Rosa emergió en la habitación saliendo de detrás del viejo, como colándose sin que él la viera.
– ¿Qué decís, Rosa? -dijo Domingo-. Pasa y sentate.
– Háganos un poco de comer, chica -dijo el viejo. Por debajo del ala de su sombrero de paja se tironeaba el mechón de húmedo pelo gris, como pensativamente, mirando el suelo.
– Sí, don Arce -dijo la chica, quedándose inmóvil, mirando a Domingo.
Domingo la miraba.
El viejo fue y se sentó en una desvencijada silla de paja junto a la tosca mesa apoyando un pie sobre el travesaño de la silla. Encogido como estaba, su pequeño cuerpo parecía mucho más pequeño de lo que era.
– ¿Qué hay de la arrocera? -dijo como hablando para sí mismo-. Bueno -agregó rápidamente.
Rosita se hallaba de pie, una mano estrujando un pañuelo, el dorso en la palma de la otra a la altura del vientre, de modo tal que los antebrazos se apoyaban en las caderas. Tenía un vestido de algodón estampado con flores azules, abrochado en la parte delantera, apenas ceñido a la cintura. Calzaba unas zapatillas rojas de goma, nuevas. Viéndola Domingo recordó el baile en la pista del club, el último sábado. Recordó la salida del baile, a la madrugada, y lo que él y Rosita habían hecho en el pasto, echados cerca de la costa.
– Ahí hay carne -dijo Domingo señalando el travesaño con la cabeza.
– Haga un asadito si le viene bien -dijo el viejo Arce.
Rosita fue hasta el travesaño y descolgó una tira de carne oreada que dejó sobre la mesa.
– Indíquele la cocina -dijo el viejo a Domingo, tironeándose el mechón de pelo, los ojos clavados en el piso de tierra-. Después vení, Domingo, así te vas al almacén a tráir vino.
La cocina estaba en el exterior, una chocita unida transversalmente a la pared del rancho. Desde hacía por lo menos cinco años el viejo decía que iba a construir una galería para protegerse en los días de lluvia en el trayecto de la cocina al rancho.
Domingo iba adelante; sentía detrás suyo a Rosita.
En la cocina, mientras trataba de encender el farol, dijo en voz baja, en la oscuridad
– ¿Qué decís, Rosita?
– Y, nada -dijo Rosa.
La sintió sonreír tímidamente en la oscuridad. La llama vaciló antes de cuajar, se movía, y después fue una moneda blanca e inmóvil, dura. La cara obscura de Rosa emitía reflejos oliváceos; su nariz mocha brillaba.
Al hacerse la claridad, Domingo observó que ella lo miraba seriamente, con una curiosidad atenta y expectante.
– Bueno -dijo Domingo, señalando unos trastos-. Ahí Tenés todo. Afuera hay leña y el braserito lo vas a encontrar atrás.
Ella lo miraba. Tenía la tira de carne en una mano.
– Dice la Juana que vos le dijiste que se viniera para acá -dijo-. ¿De veras?
Domingo se volvió para irse.
– Por lo que precises llámame -dijo.
Regresó al rancho. El viejo estaba encogido sobre la silla.
– Fíjate que esta chica era un peso para el Cándido -dijo al entrar él, sin mirar hacia la puerta, como si hubiera estado esperándolo-. El andaba pensando en casarla. "¿No conoce un hombre bueno, don Arce, para la Rosa?", me dijo.
Parecía haber estado reflexionando sobre lo que iba a decir. Se había echado tan atrás el sombrero que media cabeza, con su desordenado pelo gris, quedaba en descubierto, y la parte posterior del ala del rotoso pajizo le rozaba la espalda.
– "¿Bueno cómo?" le digo yo -continuó diciendo el viejo-. "Usted sabe, don Arce, un hombre bueno", dice. Ya sabes que yo siempre he sido como un padre para Cándido. "Yo que querés que te diga", le contesté. "Uno sabe como es uno, pero de los demás, quién sabe. Quién dice que no te aconseje y después tengas un sinvergüenza en tu casa". -Miró a Domingo-. Estuvo bien dicho, ¿no te parece?
Domingo miró al viejo pero éste se hallaba con los ojos clavados en el piso.
– Seguro que sí -dijo con algún énfasis.
– Bueno -dijo el viejo-. "Eso no sería culpa suya", dice el Cándido. Entonces yo le dije que para casar a la chica tenía que buscar un hombre asentado, con experiencia, y que él conociera bien: que lo buscara de por aquí, sin ir tan lejos. "¿Usted no sabe quién puede ser, don Arce?", me dice el Cándido. "Y, yo no sé", le digo. "Hombres buenos no abundan en estos tiempos"; miró a Domingo. "¿No te parece que dije bien?", dijo.
Domingo movió rápidamente la cabeza tratando de no encontrarse con la mirada de su padre. Más bien dejó deslizar su mirada por todo el rancho, semejante al interior de una cueva: cerca de la mesa la luz era más intensa que en los rincones, y todo el rancho estaba lleno de cosas, camastros, travesaños, cueros, y también de sombras, y si por casualidad el viejo tocaba con el codo o la pierna la tosca mesa haciendo temblar el farol, todas las sombras y al parecer también todas las cosas se movían en el interior del rancho por un momento.
