– Domingo -dijo el viejo-. Saca afuera la mesa para comer al fresco. Deja por ahí las botellas.
Domingo dejó las botellas en el suelo y fue hasta el interior del rancho. El viejo le dio paso en la puerta, saliendo al exterior, tambaleando.
Domingo retiró el farol de la mesa y lo colgó del travesaño; al hacerlo todas las sombras se movieron, y como el farol quedó oscilando levemente pendiendo del travesaño, mientras Domingo alzaba la mesa con las dos manos y la llevaba al patio, todas las sombras en el interior del rancho estuvieron moviéndose lentamente; cada vez más lentamente hasta que el farol colgado quedó inmóvil y las sombras se detuvieron.
Domingo depositó la mesa en el patio. Rosa se hallaba inclinada cerca del brasero. El aroma de la carne asándose se mezclaba con el de la humedad, el de los árboles y el de la noche. Detrás de Domingo, contra la claridad rectangular de la abertura, el viejo Arce encendía un "Colmena" y sacudía después el fósforo arrojándolo lejos de sí, hacia la noche. Los perros se hallaban lejos de la casa, moviéndose y ladrando sin cesar, y de pronto, amarillos o verdes, duros como piedras preciosas, sus ojos brillaban.
– Chichos, chichos -les gritó el viejo distraídamente, sibilinamente, avanzando unos pasos para recoger una botella de vino del suelo-. Trái una sillas, Domingo -dijo mirando la botella.
– ¿Quiere que la destape, don Arce? -dijo Rosa viniendo hacia él- Domingo, trái un tirabuzón.
– Está en la cocina -dijo Domingo, yéndose para el rancho. Había dos sillas de paja completamente desvencijadas y un cajón precario. Domingo juntó las sillas por los respaldares, las levantó por los travesaños y con la otra mano alzó el cajón, regresando. En la puerta se puso de costado; sacó las sillas primero, y después el cuerpo, y detrás el cajón. Al salir vio la gran sombra de Rosita en el interior de la cocina. El viejo estaba con la botella en la mano, aguardando junto a la mesa. Domingo distribuyó las sillas y el cajón alrededor de la mesa. El viejo se sentó en una de las sillas.
– Dame el tirabuzón -dijo en voz alta hacia Rosa, en la cocina.
– No lo encuentro, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.
– Vaya enséñele, Domingo -dijo el viejo.
Domingo fue a la cocina. Antes de entrar vio la sombra inmóvil de Rosa proyectada contra la pared y el bajo techo de la choza. Al entrar vio a Rosa con el tirabuzón en la mano, sonriendo malévolamente. Domingo se detuvo.
– ¿Es cierto? -dijo Rosa, en voz muy baja-, ¿eh? ¿Es cierto?
– Dame el tirabuzón -dijo Domingo en voz baja, aproximándose a Rosa. Ella no se movió-. Dámelo te digo -dijo Domingo, tratando de quitárselo. Ella no lo soltaba y se reía.
– ¿Es cierto? ¿Es cierto? -dijo en voz muy baja. Soltó el tirabuzón. Domingo regresó al patio y le entregó el tirabuzón a su padre. Éste se dispuso a sacar el corcho a la botella.
– Rosita -gritó hacia la cocina-. Trái unos vasos.
– Ya va, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.
Domingo se sentó en el cajón, de modo que tenía enfrente el bosquecito y más allá el río. Los perros se movían en el espacio abierto frente a la casa, saltando y corriendo, perfectamente visibles en la claridad nocturna. Ahora toda una franja dorada, la luz de la luna, se había asentado sobre el río, y Domingo podía verla. Sólo el bosquecito permanecía envuelto en una penumbra más densa.
Domingo encendió un cigarrillo. Echó una primera bocanada de humo y después sopló el fósforo. Rosa vino con los vasos: un alto vaso de vidrio verde, un vaso pequeño y panzón y un jarro abollado. El viejo Arce sostuvo la botella con los muslos y de un tirón sacó el corcho. Echó vino en el vaso verde, hasta el borde, y dejó la botella sobre la mesa. Domingo sacó el tirabuzón del corcho, distraídamente y tapó la botella. Los mosquitos zumbaban alrededor de la mesa y el viejo los espantaba con manotazos cortos y negligentes. Mientras tanto alzó el vaso y de un solo trago se bebió tres cuartas partes del contenido.
– Esta semana vamos a hacer la galería -dijo dejando el vaso sobre la mesa, pasándose después la lengua por los labios.
– Sí -dijo Domingo, pensando en otra cosa.
– ¿Y, de áhi? -dijo el viejo a Rosita.
– Ya va, don Arce -dijo Rosita. Fue hasta el brasero y se inclinó para mirar la carne, regresando. Después dijo:
– ¿De veras, don Arce que Domingo está por juntarse con la Juana de lo Baucedo?
El viejo se rió.
– Yo no sé -dijo-. Primero va a hacer la milicia, ¿no es cierto, Domingo? Con el traje de militar va poder elegir mejor. ¿Cuál de las Baucedo decís vos? Si tiene como una docena.
Domingo habló con un tono vagamente rencoroso.
– ¿Ahora por una vez que la vi -dijo- voy a tener que juntarme con ella? Por favor.
A Rosa no le gustó eso.
– ¡Por favor! -repitió.
