Cuando Joey salió de la ducha se puso el albornoz que ella le ofreció. Emitió un sonido que quería decir «Gracias».
Gina lo acostó y le preguntó por señas si quería leer. El niño agitó la cabeza y le sonrió. Parecía relajado y contento, muy diferente del niño que había conocido aquella tarde.
Gina le dio un beso de buenas noches.
– ¿Está listo para irse a la cama? -preguntó Carson desde la puerta.
– Está esperando que entre su papá y le diga buenas noches.
Ella se quedó atrás para que padre e hijo se pudieran dar un abrazo, pero Carson solo dijo torpemente:
– Buenas noches, hijo.
Joey intentó decir las palabras, y lo dijo bastante bien, pero Gina se dio cuenta de la tensión de Carson.
– Buenas noches, Joey -le dijo ella.
Estaba por darse la vuelta para marcharse, pero Joey la detuvo sujetándole el brazo. Gina se sentó en la cama. El niño hizo una seña con una sonrisa tímida.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Carson.
– Ha dicho que le gusto.
Gina hizo el mismo gesto al niño.
De pronto, Joey le echó los brazos al cuello, con desesperación y ansias. Ella lo abrazó también. El niño tardó en soltarse.
Ella se sintió partida en dos. Quería quedarse y hacer lo que pudiera por Joey. Pero también deseaba alejarse de aquella casa que le hacía recordar tanto dolor.
– Gracias -dijo Carson-. Lo que ha hecho significa mucho para él. ¿Cuándo volverá?
– ¿Es buena idea que vuelva?
– No comprendo. Usted me ha dado lecciones acerca de lo que necesita Joey, y usted puede ayudarlo más que yo.
– Pero no soy su padre… ni su madre. Es usted quien tiene que ocuparse de él.
– De acuerdo -dijo él después de una pausa.
Abajo, Dan parecía dispuesto a quedarse conversando, pero Carson lo evitó, disculpándose por entretenerla hasta tan tarde. Dan se puso de pie, reacio.
– Buenas noches, señorita Tennison -dijo Carson formalmente-. Pensaré en lo que me ha dicho.
En el coche Dan estaba eufórico.
– Si podemos venderle nuestros enchufes a Ingenieros Page, me ganaría un tanto. Creí que nunca podría conocerlo.
– Lamento haberte dejado colgado, pero ese pequeño…
– Le he contado lo de los enchufes y pareció interesado. Quiere que lo llame a la oficina y que le lleve los detalles, y me ha dado la impresión de que estaba muy interesado.
– Me alegro mucho por ti, Dan.
– Bueno, en parte te lo debo a ti -le dijo generosamente-. Bien hecho, cariño. ¿Sabes? Esa es una de las cosas buenas de ti. Siempre se puede confiar en ti.
– Gracias. Es bueno saberlo -dijo ella.
Era un piropo. Pero entonces ella recordó las palabras de Carson: «¿Un ratoncito marrón? ¿Con ese pelo rojizo encendido?».
No había querido decirle un piropo.
Rechazó la invitación de Dan de tomar una copa.
De pronto, se sintió muy cansada después de un día tan lleno de emociones.
Dan la dejó en su piso y se marcho en su coche, con la cabeza llena de enchufes y tratos comerciales.
Antes de irse a la cama esa noche, Gina se echó el pelo hacia adelante y se miró al espejo durante un rato. Respiró profundamente.
Era rojizo encendido.
Y no se había dado cuenta antes.
Capítulo 4
– La posición es difícil, realmente -dijo George Wainright-. Es una pena que Philip te haya tomado manía.
Estaban en la oficina de George a la mañana siguiente. Como había temido Gina, ya le habían llegado noticias del incidente del día anterior, adornado con el desagrado de Philip.
– Afortunadamente, el señor Page ha escrito una carta halagándote -siguió George-. Llegó en mano esta mañana, y será útil, ciertamente. Pero no podemos dejar que pierdas el control con los clientes.
George Wainright era un hombre mayor que tenía aspecto de abuelito, pero Gina sabía que era duro, y a veces hasta implacable.
