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– Me he dejado la cartera, será mejor que la vaya a buscar antes de que salgamos.

Carson se dio prisa en subir, recogió su cartera y se dispuso a bajar nuevamente. Pero al pasar por la habitación de Joey oyó un ruido suave que le extrañó. Frunció el ceño y abrió la puerta. La luz estaba apagada y Joey estaba bajo las mantas, haciendo ruido y moviéndose agitadamente. Había algo de desesperación en aquella actitud.

Tocó a su hijo y lo agitó. Pero Joey parecía no poder despertarse de una pesadilla. Gemía fuertemente pero tenía los ojos cerrados. Carson lo agitó otra vez, y entonces él niño tembló y abrió los ojos.

Pero en lugar de centrar la mirada en su padre, miró a la distancia. Tenía el pecho estremecido y por sus mejillas resbalaban unas lágrimas.

Carson sintió pena. Aquel era su hijo, angustiado, y él no podía ayudarlo. Encendió la luz de la mesilla para que Joey pudiera verlo y sujetó al niño fuertemente para captar su atención. Al final, aliviado, vio que el niño lo miraba.

– Joey -le dijo lenta y claramente-. Tranquilo… Ya ha terminado. Era una pesadilla… Ya ha terminado…

Si Gina hubiera estado allí, habría sabido qué hacer. Pero no estaba. Solo estaba él para consolarlo, y le estaba fallando, como siempre. Lleno de pena e impotencia, abrazó a su hijo.

– Ya pasó… Ya pasó… -dijo Carson.

Sintió los dedos del niño en su cuello.

– Estoy aquí, contigo -dijo Carson nuevamente-. Ya pasó. Papá está contigo… Papá está contigo.

No sabía si su hijo comprendía sus palabras, pero siguió diciéndole palabras de consuelo. Y, finalmente el niño se fue relajando.

Carson miró después de un rato. Su hijo se había dormido en sus brazos, confiado, a salvo de sus fantasmas. Carson observó la cara del niño. Le despertó sentimientos intensos que hacía tiempo no experimentaba, pero que estaban allí: un amor intenso por su hijo, que la barrera del miedo y de la incomprensión habían frenado.

Oyó un ruido suave en la puerta y vio a Gina. Cuando esta vio a padre e hijo se quedó quieta. Respiró profundamente al ver la expresión en la cara de Carson. Aquel era el verdadero Carson, un hombre que amaba profundamente a su hijo.

Ella había estado a punto de rechazarlo, pero habría rechazado todo lo bueno que podía ofrecerle la vida. Su matrimonio tal vez no colmase sus expectativas podría ser una tristeza, pero ella amaba a aquel hombre vulnerable, y no podía apartarse de él.

Gina lo tocó suavemente en el hombro y esperó a que la mirase.

– Me casaré contigo -dijo.

Aquella noche durmió en la habitación de Carson, para que este pudiera estar con su hijo. A la mañana siguiente, golpeó la puerta de su habitación, porque tenía algo importante que decirles.

– ¿Está despierto Joey?

– Sí.

– ¿Te ha contado lo que le ha pasado anoche?

– Ni siquiera recuerda que ha tenido una pesadilla.

– Entonces, debes de haberlo tranquilizado totalmente. Carson, ¿le has contado lo nuestro?

– No. Quería que estuvieras tú también para verle la cara.

– No se lo quiero contar todavía. Esperemos hasta que pueda tener el implante.

– Quizás tengas razón.

Era la última mañana de vacaciones; por la tarde emprenderían el viaje de vuelta a casa. Decidieron hacer una última visita a la feria, y allí sucedió un penoso incidente. Pero Gina pensó que, visto de otro modo, había sido una especie de triunfo para Joey.

Joey se había quedado absorto, pescando patos de plástico. Allí había otro niño de su misma edad aproximadamente, y, enseguida, se pusieron a relacionarse.

Los padres del niño sonrieron.

Pero sus sonrisas se desvanecieron cuando los oyeron hablar. Joey se animó a decir algunas palabras, que el niño pareció comprender. Pero sus padres parecían sentirse incómodos. La madre del niño fue hacia ellos, agarró al niño y le dijo:

– Ven, cariño. Tenemos que marcharnos ya.

