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– Estoy segura de que ha tenido todo lo que se puede comprar con dinero. Es una pena que no se puedan comprar padres, como para que tuviera lo mejor en ese sentido también.

En cuanto dijo aquello, Gina se dio cuenta de que había perdido el control.

– Lo siento -dijo luego-. No debí decir eso.

– No, no lo estropee. Agradezco que me hablen abiertamente. Y supongo que ese pelo de fuego tiene su precio.

– ¡Tonterías!-dijo ella, poniéndose colorada-. Es solo pelo. No significa nada.

– Bueno, no he conocido a ninguna rubia o morena que me haya puesto en mi lugar como usted. Y no es solo pelo. Es una llama, es hermoso. Como le digo, tiene su precio, pero no me importa pagarlo.

– ¿Podemos dejar ese tema?

– Si le molesta que le digan que es hermosa…

– Esto no tiene nada que ver conmigo.

– ¿Qué pasa con su novio, el de los enchufes? ¿No le dice que es hermosa?

– No, dice… -prefirió no seguir.

– ¿Qué dice? -insistió Carson.

– Que soy alguien en quien puede confiar -admitió ella de mala gana.

– ¡Oh! ¡Realmente la vuelve loca! ¿No es verdad?

– Se puede confiar en mí.

– Seguro, pero como palabras amorosas, le falta algo, ¿no le parece?

– Bueno, Dan está muy ocupado en su negocio. En realidad, es un poco como usted.

– No se parece en nada a mí. ¿Está enamorada de él?

– Yo… No lo sé. Conozco a Dan desde hace años. Su madre me enseñó a hablar por señas cuando era pequeña. Él estaba mucho en casa, y nos hicimos amigos. A él no le importó que yo fuera sorda. Él estaba acostumbrado a la gente así.

– Pero, ¿y qué me dice ahora?

– ¿Qué quiere decir?

– Habla de él como si fuera una costumbre.

– Bueno, algunas costumbres pueden ser muy agradables.

– Sí. Pero, ¿no quiere más?

Ella se quedó pensativa. De pronto se dio cuenta de que Carson la estaba mirando.

– Nunca le he pedido mucho a la vida. De ese modo, no te decepciona.

– ¡Eso es una tontería! Es una filosofía para los cobardes. Arriésguese. Decepciónese. Luego recompóngase y siga adelante.

– Ésa es su filosofía. Pero no todo el mundo puede vivir como usted.

– Por supuesto que sí. No hay más limitaciones que las que usted se ponga -de pronto, se dio cuenta de lo que había dicho y agregó-: ¡Dios santo! Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Un poco -sonrió Gina.

– Joey tiene limitaciones que no se ha puesto él. Y usted también. ¿Por qué me ha dejado decir esa bobada?

– ¿Podría haberlo evitado?

– Probablemente, no -sonrió él.

Capítulo 5

No le llevó demasiado tiempo comprobar que Joey era un diablillo, pero su encanto le hacía ganarse el perdón rápidamente. A la noticia de que iban a visitar a la señora Saunders al hospital había reaccionado con una mirada desafiante y una cara de contrariedad.

– Vamos a ir al hospital. ¡Ahora!-le dijo ella firmemente-. ¿Por qué no te gusta?

«Porque yo no le gusto a ella», le contestó el niño. Gina le aseguró que se equivocaba.

– Venga. Cumplamos con nuestro deber.

El niño le hizo una mueca, y ella le hizo otra, y ambos se rieron.

Encontraron a la señora Saunders sentada en una silla. Era una mujer de mediana edad, parecía tener heridas y una actitud beligerante. Miró a Joey con hostilidad. El niño la miró del mismo modo.

– No quiero que me venga con alguna de sus rabietas -dijo la mujer.

– No tiene rabietas… -empezó a decir Gina.

– Eso es lo que usted cree. Chilla y grita…

– Solo lo hace porque no puede hacerse entender. Cuando vuelva…

– No voy a volver. Tengo otro trabajo esperándome, cuando salga de aquí.

– ¿Qué?

– El otro día me tomé el día para ir a una entrevista de trabajo. Al día siguiente me llamaron para otra entrevista. Estaba yendo a la casa cuando tuve el accidente.