– Seguro -dijo Domingo sin mirar a su padre.
– "Si usted me aconseja", dijo Cándido, "yo voy a seguir su consejo al pie de la letra" -siguió diciendo el viejo-. "Pero que consejo te puede dar un hombre viejo como yo. Veinte años atrás, todavía. Ahora corren otros tiempos". "Bien dicho, don Arce -me dice-. Usted es un hombre con experiencia: hombres así no abundan en estos tiempos". "Y así como ves, Cándido," le digo, "vivo solo, sin mujer, teniendo que hacerme la comida y lavándome yo solo la ropa. Si no fuera por el Domingo, que de vez en cuando me cocina, me habría muerto de hambre hace rato". "¿Y cómo, don Arce?", dice el Cándido, "usted, un hombre tan bueno, viviendo en esas condiciones". "Bueno", le digo, "la verdad es que yo estaba pensando en conseguirme una compañera, pero sin apuro, ¿sabes Cándido? Primero quiero hacer una galería que cubra la puerta del rancho y de la cocina, para que la pobre no trabaje a la intemperie". El viejo hizo silencio por un momento, como reflexionando. En eso el Cándido me mira fijo -continuó- y dice "¿No quiere tomar un vino, don Arce?" "Cómo no iba a ir. Habíamos estado hablando en la plaza, donde nos hallamos de cruce, y nos fuimos para el hotel. El Cándido no dijo una palabra hasta que llegamos, más, miento, hasta después que tomamos el vino y volvimos a salir, y empezamos a cruzar de vuelta la plaza. Dice: "Don Arce, estuve pensando, ¿sabe? Yo sé quién es el hombre que le conviene a la Rosa ". "Ah", digo yo, "¿y puedo saber quién es?" "Pero cómo no", dice el Cándido, y después, dándome un golpecito en el hombro, me mira muy serio y dice: "Usted, don Arce". Me llevó hasta el rancho, la hizo cambiar a la Rosita y le dijo que se viniera conmigo. Y así fue como me la traje.
– Sí -dijo Domingo-. Déme para el vino.
Estaba de pie frente al viejo, la camisa y los pantalones descoloridos, los brazos separados del cuerpo. Era bajo como su padre, pero mucho más macizo y tenía la piel oscura y brillante. El viejo buscó un momento en sus bolsillos, de sentado, con gran dificultad, y después se puso de pie para continuar buscando; después de dar vuelta los bolsillos delanteros del pantalón de uno de las cuales cayó un paquete de "Colmena" que Domingo vio dar contra el suelo sin moverse para recogerlo, sin hacer siquiera un gesto, con la vista clavada en el viejo, su padre empezó a registrarse los bolsillos traseros haciendo un gesto con la cabeza que al parecer quería decir que no se explicaba dónde diablos había ido a parar el dinero.
– Pero yo no sé -dijo dejando de buscar. Después empezó a acomodarse el forro de los bolsillos y se agachó para recoger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y se guardó el paquete-. Bueno -dijo al fin- Cómpralo de tu plata que después yo te doy.
Domingo salió al patio, a la noche. Por la abertura de la cocina veía la gran sombra de Rosa moviéndose en medio de la tenue claridad verdosa que expandía el farol. La noche estaba límpida, llena de estrellas inmóviles brillando sobre la superficie tensa y lisa del cielo. Todo el lugar estaba iluminado por la claridad lunar, y más allá, visible entre los árboles que formaban un angosto bosquecito anterior a la costa, el río era una plácida planicie atravesada por cambiantes reflejos. Domingo se encaminó a la cocina; Rosa estaba salando la carne sobre una mesita. Junto a ella se hallaba el farol.
– Busca leña -dijo Rosa.
– Voy al almacén -dijo él.
Rosa dejó de salar. Echaba sal con la mano sobre la carne y después pasaba la mano para desparramarla. Dejó de salar.
– ¿Es cierto lo de la Juana? -dijo, mirando a Domingo. Éste metió los dedos en la bolsa de sal y después empezó a chupárselos. No dijo nada. Volvió a meter los dedos en la bolsita y volvió a chupárselos, y Rosa todavía lo miraba.
– ¿Cierto? -volvió a decir Rosa.
– Voy al almacén -dijo Domingo, dándose vuelta y saliendo de la cocina.
Los perros se le aproximaron y comenzaron a saltar y a ladrar a su alrededor. Domingo atravesó el espacio abierto frente a la casa y tomó el sendero paralelo al bosquecito, internándose entre la maleza que crecía a los costados de la angosta cinta de tierra arenosa. Los perros llegaron con él hasta el alambrado; él lo cruzó, saltó el profundo zanjón y al retomar el paso normal oyó detrás suyo a los perros, cuyos ladridos comenzaban a alejarse en dirección a la casa.
Regresó con dos botellas de vino, una en cada mano. Cerca de la casa comenzó a sentir el aroma de la carne asándose. Cuando llegó vio a Rosa en el patio, detrás de la cocina, inclinada sobre el brasero del que se elevaba una columna de humo oblicua y lenta. El viejo la contemplaba apoyado en el marco de la puerta del rancho, su figura nítidamente recortada contra la claridad verdosa del interior.
Rosita se incorporó cuando él llegó:
– Eh, Domingo -dijo, pasándose el dorso de la mano por los ojos.