"Otra vez al patio de la arrocera", pensó recostándose sobre la arena. Se adormecía en aquella penumbra quieta, estirado de espaldas, con un brazo encogido sobre el pecho, sosteniendo en la mano el cigarrillo consumiéndose. Le dio una última pitada (el resplandor mínimo de la brasa se hizo más intenso) y arrojó el cigarrillo hacia el agua. La brasa fue desintegrándose en el aire, llenándolo de chispas rojas y fugaces, y al caer sobre el agua se apagó súbitamente. Después Domingo se durmió.
2
Con el sol muy alto ya detrás suyo, Domingo caminaba precedido por su larga sombra tenue que serpeaba sobre los pastos y el terreno. Detrás quedaba el río (la luz del sol, blanca y quebradiza, temblaba sobre la superficie) y ahora Domingo atravesaba el bosquecito. El sol se colaba por entre la fronda de los árboles y sus rayos caían oblicuamente en el pasto húmedo, al pie de los troncos. Se oía un rico y enloquecido canto de pájaros. Domingo caminaba lentamente, llevando el farol y la línea, y veía ya, al tiempo que hundía sus alpargatas en el terreno compuesto de algo que era tierra y arena al mismo tiempo, al viejo Arce sentado junto a la puerta del rancho chupando el mate que Rosa acababa de entregarle. El viejo siempre se levantaba temprano. Todos los días, al despertar, la primera certeza de Domingo era que el viejo se hallaba junto a la puerta del rancho, en el verano, o en el interior de la choza lateral, llamada la cocina, en el invierno, mateando desde mucho antes que él hubiera comenzado a despertar. El viejo tenía una botella de caña junto a la cama: despertaba, se vestía, iba a orinar largamente en la letrina que se hallaba a diez metros de la casa, detrás, en dirección contraria al río, y después, antes de lavarse la cara, si es que se la lavaba, o poner agua al fuego, tomaba un trago de caña, se hacía una especie de buche o gárgara con él y después se lo tragaba.
Si bien, y como desde que tenía uso de razón Domingo lo había observado, el viejo se levantaba todas las mañanas muy temprano, antes de la salida del sol, hubiera dado lo mismo que lo hiciera al mediodía o a cualquier otra hora. Se quedaba sentado dos o tres horas mateando y fumando, corriendo la silla a medida que el sol avanzaba de modo de quedar siempre a la sombra. Después se iba al pueblo y no regresaba hasta muy tarde la noche, salvo algunas veces en que volvía al mediodía para poner una tira de carne a la parrilla y aguardar que estuviera a punto para mandársela con un poco de galleta y un litro de vino. Si se quedaba en el pueblo siempre se las ingeniaba para que alguno lo invitara con un poco de mortadela o queso, o con una lata de sardinas y unos vasos de vino en el almacén o en el bar del hotel. Si había estado recolectando conchilla o pescando y había vendido el producto de su actividad o tenía en el bolsillo unos pesos que Domingo le había dado para los vicios, era él el que invitaba entonces a algún otro, o bien juntaban el dinero de cada uno y formaban un solo capital que era indefectiblemente comido y bebido.
Así que daba lo mismo que el viejo se levantara a las cuatro de la mañana o al mediodía, y ahora estaba sentado junto a la puerta del rancho, tal vez desde las cinco o las seis, fumando o sorbiendo pensativamente el mate que Rosa, de pie junto a él, con el vestido floreado de la noche anterior, acababa de entregarle. El viejo estaba con el sombrero puesto, las piernas separadas, y un poco encogido sobre la silla. Rosa se hallaba mirándolo, cruzada de brazos, vio Domingo saliendo del bosquecito, entre los perros que habían salido disparando desde detrás de la casa y ahora lo rodeaban saltando y ladrando a su alrededor. Él los ahuyentaba tirándole suaves golpes con el pie y el farol.
Rosa ni siquiera lo miró cuando él llegó junto a la silla baja en que se hallaba sentado su padre. Tomó el mate que el viejo le devolvía y fue caminando indolentemente hacia la cocina.
– ¿Salió algo? -dijo el viejo.
– No -dijo Domingo, pasando junto al viejo y penetrando en el rancho. El camastro del viejo se hallaba desordenado. En el suelo, junto a él, había un espiral consumido: sólo quedaba un trocito incrustado en la base de la lata, y el resto era un montoncito de ceniza intacta en el piso. Domingo colgó el farol en el travesaño y dejó la línea en el lugar donde se hallaban los otros elementos de pesca. Quedó un momento de pie, como pensativo, y se encaminó nuevamente al exterior.
– Esta noche podemos comenzar la galería -dijo el viejo. Ya lo había dicho por lo menos mil veces en los últimos tres años. Hacía referencia al asunto tres o cuatro veces por día.
– Sí -dijo Domingo, mirando hacia el bosquecito.
Rosa regresó con el mate desde la cocina, dándoselo. Domingo lo agarró y comenzó a sorberlo. Miró a Rosa: estaba recién lavada, el rostro todavía un poco hinchado por el sueño, el pelo estirado hacia atrás sobre las sienes, todo mojado. De un borbotón de pelo oscuro sobre la frente, había comenzado a deslizarse una gotita de agua que dejaba sobre la oscura superficie lisa de la frente una estela brillante. La gota se detuvo en el entrecejo. Domingo recordó el último sábado, a la salida del baile, él y Rosa echados sobre el pasto, cerca del agua.
