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Entró en el aparcamiento de un hotel del muelle y se quedó mirando el estrecho; su rizada superficie poseía el color de las monedas antiguas. El sol estaba en su ocaso, y el majestuoso pico de Sgurrna Coinnich, que dominaba la isla, parecía cubierto de plata. Al pie, el transbordador se apartó del muelle y comenzó a moverse lentamente hacia tierra firme, cargado sólo con un camión, dos excursionistas que se abrazaban para protegerse del intenso frío, y una figura esbelta y solitaria cuyo suave cabello castaño azotaba su rostro, que estaba alzada, como esperando la bendición, hacia los últimos rayos del sol invernal.

Al ver a Helen, Lynley comprendió que había sido una locura viajar hasta allí. Era la última persona que ella deseaba ver, y él lo sabía. Deseaba la paz que le proporcionaba ese paraje aislado. Pero todo eso perdió importancia a medida que el transbordador se acercaba a tierra firme. Reparó en que los ojos de Helen se fijaban en el Bentley solitario del aparcamiento. Salió del coche, se puso el abrigo y caminó hacia el desembarcadero. El viento soplaba con fuerza, abofeteaba sus mejillas y revolvía su pelo. Probó el salitre del lejano Atlántico Norte.

Cuando el transbordador atracó, el camión se puso en marcha, expulsando una nube de humo maloliente, y rodó hacia la carretera de Invergarry. Los excursionistas, un hombre y una mujer, pasaron por delante de él tomados del brazo y riendo. Se detuvieron para besarse y admirar la costa de Skye, cubierta de nubes cuyo tono gris se teñía de los colores exuberantes del crepúsculo.

El viaje desde Londres había concedido a Lynley largas horas para reflexionar sobre lo que diría a Helen cuando por fin la viera. Sin embargo, cuando bajó del transbordador y se apartó el pelo de las mejillas, no supo qué decir. Lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos, pero sabía que ese derecho le estaba vedado. Caminó a su lado en silencio mientras subían la pendiente que llevaba al hotel.

Entraron. El salón estaba vacío, y los ventanales ofrecían una panorámica de agua, montañas y las nubes teñidas por el ocaso que se cernían sobre la isla. Lady Helen se acercó, quedándose de pie frente a las ventanas. Si bien su postura (la cabeza ligeramente inclinada y los hombros encorvados) denotaba claramente su deseo de soledad, Lynley se sentía incapaz de dejarla sin decir antes lo que le parecía de todo punto necesario. Se colocó a su lado y observó las sombras que aparecían bajo sus ojos, indicios de pesar y fatiga. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si necesitara calor o protección.

– ¿Por qué demonios mató a Gowan? Es lo que me parece más absurdo, Tommy.

Lynley se preguntó por qué había pensado que Helen, de entre todo el mundo, le recibiría con la sarta de recriminaciones que se había ganado tan a pulso. Venía preparado para escucharlas, para admitir la verdad. En la confusión de los últimos días, había conseguido olvidar la básica bondad humana que era el núcleo fundamental del carácter de Helen. Anteponía Gowan a su persona.

– En Westerbrae, David Sydeham declaró que se había dejado los guantes sobre el mostrador de recepción -replicó, observando que Helen bajaba los ojos con aire pensativo; sus negras pestañas destacaban contra la piel cremosa-. Dijo que los había dejado allí cuando Joanna y él llegaron.

– Pero cuando Francesca Gerrard tropezó con Gowan después de la lectura y derramó los licores, Gowan tuvo que limpiar toda la zona de recepción, y vio que los guantes de David Sydeham no aparecían por ninguna parte, ¿verdad? No debió recordarlo en aquel momento.

– Sí, creo que sucedió así. En cualquier caso, Gowan debió comprender lo que eso significaba en cuanto se acordó. El guante que la sargento Havers encontró en el mostrador de recepción al día siguiente, y el que tú encontraste en la bota, sólo pudieron llegar ahí de una forma: los puso el propio Sydeham después de matar a Joy. Creo que eso es lo que Gowan intentó decirme antes de morir. Que no había visto los guantes en el mostrador de recepción. Pero yo… yo pensaba que estaba hablando de Rhys.

Los ojos de Helen se cerraron al oír el nombre, y Lynley comprendió que no esperaba oírlo de sus labios.