– Mmm… -el niño intentó presentarles a su nuevo amigo.

– Este es Joey…

– Sí, cariño, pero nos tenemos que ir.

– Pero Mmmm…

– ¡Ven!-le gritó la madre-. Déjalo tranquilo, cariño. No es como los otros niños.

Había hablado lentamente y con énfasis, y Joey le había seguido el movimiento de los labios. Gina se apenó al ver su expresión.

Carson también había visto la escena y había notado la tristeza de su hijo. Entonces, sin pensarlo dos veces encaró a la mujer, conteniendo apenas su rabia.

– Tiene razón, señora. Mi hijo no es como los otros niños. Es más inteligente, más valiente, y tiene más agallas que mucha gente.

Era un placer ver cómo iba cambiando la expresión de Joey al ver a su padre defendiéndolo.

Carson lo rodeó con su brazo.

La pareja se llevó a su hijo. Carson y Joey se miraron.

– ¿Estás bien, hijo?

Joey asintió y dio la mano a su padre confiado. Se lo veía feliz, y su alegría lo acompañó durante todo el viaje a su casa.

Capítulo 11

El día en que a Joey le iban a probar el implante, Carson lo llevó al hospital. Joey se sentó en el asiento de atrás, con Gina.

Ella le explicó que ese día no verían a un médico sino a un especialista llamado audiólogo y a una terapeuta del habla.

Cuando entraron al edificio, Joey tenía el aspecto de un adulto que había comprendido perfectamente lo que le iban a hacer.

Gina tuvo miedo de que la prueba de sonido angustiase al niño, pero Joey estaba tan deseoso de oír, que no se quejó.

Cuando el audiólogo terminó dijo:

– Ahora, veamos qué pasa -dijo el médico, e hizo la prueba.

No pasó nada.

Joey miró alrededor como preguntando qué iba a pasar. Gina cerró los ojos, rogando que pasara algo. Carson se puso pálido. Se dio la vuelta y fue hacia la ventana que estaba detrás de su hijo. Cuando volvió a mirar, Joey estaba sentado con la cabeza gacha, como si estuviera derrotado totalmente.

– ¡Dios mío!-exclamó, desesperado-. ¡Oh, Dios!

Joey se giró abruptamente para mirar a su padre.

– Carson -dijo Gina entre lágrimas-. ¡Te ha escuchado!

– ¿Me has escuchado? -Carson se dio la vuelta y agachó al lado de Joey-. ¿Me has oído?

– No te comprende -protestó Gina-. No está acostumbrado al sonido de las palabras.

Carson tomó la cara de Joey entre sus manos y lo miró fijamente:

– Joey… Joey.

– Aahh… -dijo el niño. Y, de pronto, una luz se encendió en su cara. Acababa de oír su propia voz.

– Joey -repitió Carson, prácticamente incapaz de creer el milagro.

– ¡Lo ha conseguido! ¡Puede oír!-gritó Carson triunfante.

El audiólogo sonrió con cautela.

– Ahora empieza el verdadero trabajo -dijo-. El proyecto llevará tiempo y trabajo.

– ¿El proyecto? -repitió Carson.

– El proyecto para programar el aparato para que Joey consiga los mejores resultados. Los niveles y la sintonización varían de una persona a otra. Tendrá que traerlo todas las semanas, y luego cada dos semanas. Después, una vez al mes, y luego cada dos meses, cada tres, cada seis… Una vez al año. Cada vez que venga, adaptaremos el sonido a sus necesidades, partiendo de lo que él haya experimentado.

El especialista y Joey se pusieron a trabajar, probando ruidos, ajustando constantemente la sintonía hasta que encontraron el nivel de ruido en el que Joey se encontraba cómodo.

Después de un rato Gina miró alrededor y se dio cuenta de que Carson no estaba allí. Salió al corredor y lo encontró allí. Parecía abatido, en lugar de esperanzado. Pero ahora ella ya lo conocía, y sabía que estaba experimentando una violenta emoción.

Gina se acercó y lo tocó. Luego lo rodeó con sus brazos. Carson lloró como un niño abrazado a ella en el corredor. Se quedaron así un rato.

Gina hizo la tarta de cumpleaños de Joey con mucho amor. Le puso ocho velas en el centro.