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– ¿Qué pasa? -dijo de mala manera.

Domingo estaba vuelto ligeramente hacia ella, el viejo detrás suyo. El viejo se dio tiempo, quedando un momento sin hablar, como para que el silencio dejara perfectamente demostrado que él había llamado a Rosa y que ahora Rosa estaba ahí.

– ¿Tengo un hijo o un perro rabioso? -dijo el viejo.

– No sé -dijo Rosa.

Domingo alzó levemente la cabeza. Una gran sombra marrón comenzó a cubrir la luna.

– No. Un hijo no. Un perro rabioso -dijo el viejo.

Avanzó al parecer. Domingo se volvió. El viejo lo miraba.

La nube cubrió toda la luna. No era en realidad una nube; era el extremo de una tormenta que ascendía. El bosquecito desapareció casi; quedó sólo un comienzo de murmullo de brisa, y un tumulto indiscernible de contornos confusos. El río también había desaparecido y los perros eran unas cosas veloces y sólo presentibles moviéndose en la masa negra del patio. En el cielo, hacia el sur, no se veía nada; hacia el norte eran visibles algunas estrellas cuyo brillo había disminuido. Eran unas verdosas piedras opacas incrustadas en un cielo ahora negro.

El viejo Arce y sus ojos sonrientes frente a Domingo, mirándolo.

– ¿No te dije que pidieras un adelanto? -dijo.

Domingo no respondió. Avanzó, fumando, hacia el viejo, pasó junto a él, rozándolo de nuevo, el viejo quedó bamboleándose detrás, y Domingo penetró en el rancho. Sorteó la mesa y fue a echarse de espaldas en el camastro. Por el ventanuco, hacia el sur, vio que relampagueaba. Oyó la voz del viejo.

– Para qué los cría uno -decía en un tono salmódico y pesado-. Rosa. -Al parecer Rosa se hallaba nuevamente en el interior de la cocina, ya que oyó un "Eh", remoto y distraído por toda respuesta-. Rosa -repitió el viejo-. Vení para acá. Vení te digo.

– Lávese la cara, don Arce -oyó Domingo echado en el camastro que respondía Rosa-. Vaya, lávese la cara.

No oyó nada más por un momento. Estaba echado con el antebrazo bajo la nuca, la cabeza vuelta hacia el ventanuco, viendo el cielo negro en el sur, entre los árboles, el sur donde relampagueaba. Oyó los pasos del viejo. Retumbaban sordamente. "Ahora va a hacer algo" pensó viendo "Ahora está yendo para la cocina".

– Si yo te digo que vengas vos vení -oyó decir a la voz pesada del viejo Arce.

Domingo dejó de respirar por un momento.

– ¿No? -dijo la voz del viejo, furiosamente reprobatoria. Y después de un breve silencio.

– Bueno. Ahora vení.

– Lávese la cara, don Arce -respondió la voz de Rosa-. Vaya, lávese la cara. "Ahora está parado en la puerta de la cocina", vio Domingo pensando "Va hacer algo".

– Bueno -oyó decir a la voz del viejo-. Bueno.

Oyó ruidos.

– No, don Arce -comenzó a decir rápidamente la voz de Rosa-. No, don Arce. Le digo que no.

– Deja, Rosa. Deja te digo -decía la voz del viejo.

Domingo saltó de la cama. Tiró el cigarrillo, lo pisó rápidamente, y al sortear la mesa golpeó el vértice con la cadera de modo que el farol tembló, tambaleándose, y todas las sombras se movieron. Él salió al exterior, al aire pesado, las sombras moviéndose detrás suyo por última vez y deteniéndose, y el viejo y Rosa forcejeaban en la puerta de la cocina. El viejo la tenía agarrada de la muñeca, y Rosa le daba golpes cortos y rápidos en el hombro. El viejo estaba afirmado contra el marco de la abertura, con las piernas abiertas, y parecía cómodo en esa posición. Domingo avanzaba rápidamente hacia ellos.

– Pero, pero… -dijo Rosa.

– Deja Rosa -dijo el viejo. Le dio un empujón, soltándola hacia Domingo. Rosa venía como volando hacia él. Domingo la sostuvo, doblándose él también por la violencia del golpe. Los tres quedaron inmóviles, mirándose al resplandor magro de la luz de la cocina. El viejo se enderezó, irguiéndose. Al hacerlo se le cayó por detrás el sombrero. Domingo y Rosa lo miraban. El viejo se agachó recogiendo el sombrero. Lo limpió con el codo y volvió a colocárselo tomándolo con dos dedos por la punta de la copa y ayudándose a calarlo por detrás con la otra mano. Después se acomodó la camisa rotosa y el pantalón. Ellos lo miraban. El viejo avanzó lentamente, pasó junto a ellos y penetró en el rancho. Cada relámpago iluminaba con destellos azules el patio y el bosquecito. Era no como si el bosquecito estuviera ahí, sino como si emergiera de algo y no completamente, cada vez que era iluminado. Parecía uno de esos barcos que en las noches de tempestad sumergen rítmicamente el contorno borroso de la proa en la profundidad del mar negro. Domingo soltó a Rosa y caminó hacia el espacio abierto, donde los perros vagaban inciertos, sus húmedos ojos emitiendo de vez en cuando pétreos reflejos amarillos. "Ahora va a venir, va hacer algo", pensó Domingo. "Está junto a la mesa, inclinado, esperando, decidiendo". Encendió otro cigarrillo. El primer fósforo se apagó debido a la brisa creciente. Encendió otro resguardándolo con las manos. Las manos le temblaban levemente. Por un momento, su piel fue translúcida, casi como el coral. El fósforo se apagó. Quedó la punta incandescente del cigarrillo, una vaguedad rojiza en la oscuridad. Se volvió, de golpe. El viejo estaba en la puerta, mirándolo. Rosa entraba en la cocina, desapareciendo por la puerta. El viejo estaba con una mano apoyada en el marco, el cuerpo inclinado y oscilante. No sonreía. Los ojos sí: sonreían. A pesar de su cuerpo menudo el viejo parecía más macizo, más sólido. Salvo los resplandores de luz verdosa emergiendo de las aberturas de la cocina y del rancho, todo se hallaba a oscuras. La luz de los faroles era absorbida casi inmediatamente por la densa oscuridad del contorno. Domingo se hallaba en el límite impreciso de la claridad.

