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Juan José Saer

Palo y hueso

(1961)

Por la vuelta

A hala

Resulta en realidad difícil soportar el crepúsculo. El día empieza a descender con lentitud, con una minuciosa aplicación que exaspera. Yo no puedo resistir el encierro a una hora determinada, en especial cuando está próximo el verano. Así que salgo de mi casa. A mucha gente le sucede lo mismo: eso explica la presencia de la muchedumbre en las calles, en los bares, en las estaciones, entre las seis y las ocho de la tarde, todos los días, hasta que llega por fin la noche. Los domingos la cosa se vuelve horrible.

Estábamos con Barra en el centro, frente a la vidriera de una librería, un jueves, para noviembre del año pasado, un poco después de las siete. La calle estaba llena de gente. Barra la tenía con tocarse el bigote a cada momento, sin hablar, la nariz pegada al vidrio, mirando un cuaderno francés de reproducciones de Fra Angélico, en cuya portada se exhibía un detalle lleno de unos celestes quietos y plácidos y unos ásperos dorados. Yo miraba pasar la gente, una manera entretenida de matar el tiempo. En una de ésas Barra se da vuelta y me dice:

– Pancho está de regreso en la ciudad, ¿no sabías?

– No sabía -le digo.

– Con muchísima plata en el bolsillo -me dice Barra-. Mucho más mejorado.

– Supongo que querrá salir una de estas noches -le digo.

Barra adopta de nuevo su aire distraído, vuelve a pegar la nariz al vidrio observando el cuaderno con las costosas y cálidas reproducciones de Fra Angélico, y me dice:

– Supongo que sí -como si él no tuviera nada que ver con la cosa.

Entonces se le ocurre algo de repente, porque se da vuelta y me dice:

– Podemos ir a buscarlo a su casa.

– ¿Estará? -digo yo.

Barra adopta entonces la expresión de quien se encuentra realizando cálculos mentales.

– Creo que sí -dice con cierta duda.

Pancho se había tomado una temporada de descanso a base de insulina, electroshocks y psicoanálisis en un sanatorio para enfermos nerviosos, en Buenos Aires. Había estado adentro cosa de cuatro meses. Reconozco que no me habría gustado en absoluto encontrarme en el lugar del médico. Pancho conoce Freud y familia bastante bien, de manera que está al tanto de todos los trucos de que se vale la psiquiatría para hacer tirar un par de meses más al enfermo y sacarle un poco de dinero antes de internarlo definitivamente en un manicomio. A mi modo de ver, internarse temporariamente es una especie de broma pesada que Pancho se hace a sí mismo, y ya lo ha hecho tres veces, una por año. Por lo menos desde un mes antes de que parta para el sanatorio, Tomatis, Barra y yo ya estamos al tanto de que por un par de meses Pancho va a faltar de entre nosotros. Empieza por adquirir cualquier manía chocante. La última vez, por ejemplo, y entre otras cosas, se empecinaba en no ceder el paso en el tranvía a su compañero de asiento cuando éste se disponía a bajar. Se hacía pedir permiso tres o cuatro veces antes de correrse ligeramente hacia el pasillo, tan ligeramente que el pasajero tenía que pasar la mayoría de las veces por encima de sus rodillas. Otra de sus manías consistía en tomar un café, pagar con cien pesos, y dejar el vuelto de propina. Lo terrible del asunto era que ningún mozo se sentía capaz de aceptarle semejante propina, actitud que enfurecía a Pancho de un modo indecible. En esa época quería ser tomado a toda costa por un caballero. Sostenía que uno debía hacer un esfuerzo para no volver la cabeza cuando oía un chistido en la calle, porque esa indiferencia era propia de un caballero, y una vez que Barra comentó en forma distraída que un caballero de verdad no necesita hacer ningún esfuerzo para no darse vuelta porque un caballero de verdad no oye sencillamente el chistido, Pancho lo desmayó de un golpe en la cara. Esto nos llamó la atención a todos porque Pancho no es un tipo violento, sino todo lo contrario: fue siempre de modales tímidos y dulces, y hasta melancólicos. Cuando sus tratamientos le dejan algún tiempo libre, Pancho enseña literatura argentina en el Colegio Nacional.

– Aquí me tienen -nos dice después, otra vez en el centro, los tres, antes de cenar, sentados frente a rubios "Claritos" en el bar de la galería-. Han hecho de mi esquizofrenia una neurosis compulsiva. El médico me aplicaba todos los días inyecciones de objetivación axiológica.

– Estás mucho más gordo -digo yo.

– De veras -dice Pancho.

– Bueno -dice Barra-. Ahora antes de pegarme Tenés la obligación de considerar que por el peso no pertenecemos a la misma categoría.

– Lo tendré en cuenta -dice Pancho, tomando un trago de su "Clarito". Se quedó durante un momento pensativo, diciendo en seguida:- ¿Qué pasó al fin de cuentas con el contrabandista desaparecido?

– Pero eso es una historia vieja -dice Barra.

– Eso fue el verano pasado, Pancho -digo yo.

– ¿El verano pasado? -dice Pancho-. ¿Tanto?