– Ando con ganas de cruzar a la isla -dijo el viejo, como hablando para sí mismo- y probar con la nutria. Lástima que no tenga escopeta. El Cándido tiene dos. Dice que una anda queriendo venderla: dice que con darle cincuenta pesos en el acto y ciento cincuenta más cuando se vaya pudiendo, la entrega. Dice que no hay más que engrasarla para que ande lo más bien.
Domingo terminó de sorber el mate y se lo devolvió a Rosa. Ésta regresó a la cocina. Domingo la miraba alejarse: el vestido floreado producía un tumulto indolente y tembloroso al ser sacudido por las nalgas.
– La conchilla no da para nada -decía mientras tanto el viejo-. Hay muchos juntadores y en el depósito te dan lo que quieren. La nutria sería un buen negocio, ¿no te parece?
Rosita desapareció por la puerta de la cocina, el negligente tumulto floreado, y Domingo se volvió hacia su padre. Éste miraba pensativamente el bosquecito y, más allá, el río.
– Y -dijo Domingo- seguro.
– Ahora claro -dijo el viejo en seguida-. Harían falta esos cincuenta pesos para la entrega. El Cándido vende el arma porque necesita. -Alzó la cabeza y miró a su hijo por un momento; su frente se llenó de arrugas inquisitivas. Rápidamente volvió a dirigir la mirada hacia el bosquecito, aunque no parecía mirar nada en especial, sino reflexionar lenta y vivamente sobre algo-. ¿No podrías pedir un adelanto en la arrocera? -dijo por fin.
Domingo lo miró.
– A los peones no dan -dijo-. Pagan por día.
– Ya sé -dijo el viejo- ya sé.
Quedó pensativo un momento. Domingo lo miraba. El viejo se movió sobre la silla, volvió la cabeza y sus miradas se encontraron.
– No -dijo el viejo- yo decía cobrar un poco del mes que viene, por ejemplo.
Domingo habló con voz muy suave.
– A los peones no dan -dijo.
Rosa regresó de la cocina, secando con el dedo el borde del mate.
– ¿Dónde dormiste? -dijo a Domingo.
– En la costa -dijo él.
Rosa se echó a reír.
– ¿Seguro? -dijo.
Él la miró. Ella lo miraba.
– Seguro -dijo Domingo mirándola. Sus ojos emitieron un leve destello, y también los de Rosa brillaron sonrientes por un momento. El viejo miraba el bosquecito con aire reflexivo, sosteniendo el mate con la palma de la mano, sin sorber. Uno de los perros salió a la carrera de detrás de la casa y cruzando velozmente el patio se internó en el bosquecito.
– Va a hacer mucho calor hoy -dijo el viejo, sorbiendo el mate. Domingo y Rosa dejaron de mirarse.
– Sí-dijo Domingo.
El viejo devolvió el mate a Rosa. Ella se dirigió a la cocina y Domingo la sentía alejarse detrás suyo, las suaves zapatillas rojas tocando el piso de tierra, y "vio" el tumulto floreado, las nalgas prietas y duras debajo, el último sábado.
– No -dijo el viejo lentamente-. Yo decía que si se pudiera conseguir ese adelanto, con la escopeta ya las cosas mejorarían mucho. En todo lo demás se pagaría con la misma nutria. ¿No te parece que digo bien?
– Sí -dijo Domingo. Y después, pensándolo-: ¿Y por qué no junta un poco de conchilla para la entrega?
– También -dijo el viejo, accediendo, en una impostación connivente y prolongada, moviendo pausadamente la cabeza en señal de acuerdo-. ¿Pero no te parece que va a llevar muchos días? Hoy no puedo ir a juntar porque tengo que ir al pueblo por unos asuntos.
– ¿Qué asuntos? -preguntó Domingo rápidamente. El viejo no lo miró. Estuvo como distraído por un momento, como si no lo hubiera oído, y después dijo:
– Unos asuntos.
– Bueno -dijo Domingo- me voy. Hasta luego.
– Hasta luego -dijo el viejo.
Rosita salió de la cocina con el mate.
– Pera Domingo -dijo-. Toma el último.
Domingo se detuvo, agarró el mate que Rosa le entregaba y comenzó a sorberlo. Ahora su padre, desde la silla, lo miraba pensativo, como si no lo viera. Domingo estaba casi de espaldas a él; lo percibía de soslayo. Sentía que su padre estaba mirándolo. Empezó a enrojecer.
– Hace la prueba -dijo el viejo, sin embargo-. Habla con alguno de la administración. A lo mejor te adelanta cincuenta pesos. Con la nutria, y con un poco de conchilla, y tu trabajo en la arrocera, vamos a terminar mejorando un poco. ¿No te parece que está bien pensado?
3
Domingo regresó al rancho al mediodía. Rosa se hallaba en el bosque-cito. Domingo tenía la cara sucia de tierra y llena de pequeñas estelas oscuras dejadas por las gotas de sudor al deslizarse sobre la dura piel. El bosque-cito era un lugar fresco en medio del intenso calor, tanto por la sombra de los árboles como por hallarse más cerca del agua que la casa. El río, sobre el que esplendía la luz cenital, estaba quieto y casi transparente, o exangüe, de una turbulencia marrón, como equívoca.