– ¿Cómo lo hizo Sydeham?

– Todavía se hallaba en la sala de estar cuando Macaskin y la cocinera de Westerbrae vinieron a preguntarme si la gente podía salir de la biblioteca. Se deslizó en la cocina y tomó el cuchillo.

– ¿Con la casa llena de gente, y sobre todo de policías?

– Los invitados estaban haciendo las maletas, corriendo de un lado para otro. Además, fue cuestión de uno o dos minutos. Después subió a su habitación por la escalera de atrás.

Lynley, de manera inconsciente, levantó la mano y acarició la curva del cabello de Helen hasta tocar su hombro. Ella no se apartó. Lynley sintió que el corazón le latía violentamente.

– Lamento mucho todo lo ocurrido. Tenía que verte al menos para decírtelo. Ella no le miró, como si el esfuerzo lucra excesivo y ella la persona menos capacitada para llevarlo a cabo. Luego, habló en voz baja y clavó los ojos en las distantes ruinas de Caisteal Maol, mientras el sol iluminaba sus muros derruidos por última vez en aquel día.

– Tenías razón, Tommy. Dijiste que intentaba repetir la historia de Simon con un final distinto, y descubrí que era cierto. Sólo que no ha habido un final diferente, ¿verdad? Me he repetido de forma admirable cuando ha llegado la ocasión. Lo único que ha faltado en este espantoso guión es una habitación de hospital, para que yo pudiera marcharme, dejándole allí completamente solo.

No se detectaba ninguna acritud en su tono, pero Lynley no necesitaba captarla para saber que cada palabra estaba impregnada de auto desprecio.

– No -dijo, apesadumbrado.

– Sí. Rhys sabía que hablaba contigo por teléfono. ¿Sucedió hace dos noches? Parece que hayan pasado mil años. Cuando colgué, me preguntó si eras tú. Contesté que no, que era mi padre. Pero él lo sabía. Y se dio cuenta de que habías logrado convencerme de que era un asesino. Lo seguí negando, por supuesto, lo negué todo. Cuando me preguntó si te había dicho que él estaba conmigo, también lo negué. Rhys sabía que yo mentía. Y comprendió que había elegido, justo como él había dicho que haría. -Alzó una mano como si quisiera tocarse la mejilla, pero el esfuerzo pareció de nuevo excesivo y la dejó caer a un costado-. No me hizo falta escuchar al gallo cantar tres veces. Sabía lo que había hecho. A los dos.

Pese a sus deseos de acudir a Skye, Lynley sabía que debía convencer a lady Helen de su culpabilidad en el pecado que ella se atribuía. Al menos, tenía que proporcionarle ese consuelo.

– No fue culpa tuya, Helen. No habrías hecho nada de esto si yo no te hubiera obligado. ¿Qué ibas a pensar cuando te conté lo de Hannah Darrow? ¿Qué ibas a creer? ¿A quién ibas a creer?

– Exactamente. Podía haberme decantado por Rhys, dijeras lo que dijeses. Lo supe entonces y lo sé ahora. En lugar de ello, me decanté por ti. Rhys se dio cuenta y me dejó. ¿Quién podría recriminárselo? Al fin y al cabo, creer que tu amante es un asesino daña irreparablemente una relación. -Se volvió y le miró por fin, tan cerca que él pudo oler el aroma puro y fresco de su pelo-. Hasta Hampstead, creí que Rhys era el asesino.

– Entonces, ¿por qué le avisaste? ¿Lo hiciste para castigarme?

– ¿Avisarle? ¿Eso pensaste? No. Cuando apareció sobre el muro, comprendí al instante que no era Rhys. Yo… he llegado a conocer bien el cuerpo de Rhys. Aquel hombre era demasiado grande. Reaccioné sin pensarlo, horrorizada al darme cuenta de lo que le había hecho, al saber que le había perdido. -Desvió la cabeza hacia la ventana, pero sólo un momento. Siguió hablando, mirando otra vez a Lynley-. Acudí a Westerbrae como su salvadora, la bella y recta mujer que iba a enderezarle. Me consideraba su razón de no volver a beber. Ya ves, en el fondo tenías razón. Se repitió la historia de Simón.