– De todos modos, lo vamos a dejar así, de momento -dijo-. Sigue haciendo un excelente trabajo, y pronto quedará olvidado.
A medida que pasaba el día, Gina sentía esperanzas de que todo fuera bien. El encuentro con Joey había sido una experiencia muy fuerte para ella, pero con calma y tiempo volvería a centrarse.
A media tarde la llamó la recepcionista para decirle que tenía una visita. Por el tono de la mujer, supo quién era el visitante.
Nerviosa, fue a la recepción. Allí estaba Joey, con aspecto de nerviosismo pero firme.
Gina lo llevó a su oficina y le preguntó:
– ¿Qué estás haciendo aquí?
El niño le contestó con señas que quería verla.
– ¿Ha venido alguien contigo?
Le contestó que no, que solo quería que estuviera ella.
– ¿Ha ocurrido algo?
El niño no contestó y se quedó mirando el suelo. Gina se sintió alarmada y llamó a Ingenieros Page.
Una barrera de ayudantes y secretarias frenaron su acceso a Carson Page, hasta que ella les dijo:
– Dígales que soy la señorita Tennison, y que se trata de su hijo.
Eso fue algo mágico.
La voz de Carson la sobresaltó. Se había olvidado de que era tan profunda y atractiva.
– Señor Page. Joey está aquí. Ha venido solo a mi oficina, y está mal por algo.
– ¿Solo? ¿Dónde está la señora Saunders?
– Espere, se lo preguntaré.
Le deletreó el nombre cuidadosamente, y Joey hizo una seña que la sorprendió tanto que le hizo repetirla.
– Carson, dice que se ha marchado.
– ¿Y lo ha dejado solo en la casa?
Más señas y ella contestó:
– Dice que sí.
Carson juró.
– ¿Puede venir a buscarlo? -preguntó ella-. Está alterado y necesita que lo tranquilicen.
– Estoy en una reunión urgente. Además, yo no soy quien quiere que esté con él. Ha ido a verla a usted, no a mí.
– Pero usted es su padre. Antepóngalo a todo, ¡por el amor de Dios!
– Déme cinco minutos. La llamaré enseguida -dijo él bruscamente.
Cuando colgó vio que Joey la miraba. Sabía que había estado hablando con su padre, y sabía cuál había sido la respuesta.
Su expresión no era triste, sino más bien quería decir que era lo que esperaba.
Gina le ofreció algo de comer y conversaron. El niño le contó que la señora Saunders se había ido tarde aquella mañana y que le había dicho que volvería pronto, pero que después de tres horas no había vuelto.
Sintiéndose abandonado, había recurrido a la única persona con la que se sentía a salvo.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
El niño le dijo que había anotado su dirección en un papel y que había caminado hasta la estación de metro. Allí había una parada de taxis.
Tenía ocho años, era vulnerable, se había sentido abandonado. Había estado caminando solo.
Finalmente, Carson la llamó.
– Me temo que tendré que abusar de su amabilidad un rato más. ¿Podría llevar a Joey a casa, por favor, y quedarse allí hasta que llegue yo? Ya lo he aclarado con su jefe. ¿Le han entregado el coche ya?
– Sí. Pero, ¿cómo entro en su casa?
– Hay una llave debajo del arbusto del porche. Joey sabe dónde está. Estaré allí en cuanto pueda. Gracias por hacer esto por mí.
– No me ha dado opor…
Pero Carson había colgado.
George Wainright apareció en su oficina.
– Bueno, está bien. Philip y yo hemos acordado que lo mejor es dejarte libre el tiempo que te haga falta.
– Quieres decir que Carson Page ha presionado para que me dejen en libertad el tiempo que él me necesite -dijo Gina.
– Bueno, en cierto modo, sí, lo admito. Pero si tú lo mantienes tranquilo, toda la empresa se beneficia.
A Gina no le quedó más opción que ir con Joey. Como otras veces, el chico se serenó en su compañía y estuvo contento.
Salieron al aparcamiento y recogieron su «cacahuete». El niño abrió los ojos y se reprimió la risa.