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Rosa había llevado una silla y la mesa al bosquecito y leía una revista. No advirtió su llegada. Los perros corrieron hasta el zanjón y cuando él lo saltó y cruzó el alambrado, emitieron unos rápidos ladridos y comenzaron a dar saltos y a correr alrededor suyo. Él les hacía señas para que se callaran.

Uno se escurrió bajo el alambrado, saltó el zanjón y desapareció husmeando entre la maleza. El otro se sentó sobre sus cuartos traseros y se quedó mirando a Domingo. Este se inclinó hacia él, sonriendo, y le hizo un gesto indicándole que se callara. El perro lo miraba atentamente, los ojos amarillos muy húmedos y brillantes, la lengua rosada temblando a un costado del hocico negro, las orejas caídas, con un aire de desconfianza y perplejidad. Domingo se inclinó más hacia él, cada vez más, mirándolo, hasta que se vio reflejado en los ojos amarillos del perro. Estuvieron contemplándose por un momento. Domingo sonreía y el perro parecía tratar de comprender, moviendo las orejas, todos los músculos de su cuerpo temblando en una expectante tensión bajo la pelambre grisácea.

– Fuera, chicho -dijo Domingo, con voz suave, muy baja, y el perro jadeaba. Su larga lengua rosada temblaba más vivamente que su cuerpo.

Domingo se enderezó y comenzó a caminar lentamente hacia Rosa. El perro continuó mirándolo con extrañeza. Tres o cuatro pasos adelante Domingo se volvió, mirando al animal. Éste le echó una breve mirada, se escurrió bajo el alambrado y dando un salto hacia el otro lado del zanjón, desapareció entre la maleza.

El silencio total del mediodía fue interrumpido, muy lejos, por la voz de un niño. Domingo caminaba muy lentamente aproximándose a Rosa para sorprenderla. Llegó casi junto a ella; sonreía mirándola, y trataba de contener la respiración para no delatarse. Una torcaz, en algún sitio entre los árboles, volvió a romper el silencio por un momento. Su arrullo fueron dos notas breves y una prolongada. Después hubo silencio de nuevo. Rosa estaba leyendo su revista de historietas con mucha atención. Domingo la veía girar concentradamente la cabeza, con una grave expresión, y volver la página en un solo gesto rápido. Leyó un momento la página y a cierta altura se detuvo y volvió nuevamente a la página anterior como para verificar algo ya leído, retomando después la lectura de la otra página. De pronto se volvió hacia Domingo con cara de sorpresa y sobresalto.

– ¡Oh! -dijo.

Domingo se echó a reír y avanzó tranquilamente hacia ella. Al llegar a su lado había dejado de reírse.

– ¿Y el viejo? -dijo.

– No vino -dijo Rosa.

Domingo la miró. Estaba muy cerca de ella. La cara de Rosa era oscura, brillante y prieta. Tenía los labios gruesos y estriados. Sus ojos eran oscuros.

– Ya sé -dijo Domingo-. Está en el hotel ahora.

– Chupando, seguro -dijo Rosa-. Tanto que hizo para comer el asado anoche, y al final se durmió en la mesa -dijo riendo.

Domingo se rió.

– También. Si no veía del pedo -dijo.

Hicieron silencio. De nuevo se oyó el canto cálido de la torcaz; dos notas prolongadas ahora.

– El viejo es bueno -dijo Domingo, en tono reflexivo-. Está muy viejo, eso es lo que pasa.

Rosa lo miraba y sonreía. Era por lo que se hallaba a punto de decir y se rió más todavía cuando lo dijo:

– Quién iba a decir que yo iba a terminar de madre tuya -dijo.

Domingo miró el río, sonriendo. La luz solar esplendía sobre la superficie del agua. La arena estaba como más blanca, y, aunque opaca, parecía incandescente.

– Ahora que estás con el viejo voy a ver si me voy a la ciudad -dijo.

– Anda al diablo -dijo Rosa, hojeando distraídamente la revista-. ¿Qué tengo que ver yo con don Arce?

– Estás con él -dijo Domingo.

La miró.

– ¿No vas a comer nada? -dijo Rosa. Se puso de pie, acomodándose el vestido en la cadera. No lo miraba-. Vení -le dijo.

Domingo permaneció inmóvil.

Ella lo tironeó de la camisa. "Vení", repitió, encaminándose hacia el rancho.

Domingo la siguió lentamente. Ella caminaba con seguridad y displicencia. El veía el silencioso tumulto floreado en las nalgas, la ancha espalda sobre la que la tela floreada se ceñía. Las zapatillas rojas relumbraban sobre el sendero de tierra arenosa, dejando huellas profundas.

Ella entró en el rancho, no en la cocina. El interior del rancho estaba barrido y recién regado, envuelto en una fresca penumbra. Rosa se detuvo junto al camastro del viejo y se volvió. Domingo se detuvo.

– Vení, Domingo -dijo ella.

Domingo permaneció inmóvil. El silencio era total. Debido a la caminata que había hecho desde el pueblo, Domingo sentía la cabeza y el cuerpo calientes y húmedos; caminaba con frecuencia bajo el sol.

