuimos simplemente amigos. Supongo que se le puede llamar absolución, o tal vez justificación. Ahora ya no importa.

– ¿Ella lo sabía?

– Yo no tenía secretos para ella. Creo que si lo hubiera intentado, no lo habría logrado. -Vinney miró deliberadamente al muchacho. Su expresión se suavizó. Sus labios se curvaron en una sonrisa llena de ternura-. Padecemos la maldición del amor, ¿verdad, inspector? No nos da paz. Lo buscamos incesantemente, de mil maneras diferentes, y si tenemos suerte lo disfrutamos durante un momento estremecedor. Y entonces nos creemos hombres libres, inclusive si cargamos con el peso más espantoso.

– Me atrevería a decir que Joy sí lo ha comprendido.

– Ya lo creo. Fue la única persona en mi vida que lo hizo. -Apartó las manos de la ventanilla-. Así que le debo lo de los Rintoul. Es lo que ella deseaba. El artículo. La verdad.

– Lo que ella deseaba era la venganza, señor Vinney -dijo Lynley, moviendo la cabeza-. Y creo que lo consiguió. En cierta manera.

– ¿Así que éste es el final? ¿Va a permitir que termine de esta manera, inspector? ¿Después del daño que toda esa gente le ha hecho? -Agitó la mano en dirección al edificio que se erguía detrás de ellos.

– Nos hacemos daño a nosotros mismos -replicó Lynley. Se despidió con un movimiento de la cabeza, subió la ventanilla y arrancó.

Más tarde, recordaría el viaje a Skye como una mancha fantasmagórica de paisaje continuamente cambiante, del que apenas era consciente mientras conducía a toda velocidad hacia el norte. Se detuvo sólo para comer, reponer gasolina y, en una ocasión, para descansar unas horas en una fonda situada entre Carlisle y Glasgow. Llegó a Kyle of Lochalsh, un pequeño pueblo frente a la isla de Skye, a última hora de la tarde del día siguiente.