– O sea que fue por ello que salió y lo dejó solo -dijo Gina, enfadada.

– Bueno, no podía llevarlo conmigo, ¿no? De todos modos, ahora tengo otro trabajo, y no hay más que hablar.

Por la sonrisa de Joey, Gina dedujo que el niño había entendido la conversación.

No les quedaba más que marcharse.

Gina estuvo pensativa durante todo el día. Estaba armando un plan en su cabeza. Carson llamó para decirle que llegaría tarde, y ella le dijo que no se preocupase.

Cuando Carson llegó aquel día a las diez, se sorprendió al verla en el salón, junto a sus maletas.

– Iba a llevarlas a mi coche.

– No se irá, ¿verdad? -preguntó él alarmado.

– Ahora mismo.

– No puede hacer eso.

– Sí. No sé a qué arreglo llegó con mis jefes, si me despiden, me despiden. Ya he tomado la decisión.

– Gina, solo hasta que la señora Saunders…

– La señora Saunders no va a volver. Tiene otro trabajo.

Carson juró entre dientes.

– De acuerdo. Buscaré a otra persona. Pero hasta entonces…

– Joey no necesita a nadie más. Necesita a su padre. Usted es su padre. Yo, no. Ni la señora Saunders. Ni la persona que contrate, sino usted.

– Yo tengo que atender mis negocios…

– Los negocios son una excusa para no estar a solas con él.

– Porque sé que no le sirvo de nada.

– Bueno, eso puede cambiar, ¿no?

– ¿Cómo?

– Puede aprender el lenguaje de las señas, para empezar, para que se puedan comunicar. Tendría que haberlo hecho hace tiempo.

– ¿Y cree que tengo tiempo?

– Me decepciona, Carson. Pensé que era un hombre sincero, con los demás y con usted mismo.

– ¿Me está diciendo que no lo soy?

– ¿Por qué no admite la verdadera razón de no haber aprendido el lenguaje de los señas?

– Está segura de saber el motivo, ¿verdad?

– ¿Me pregunta eso, sabiendo cuál es mi pasado?

– De acuerdo. Dígamelo.

– Porque no puede enfrentarse a la verdad. Aprender el lenguaje de los sordos habría sido como admitir que su hijo es sordo. Probablemente haya decidido no admitirlo hace mucho tiempo.

– Es posible -dijo él con la boca pequeña.

– Pero Joey no puede olvidar ese hecho, como usted. Para él es un hecho cierto cada minuto y cada momento del día y de la noche. No tiene escapatoria. Está atrapado en una jaula, y todo su dinero y su éxito no pueden abrir la puerta y sacarlo. Solo le queda entrar a usted con él en ese mundo, y tal vez ayudarlo a encontrar parte del camino de salida. Si no quiere hacer eso, yo me iré.

Se miraron.

– Esto es un chantaje.

– Sí, lo es.

– Déme un poco de tiempo…

– El momento es ahora. Mis condiciones son sencillas. Quiero la promesa de varias cosas. Joey tiene seis semanas de vacaciones de verano todavía. Usted tiene que aprovechar ese tiempo. Aprenda el lenguaje de los sordos, y hable con él. Y escúchelo. Es un niño muy interesante. Además tiene que salir del trabajo más temprano, no volver a llegar a las diez. Si tiene reuniones, las interrumpe. Tómese una semana de vacaciones, por lo menos para irse de vacaciones con él a algún sitio. Quiero su palabra. Si no la tengo, me iré ahora mismo. Y cuando Joey se levante mañana, puede explicarle mi ausencia como quiera.

– ¿Y qué significaría eso para él? Pensé que quería ayudarlo.

– Lo estoy ayudando del modo que me parece mejor. ¿Me da su palabra o recojo mi abrigo?

Hubo un silencio.

– Me advirtió que era dura.

– Tengo que serlo. Descubrirá que Joey también lo es, por la misma razón.

– Ya veo de qué lado está.

– Carson, veo que el pequeño afronta los problemas de minusvalía con coraje y humor. Y veo a su padre que esconde la cabeza. ¿De qué lado cree que me puedo poner?

– Si le hago esas promesas, quiero una a cambio.