– Me voy a la ciudad, Rosa -dijo lenta y roncamente.

– Anda al diablo -dijo Rosa, y avanzó algo.

4

.Y hay huesos enterrados en otro tiempo, y si uno escucha, oye las voces a medida que el suelo cambia. Un buen día los huesos están afuera, sobre la arena. Tienen exactamente el color de la luna. Hay que estar solo, haber mirado largamente las estrellas y oír el primer quejido sin proponérselo, porque las voces se dan a quien ellas quieren, y no a quién las busca, y no dicen palabras sino momentos y noches; se oye como un batir de llamas, y un crepitar de leña, y pasos sobre la tierra.

Junto al raigón, bajo la luz de la luna, Domingo descabezó el pescado dándole de filo tres o cuatro veces con el cuchillo; después lo abrió por el vientre, le sacó los órganos con la mano y los arrojó al agua. El sauce estaba como encalado por la luz lunar. Domingo se puso en cuclillas junto al agua, lavó el gran cuchillo y después se lavó las manos secándose con el pantalón. Mientras recogía las líneas, los pescados y el cuchillo, oyó la voz furiosa del viejo en el rancho. Se incorporó y miró a través del bosquecito el verde resplandor que emergía de la puerta del rancho, tratando de escuchar. No oyó nada más. Comenzó a caminar hacia la casa. Los músculos de su rostro apretado estaban tensos, él lo sentía, y sentía también la misma tensión en todo el cuerpo. Recordó la tarde pasada: su rodilla entre las piernas de Rosa, ella echándose hacia atrás, el cuerpo tirante, y después los dos cayendo sobre el camastro del viejo. Atravesaba el bosquecito. La luna espléndida tendía como pequeños velos claros en la fronda y en el pasto. A veces una porción de arena blanca parecía también un fragmento de materia lunar. No había brisa. Los mosquitos zumbaban en la oscuridad. A medida que avanzaba hacia la casa el aire iba haciéndose más cálido y pesado.

El viejo estaba parado en la puerta del rancho. Los perros merodeaban silenciosos, husmeando la tierra, sus dóciles cuerpos maleables serpeando en la penumbra, el pequeño espacio abierto frente al rancho. Domingo saludó.

El viejo no dijo nada. Estaba apoyado contra el marco de la abertura; no se movía, oscilaba involuntariamente, y no se movió cuando él pasó hacia el interior, mirándolo solamente; lo miraba pasar, los ojos rientes y escrutadores, y Domingo (no lo miraba) tocándolo al pasar de modo que el cuerpo del viejo osciló un poco más, dejándose oscilar levemente un poco más; al rozarlo Domingo atravesando el espacio exiguo de la abertura hacia la claridad verdosa expandida en el interior del rancho, pensó "me está mirando" y de nuevo vio la rodilla entre las piernas, la resistente y tirante anuencia doblándose hacia atrás y el tumulto floreado y jadeante cayendo sobre la cama.

Dejó los pescados sobre la mesa, la carne húmeda y casi palpitante todavía, amarilla y rojiza, y el cuchillo. La gran hoja, cuyo mango era negro, con dos pequeños círculos de cobre, era gris y veteada, de un solo filo.

Regresó.

El viejo no se había movido. Él debió pasar de costado tocándolo, y el viejo oscilaba contra la puerta, la mirada riente, el sombrero echado hacia atrás. Fue hasta el espacio abierto, caminando con lentitud, y quedó ahí, de pie, en medio de la penumbra cálida; encendió un cigarrillo. Primero se palpó el bolsillo de la camisa (los ruidos resonaban en el aire inmóvil), sacó el paquete y los fósforos, se colocó cuidadosamente un cigarrillo entre los labios, guardó el paquete y encendió un fósforo. La llama ascendió hasta el extremo del cigarrillo y al aspirar él, creció un poco. Él la arrojó hacia adelante y la llama cayó al suelo permaneciendo encendida. Domingo miró hacia un costado, hacia la cocina. Había luz, la difumada claridad verde, y la gran sombra de Rosa moviéndose o permaneciendo inmóvil por un momento.

La llama del fósforo se apagó. En el espacio abierto frente a la casa los perros erraban silenciosamente. Se arrimaban a Domingo husmeando sus alpargatas, y después se alejaban de él y él los veía evolucionar, los contornos como vetas grandes o nudos inquietos de la misma penumbra.

– Rosa-dijo el viejo.

Rosa no respondió.

El viejo pareció moverse molesto detrás suyo.

– Rosa-repitió.

Uno de los perros se detuvo. Alzó la cabeza mirando hacia el rancho, con una de las patas delanteras doblada en el aire, el paso interrumpido.

Rosa emergió en la puerta de la cocina. Trataba de acomodarse un mechón de pelo caído sobre su sien, con el dorso de la mano. Al parecer tenía grasa en las manos, o las tenía mojadas, o algo así. Tenía una expresión de enojo en el rostro, como si hubiera pasado algo entre ella y el viejo un momento antes.