– Tanto, efectivamente -dice Barra-. Quien lo mató no se sabe; se sabe que la mujer lo quemó. Ella misma confesó. Después se suicidó.

Pancho me mira sonriendo, sin atender a Barra.

– Dios mío -dice-. ¡Cómo me voy a aburrir la semana que viene!

– La mujer era camarera en el "Copacabana" -digo yo-. Le echó nafta al cadáver y en seguida un fósforo. Dijo que para ocultarlo de la policía porque la habían amenazado. No dijo quién. Se cortó las venas en la correccional.

– ¿Allá en el sur? -dice Pancho.

– Sí -digo yo-. Me parece que sí. Parece que fue para no batir.

– ¿Y que tal estaba? -dice Pancho.

– Yo la vi un par de veces en el "Copacabana" -digo yo-. Tenía sus años.

– No me explico esa contradicción entre la lealtad y el suicidio.

Entonces Barra se pone de pie en ese momento. Se despereza, tocándose después los bigotes, y dice:

– Voy al baño.

Se alejó caminando lentamente entre las mesas.

– Me parece que está un poco resentido conmigo -me dice Pancho entonces, aproximándoseme a través de la mesa de hierro pintada de rojo.

– No, qué va a estar -le digo.

– Me parece que sí -dice Pancho-. Como si se sintiera molesto de andar con nosotros.

– Hace un par de meses que está así -le digo-. Tiene problemas con la mujer. No es un muchacho rencoroso.

– Sin embargo lo encuentro algo tenso -dice Pancho.

– Ideas tuyas -le digo-. Barra es un buen muchacho. Ese golpe tuyo fue un hecho inexplicable.

– Horacio -dice Pancho- ¿por qué no nos vamos a Córdoba una temporada?

Me parece que lo miré con alguna desconfianza.

– ¿Quiénes? ¿Con qué elemento?

– Tengo más de veinte mil pesos guardados. Mi sueldo de cuatro meses -dice Pancho echándose sobre el respaldar de la silla y estirando las piernas por debajo de la mesa.

– Habría que pensarlo -le digo.

Ya habíamos hecho juntos un veraneo en Capilla del Monte, un par de años antes. Habíamos ido a quedarnos diez días, gastando a cuenta de una retroactividad que Pancho cobraría unos meses después. Llegamos un domingo a la noche. El lunes lo pasamos durmiendo hasta el mediodía. De tarde, después del almuerzo, dice Pancho: "Creo que no voy a soportar el aire de las sierras". "¿Podrías hacerme el favor de alcanzarme esas cañas de pescar?" -le digo yo. Pancho se tiró entonces en la cama murmurando: "Tengo ganas de estar en la ciudad. Me revienta el aire de las sierras". A los diez minutos roncaba. Yo me fui de pesca a un arroyo bellísimo, en las afueras de la ciudad. Cuando volví a la noche, bastante tarde, Pancho dormía todavía. Enciendo la luz de la habitación y él se despierta, mira con los ojos entrecerrados a su alrededor, se rasca la cabeza y me dice: "¿Todavía estamos en Capilla? ¿No nos van a fusilar de una vez por todas?" Entonces yo me desvestí y me eché de un salto en la cama. Estaba rendido, no le contesté una palabra. Él se incorporó, se levantó, fue al baño, regresó trayendo un vaso de agua y se sentó en el borde de la cama, con aire pensativo. Por ahí suspira y me dice: "Extraño la ciudad". "Sí, claro, sin duda", le digo yo. "¿Apago la luz?" Pancho no dijo una palabra: se tumbó de espaldas y al minuto roncaba fuertemente, emitiendo unos silbidos raros, rítmicos y largos. A la mañana siguiente sentí que me sacudían con suavidad: "Barco, Barco", me dice Pancho. Me desperté en seguida. Pancho estaba completamente vestido. Su valija cerrada se hallaba sobre la cama.

– Me voy -dice-. Me vuelvo a la ciudad.

Debo haberlo mirado con una cara demasiado rara, porque Pancho agregó: "Sobre la mesa de luz hay mil pesos para que los gastes la semana que viene". Salté de la cama, me vestí, y me vine con él de regreso a la ciudad.

– Tengo exámenes la semana que viene -dice Pancho-. Tendría que ser antes de Navidad.

– Oh, Navidad, Navidad -digo yo.

Entonces Pancho se bebe otro sorbo de su "Clarito" y dice:

– ¿Y cómo se suicidó?

– Se cortó las venas -le digo.

– No es buen método -dice Pancho.

Hizo silencio.

– Lo mejor es un tiro en la sien, para eliminar inmediatamente el pensamiento -concluye diciendo con un suspiro.

– No es el pensamiento -digo yo, medio en broma, medio en serio-. Es el recuerdo.

– Ahora -dice entonces Pancho, quedándose un momento pensativo antes de continuar, tocándose repetidamente la frente con la yema de los dedos- lo que yo no entiendo es: ¿por qué se suicidó antes que denunciar a los asesinos de su propio marido?

– Qué sé yo -le digo-. Lo más probable es que haya querido negar el asesinato apropiándose del finado.

– ¿Era camarera en el "Copacabana"? -dice Pancho-. ¿Era una morocha, bajita, media viriloide?