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– Claro que no -dice Tomatis, con alguna dulzura-. ¿Nos vemos mañana?

– Por supuesto -dice Pancho-. Al medio día, en la galería.

– De acuerdo -digo yo.

Pancho se halla junto a la puerta, pero no hace ademán de sacar la llave del bolsillo; está parado, mirándonos, sin decir nada, y de pronto mueve la cabeza y mira el suelo.

– Bueno -digo yo, después de un momento de silencio.

– Es el pasillo -dice Pancho de pronto, ahora con los ojos fijos en la punta de sus zapatos, tartamudeando levemente-. Es el pasillo, o el living, o la cama. No sé bien.

Tomatis saca un cigarrillo de su paquete y se guarda el paquete sin convidar.

– Dame fuego -dice. Le alcanzo el encendedor dorado. Pancho continúa inmóvil.

– No sé bien -dice, tartamudeando levemente. Su voz resuena arrastrada y pesada. No hace ademán de moverse.

Tomatis enciende el cigarrillo. Su rostro se ilumina a la oleosa y brillante luz de la llama; su rostro alerta y absorto al mismo tiempo.

– Bueno, hasta mañana, Pancho -dice con voz decidida, alcanzándome el encendedor. Pancho no responde: permanece inmóvil, mirándose la punta de los zapatos.

– ¿Mañana en la galería entonces, Pancho? -digo yo.

Pancho continúa sin responder. Miro entonces a Tomatis: éste se halla abstraído, mirando con minuciosa atención la brasa de su cigarrillo.

– Bueno, está bien, es lo mismo -digo, con voz tranquila.

Pancho alza la cabeza y mira el cielo, y permanece con la cabeza alzada, como probando la calidad del aire. En la claridad de la noche los rasgos de su rostro resaltan obstinados, como hechos de un áspero granito de un tono verde, y sus ojos brillan vivaces.

– Vamos -dice Tomatis, después de un breve silencio.

Comenzamos a caminar. Antes de doblar la esquina me volví: la confusa figura de Pancho continuaba encogida e inmóvil junto a la puerta de su casa. Tomatis recitó gravemente dos estrofas del "Cántico Espiritual". Al hacerlo extendió hacia adelante el brazo con un gesto delicado, y señalaba lentamente a su alrededor. Su voz, aunque suave y lenta, bien modulada, tratando de ser natural, dejaba entrever una especie de temblor, un sedimento de amargura.

– Imposible ir al campo este fin de semana -dijo después.

– De todos modos -respondí- nos vemos mañana en la galería.

– Estoy terriblemente fatigado -dijo Tomatis-. Estoy cansado, viejo.

Nos detuvimos en la esquina de mi casa. Le di unas palmaditas en el hombro. -Nos vemos mañana en la galería -sonreí.

– Hasta mañana -dijo Tomatis. Siguió su camino y yo empecé a andar hacia mi casa. Tomatis comenzó a silbar fuertemente, mientras se alejaba. Me detuve, me volví: su lenta figura se alejaba en la penumbra de la calle, su blanco pantalón era un manchón relumbrante en la tenue obscuridad.

– Carlitos -le grité. Él se detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¿Vas a tu casa? -le dije.

– Sí -respondió-. Sí, claro. ¿Por?

– No -dije yo-. Por nada. Anda a tu casa.

– Sí, hombre -respondió Tomatis, riéndose-. No hay otro remedio. Claro que sí. Hasta mañana.

Respondí en voz muy baja; él no me oyó. Puse la llave en la cerradura y abrí la puerta de mi casa. Es que de pronto, súbitamente, de un modo obsceno y malsano, yo había pensado que… Pero, al diablo, son las diez y media de la noche. Carlos me espera con Vera e Ivonne para ir a tomar juntos una copa. Veremos qué pasa. El futuro es tramposo como una vampiresa: deja entrever siempre mucho más de lo que está dispuesto a dar. Eso es lo que lo hace tentador en tan gran medida. No, no; no alarmarse. No diré una palabra más. Yo también he pensado que ya es hora de cerrar por esta vez el cuaderno.

1961

Palo y hueso

Esto fue contado en un pueblo de la costa. Estábamos de paso, sentados alrededor de una mesa en la vereda del hotel, y era el final del crepúsculo: era el verano pesado y lento, junto al río hinchándose para reventar en marzo y anegar el incesante y cambiante litoral desde Misiones hasta el Plata. Los dos de la ciudad, enloquecidos por los mosquitos, tomábamos vermouth, comiendo queso y salame, y el dueño del hotel que era también el dueño del cine y de la tienda más importante del pueblo, y el principal acopiador de pieles de la zona, que había invitado, un hombre muy alto de ojos saltones y húmedos, un gigantón algo flácido y crédulo de treinta y cinco años, habló largamente hasta que fue la noche y pasamos al comedor, y él se olvidó del asunto para dedicarse a hablar de la cosecha del arroz y del aumento de las mercaderías. Así que, mientras los mosquitos zumbaban, y todo el crepúsculo espeso y gradual zumbaba entre los árboles increíbles, entre la grave y cargada vegetación y la arena cambiante y pesada, y los gritos, quejidos y silencios prenocturnos, comenzados a oír poco a poco después de ese momento de la tarde inmóvil en que no hay luz, ni obscuridad, ni gritos, ni nada, ni se ve ni se oye nada, supimos cómo el viejo Arce compró en doscientos pesos a Rosita Rolan al propio padre de ella, Cándido Rolan, unos años atrás, en la vereda misma del hotel, llevándosela después para su casa. Supimos, asimismo, que el viejo Arce tenía en ese entonces sesenta y siete años, Rosita quince, y el menor de los hijos del viejo, Domingo, que era el último de los diez que había tenido el viejo con dos mujeres que se habían ido del pueblo o muerto, y era el único que quedaba con él en el rancho, tenía diecinueve años. Así que trasmitimos tanto lo escuchado como lo supuesto y lo dedicamos a Milton Roberts.