Comieron. El viejo se durmió antes de terminar la comida. Domingo encendió un cigarrillo y se levantó de la mesa. El viejo tenía las piernas estiradas bajo la mesa, y había entrecruzado las manos sobre el vientre apoyando la cabeza contra el travesaño superior del respaldar de la silla. Continuaba con el sombrero puesto, a punto de caérsele para atrás. La parte visible de su pelo gris estaba revuelta y como húmeda; parecía pegada al cráneo como una peluca. De vez en cuando el viejo se movía, cabeceaba, gruñía, o roncaba.
– Voy a ver si sale algo -dijo Domingo. Rosa no le contestó. Él fue al interior del rancho y dirigiéndose hacia uno de los rincones se agachó donde había una cantidad considerable de redes, líneas y cañas para pescar; había también un mediomundo con sus tiros y su palo. Domingo hurgó un momento entre el revoltijo de elementos de pesca, deteniéndose de vez en cuando con alguna línea para observar sus anzuelos. Por fin eligió una. Con el cigarrillo pendiendo de sus labios, el humo ascendiendo en una lenta columna gris contra su cara, Domingo trabajó cuidadosamente con la línea verificando el estado de los anzuelos y desenredándola. Después se la puso bajo el brazo, enrollada, descolgó el farol del travesaño, entre las sombras moviéndose, y se encaminó afuera, con el farol en alto, dejando tras de sí, en el interior del rancho, toda la sombra.
Rosa limpiaba la mesa. A la luz del farol aproximándose, su rostro fue tocado por un destello malévolo. Domingo dejó el farol y la línea sobre la mesa, pasó junto a Rosa encaminándose al brasero, sacó un pedazo de carne y regresó con él hasta la mesa, mientras Rosa se dirigía a la cocina con los platos y los vasos. El viejo dormía. El sombrero se le había caído por fin. Respiraba profunda y rítmicamente balanceando la cabeza desnuda. Domingo cortó en pequeños trozos la carne y después, llevando la carne en la palma de la mano, alzó el farol y la línea dirigiéndose al río. Al caminar movía el farol, que llevaba en alto aunque la noche era clara y todas las sombras y las cosas se movían rápidamente alrededor suyo. Los perros saltaban y corrían a su alrededor, en silencio.
La costa era una estrecha franja de arena blanca, hecha también como de materia lunar, y matas de pasto ralo. A un metro de la costa, el río se volvía considerablemente profundo. Domingo colgó el farol en la rama de un sauce caído sobre la corriente; el árbol tenía mucha raíz afuera y su tenue fronda era atravesada por la claridad cálida de la luna. Sobre el río flotaba un reflejo fluctuante, quebradizo. Domingo dejó la carne en el suelo y comenzó a desenredar lentamente la línea. Bajo la claridad verdosa del farol su figura se movía inclinándose, dando pasos en una u otra dirección, moviendo las manos que hacían correr diestramente el piolín. Después dejó la línea lista en el suelo, buscó los trozos de carne y encarnó uno por uno los anzuelos. Ató el extremo de la línea a una de las raíces del sauce y después, alejándose unos pasos de la orilla revoleó por sobre su cabeza la línea, arrojándola. Al caer sobre el agua, los anzuelos y las plomadas produjeron un "floop" prolongado desintegrando por un momento el reflejo lunar, y convirtiéndolo en un rápido torbellino de esquirlas doradas.
Se sentó sobre la arena y encendió un cigarrillo, arrojando el fósforo al agua. De vez en cuando se inclinaba sobre la raíz del sauce para probar la tensión de la línea. Los perros habían desaparecido. Domingo trató de escuchar, hacia la casa, en medio del profundo silencio. Le pareció oír la voz de su padre diciendo "Rosa", y a Rosa responderle.
Despertó estirado sobre la arena, y debían ser más de las cuatro. Un silencio impresionante lo rodeaba. Se hallaba todavía semidormido, de modo que le costó un poco recordar que había tirado la línea, se había sentado a esperar y que al parecer se había quedado dormido. Se puso de pie, sacudiéndose la arena de la ropa, y después buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, pensando: "Otra vez hoy a la arrocera" y ayer, al crepúsculo, desde la seis hasta las nueve había estado echado en el camastro fumando cigarrillo tras cigarrillo y pensando en la ciudad.
Encendió un cigarrillo. El farol se había apagado. En la oscuridad, ahora un poco mas densa que unas horas antes, la llama del fósforo fue una forma súbita, brillante, que después cruzó el aire en semicírculo apagándose antes de llegar al agua. La incandescencia del cigarrillo era un punto débil de resplandor rojizo en la oscuridad.
"Otra vez hoy a la arrocera", pensó. Era peón. Trabajaba ocho horas acarreando bolsas o bien barría el patio, o hacía mandados a los empleados de la administración, pero él había ido a la escuela hasta cuarto grado y no se conformaba con eso.
Ahora se sentía cansado. Pensó regresar a la casa, y recordó a Rosa y al viejo. Se sentó nuevamente en la arena, con lentitud, como dejándose caer, viendo, al hacerlo, el sábado anterior, a la salida del baile: Rosa lo había escuchado atenta y pensativamente cuando él le habló, con cierta cautela y de un modo muy vago, de su proyecto de irse a la ciudad. Ahora ella se había venido con el viejo. "Justo Rosa tuvo que ser", pensó.