– ¿Yo no te había dicho que pidieras el adelanto? -dijo el viejo, y como si hubiera estado aguardando detrás, escondida, esperando el parlamento, Rosa reapareció en la puerta de la cocina, y quedó allí, inmóvil. Tenía el dorso de una mano apoyado en la palma de la otra, a la altura del vientre.

Domingo dio un paso.

– No podía -dijo calmosamente. Y después, como si suspirara-: ¿Qué

pasa?

El viejo también avanzó un poco. Ahora nada en él sonreía. -¿Qué me pasa? ¿Qué te importa a vos qué me pasa?

Domingo fumó largamente, echó el humo, y después, como si ayudara al viejo a sacar una conclusión:

– Yo sé lo que le pasa -dijo-. Cándido le reclamó la plata de la Rosa.

El viejo se aproximó y le pegó en la cara. Domingo no se movió. Uno de los perros salió velozmente de la oscuridad y se paró junto al viejo, mirándolo. Domingo arrojó el cigarrillo lejos de sí, con mucha calma.

– Para eso busque la plata en otro lado -dijo.

El viejo volvió a pegarle en la cara.

– Domingo -dijo Rosa desde la puerta de la cocina-. No lo dejes.

– Entra a la cocina -dijo Domingo.

El viejo le pegó por tercera vez. La nariz comenzó a sangrarle.

– Don Arce -dijo Rosa-. Hoy me hizo. Hoy a la siesta yo me dejé hacer. Yo me dejé hacer. Yo misma lo traje para la cama.

– Entra a la cocina -dijo Domingo. El labio superior le temblaba. Él lo sentía. La sangre le corría tibia y abundante por la boca y el mentón.

El perro salió disparado y se perdió nuevamente en la oscuridad.

Entonces el viejo alzó los brazos, con los puños cerrados y empezó a golpearlo en los hombros y en el pecho. Domingo no se defendió. No eran golpes tan violentos. "Basta con dejarme caer", pensó. "Me dejo caer y listo". "Después se va a tranquilizar". Se dejó caer. Cayó arrodillado. El viejo le dio una patada, jadeando, murmurando. Lo tumbó. Desde el suelo vio a Rosa correr hacia el viejo y las piernas del viejo volverse hacia Rosa. Se puso trabajosamente de pie. El viejo no le pegaba a Rosa, la sacudía solamente. La había agarrado por los brazos y la sacudía violentamente, sin pegarle. Por encima del hombro del viejo, Rosa lo miraba casi con sorpresa, a pesar de la violencia de los sacudones.

– Puta -dijo el viejo-. Puta.

Domingo sacudía la cabeza como para despejarse. Se dirigió al rancho, limpiándose torpemente la ropa con las manos, sintiendo detrás suyo a Rosa y al viejo. "No va a pegarle", pensó. Entró en el rancho. Se detuvo junto a la mesa. "No va a…" Vio el cuchillo.

– Puta -oyó que el viejo decía a Rosa. Oyó un golpe. Rosa comenzó a lloriquear.

– Domingo. Me mata. Me mata. Domingo -gimoteó.

Domingo manoteó el cuchillo y regresó corriendo al exterior. Rosita estaba en el suelo protegiéndose la cabeza con los brazos, y el viejo le daba patadas con los dos pies. Domingo agarró al viejo de un hombro, lo elevó y lo dio vuelta. El viejo se encogió. Alzó la vista y vio el cuchillo sesgado en el aire a punto de caer. No dijo nada. Lo miraba con los ojos muy abiertos solamente.

– Oiga. Oiga -dijo Domingo. Movía la cabeza, los ojos semicerrados por la furia. El viejo apenas tocaba el suelo con la punta de los pies. Parecía un muñeco de trapo. Parecía consistir solamente en la cabeza y la ropa. Los pantalones le colgaban como vacíos.

– ¡Escúcheme! ¡Escúcheme! -dijo Domingo. El cuchillo estaba alzado en el aire a punto de caer y el viejo lo miraba. Domingo comenzó a sacudir violentamente a su padre. Rosa se incorporó con lentitud y retrocedió mirándolos. Había como una expresión de terror incrédulo en su rostro y se tocaba la mejilla con una mano. Violentamente sacudido, el viejo intentaba abrir la boca como para decir algo. Miraba el cuchillo.

– ¡Escúcheme! ¡Escúcheme! -dijo Domingo, y arrojó al viejo lejos suyo.

El viejo parecía volar hacia atrás, arqueado. Cayó en el patio quejándose. Quedó tendido inmóvil. Uno de los perros se separó de la sombra súbitamente y empezó a husmear al viejo.