1

Echado en el catre (era de noche), Domingo oía la voz incesante del viejo Arce aproximándose al rancho. Estaba en la penumbra. Acababa de anochecer. A unos cincuenta metros de allí el agua del San Javier venía a morir en la costa, al parecer con un murmullo rítmico y largo.

Por la voz, Domingo supo que el viejo había estado tomando en el hotel y ahora venía con alguien, ya que hablaba sin cesar explicándole alguna cosa a la otra persona que parecía seguirlo en silencio. También por las vacilaciones y los cambios de voz, Domingo adivinaba con exactitud en qué punto cercano a la casa se hallaba su padre, si tropezaba o se tambaleaba, o si se volvía para mirar a la otra persona, imaginando la encogida figura del viejo Arce, con el sombrero de paja, los pantalones y la camisa rotosos, descoloridos y sucios, caminando delante de su silencioso acompañante. No entendía las palabras; oía sólo la voz rápida, exasperada y chillona, dificultosa a veces y entonces Domingo pensaba viendo "ahora salta el zanjón," "ahora cruza el alambrado," "ahora se ríe de lo que acaba de decir y mira al de atrás por un momento"; echado en el camastro, en la penumbra del cuarto en el que se colaba por el ventanuco rectangular abierto sobre la pared de adobe un complicado motivo blanco y negro que la claridad ultralunar proyectaba a través de la fronda de los árboles y que iba a reproducirse inmóvil, como dibujado, como una muestra de tejido arcaico con un marco oblongo expuesto sobre la cortina negra de un museo, un poco más allá del camastro, sobre el piso.

Había estado trabajando en la arrocera hasta las seis, regresando y echándose en su camastro permaneciendo despierto y pensando hasta entonces, y eran como las nueve. Domingo se quedaba distraído muchas veces, donde estuviera, sin que nadie pudiese saber en qué pensaba. El sí. El estaba al tanto de que pensaba en la ciudad, en tomar el gran ómnibus amarillo y rojo de las seis de la mañana frente al hotel y viajar de una vez por todas a la ciudad para instalarse allí con un trabajo fijo y cambiar de vida. Comenzó a oír los pasos: las descoloridas y rotas alpargatas del viejo Arce resonando opacamente sobre el sendero de arena, o quebrando la maleza polvorienta que crecía en las inmediaciones del rancho. Después llegaron y el viejo dejó de hablar. Domingo oyó los golpes de las alpargatas contra el piso de tierra frente a la puerta del rancho y la voz de su padre, próxima y nítida por un momento.

– Pera -dijo la voz a la persona que lo acompañaba.

"Es algún pielero", pensó Domingo, "o a lo mejor es Cándido Rolón; han estado tomando en el hotel", pensó. Se incorporó sobre la cama, sosteniéndose por los codos, en el mismo momento en que la silueta de su padre, le pequeña y oscilante figura, apareció en la puerta, resaltando sobre la grisácea claridad lunar del exterior.

– Domingo -dijo el viejo.

– Acá estoy -respondió, él.

– Bueno -dijo el viejo desde la puerta, con voz ensimismada, habiendo confirmado la presencia de Domingo; y mientras se volvía al exterior:

– Prendé el farol -dijo.

– Pera que prenda -oyó Domingo que el viejo decía a la otra persona; y él se palpó el bolsillo de la camisa, sacó la caja de fósforos y fue a descolgar el farol que pendía del travesaño. Lo trajo consigo hasta la mesa, encendiéndolo; primero se trató de una llamita tenue, más intensa en seguida; después volvió a mermar un poco echando un humo negro pringoso y por último se convirtió en una incandescente lengua blanca de luz inmóvil, que expandía una exigua claridad de un tinte ligeramente verdoso.

El viejo entró sin esperar que él lo llamara, apenas la luz estuvo encendida.

– Pasa Rosa -dijo volviéndose para hablar a la persona que lo acompañaba-. Es la Rosita del Cándido. Es mujer mía ahora -dijo el viejo.

El viejo Arce estaba tomado. Él lo supo apenas escuchó su voz, pero ahora con el sombrero echado hacia atrás dejando ver sobre la frente un mechón de pelo entrecano y como húmedo, viéndole los ojos, chicos y brillantes e inmóviles, como pintados y laqueados sobre su exigua cara color tierra, la certidumbre de Domingo se fortificaba. Cuando tomaba, el viejo Arce se ponía desconfiado y miedoso. No miraba a nadie. A veces le daban accesos de furia y se la agarraba con Domingo.