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De haberlo querido, en un solo día habría podido partir a la mañana en ómnibus, desayunar, almorzar y cenar en su casa, con su familia, y a medianoche acostarse en su cama de la pensión, en la ciudad. No lo había hecho nunca: de su padre no le molestaba tanto la falta cometida como los remordimientos y a esa tensión insoportable creada por la sumisión de aquel hombre que alguna vez le había enseñado con una plácida y orgullosa pericia a conducir aquellos pesados camiones que él había observado y admirado desde los siete u ocho años, se agregaba la conducta irregular de su hermana que se estaba cobrando, ya a perpetuidad, con esa característica usura para la venganza que es más frecuente encontrar en las mujeres que en los hombres, aquella crueldad circunstancial de su padre. Su madre permanecía ajena a todo, era una mujer silenciosa, tímida y anuente. Jamás discutía y lloraba a menudo tratando de que nadie lo advirtiera. Por esa razón él enviaba a su nombre el dinero, aunque estaba seguro de que era incapaz de gastar cinco centavos para ella y de que los billetes que separaba de su sueldo con naturalidad y cuidado cada fin de mes, y depositaba religiosamente sobre el mostrador del Correo Central, eran utilizados en su totalidad por su hermana, que alimentaba con ellos a un atorrante del pueblo, un hombre casado que, además de mantener relaciones con ella, equilibraba los gastos de su casa mediante ese dinero, recuperando de esa manera las horas que perdía haciendo el amor con su hermana (circunstancia que todo el pueblo conocía) en la casa de un amigo soltero.

De ahí que las visitas de fin de año le resultaran tan oprimentes e insoportables y que no permaneciera en su casa más que la Nochebuena y el feriado de Navidad y la noche de fin de año y el feriado del primero de enero. La noche del veinticinco de diciembre regresaba a la ciudad y volvía al pueblo la noche del treinta y uno. Llegaba alrededor de las once. Esperaba el fin de año junto a la mesa servida, tomaba una copa de sidra y comía un pedazo de pan dulce (había observado también que en su casa no encontraba gusto por la comida; que él, que no era goloso aunque sí frugal, no podía sentir en la mesa de su casa el mismo placer que sabía experimentar ante la mesa servida de la pensión en la ciudad) y se iba a dormir para apresurar el día siguiente, que ocupaba realizando visitas a sus viejos amigos del pueblo. Regresaba a la ciudad por la noche. Y ya en el ómnibus, más de una vez, al experimentar ese obsceno sentimiento de alivio que lo invadía apenas el ómnibus se ponía en marcha, había sentido una especie de nostalgia, algo semejante a la amargura, originada por el hecho de que no podía explicar a su familia aunque hiciera un poderoso esfuerzo para lograrlo, que él no se sentía ni ofendido ni enojado por esa situación irregular que ellos pretendían que él aceptara, que no había tampoco ninguna cuestión moral de por medio, y que él le habría permitido a su padre una sumisión mayor o un sadismo mucho más marcado, y a su hermana una disipación sin límites, con tal de que no pretendieran, como lo hacían, obligarlo a él a ser el juez en última instancia de esa causa perpetua que se estaba ventilando en su casa.

Por otra parte, y a diferencia de los otros choferes, no tenía franco. No lo había pedido. No habría sabido qué hacer con él. Es cierto que su trabajo no era estricto ni severo, que nadie controlaba su horario y que, si hubiese querido, habría podido hacer más de un viaje extra con el coche, pero ese no era el asunto. El asunto era que no tenía franco, que no disponía, por ejemplo, de todos los miércoles del mes, para hacer con ellos lo que le diera la gana. Durante los días de trabajo llegaba a la estación, se sentaba ante la mesa del bar, frente a la parada, junto con los otros choferes, y se quedaba oyéndolos hablar sobre mil cosas, los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza sostenida por la quijada con la palma de la mano, o bien echado plácida e indolentemente sobre la silla, sin abrir jamás la boca. Nadie se dirigía a él cuando conversaban. No era más que un perpetuo oyente, silencioso, quieto, que ni siquiera ocupaba las manos en encender o sostener un cigarrillo, porque no fumaba, que nunca tomaba otra cosa que no fuese café, o una naranjada en el verano, porque tampoco bebía por iniciativa propia, y cuyo placer mayor consistía en eso: en estar ahí, sentado, en silencio, oyendo a los choferes parlotear sobre mil cosas, sin decir jamás una palabra. Cuando se hallaba en el coche, efectuando un viaje, si por casualidad recordaba el bar de la estación, donde se hallaban en ese momento los choferes desocupados conversando, le recorría la espina dorsal una especie de escalofrío de voluptuosidad, sabiendo que apenas dejara al pasajero podría dar vuelta la esquina, regresar, detener el coche frente a la parada y con un par de largos trancos aproximarse a la mesa, sentarse y permanecer en silencio el resto del tiempo. De haber sido condenado al día franco, habría resuelto el conflicto de la misma manera: se habría levantado temprano, a la hora acostumbrada, habría desayunado rápidamente en la pensión, habría tomado el coche con la banderilla enfundada en la sucia gamuza amarilla con que la cubría cuando se iba a comer y se habría dirigido a la estación; habría detenido el Chevrolet (con un ligero sabor de envidia o de nostalgia en el corazón) unos metros más allá de la parada para no confundir a los pasajeros y se habría quedado el santo día en el bar de la estación, esperando con una desmedida impaciencia la mañana siguiente, en que podría comportarse de un modo similar sin sentirse de ninguna manera un extraño o un intruso entre los otros.

A pesar de no haberle acordado día franco, Coria lo protegía, tratándolo con un aire jovial y paternal al mismo tiempo. Coria era un hombre bajo, algo grueso, de nariz quebrada, y unos ojos grises pequeños y rápidos como los de un pájaro. Había sido boxeador amateur durante un tiempo, hasta que, durante una discusión extraprofesional, le vació el ojo de una trompada a un entrenador, incidente que interrumpió su carrera justo cuando se hallaba a punto de incorporarse al profesionalismo. Su nariz quebrada era el saldo de su rápido paso por el deporte. El incidente con el entrenador lo favoreció en gran medida ya que, interrumpida su carrera, al quedarse sin saber qué hacer, se despertó en él una súbita inclinación por el comercio. Le fue al pelo. A los cuarenta y cinco años era propietario de un coche que explotaba como taxímetro y un puesto mayorista de verduras y frutas en el Mercado de Abasto, atendido por un ex inspector de policía que gozaba de una parte de los beneficios del capital en carácter de habilitado. Coria era un hombre activo y enérgico. A medida que su capital fue creciendo fue haciéndose característico en él un modo de obrar rápido y terminante, con pretensiones de ecuanimidad, que lo hacia jactarse delante de sus amigos de la singularidad de su carácter. Para él las cosas debían hacerse en seguida o no hacerse. Debían, hechas en seguida, hacerse bien. Y hechas en seguida y bien, en la concepción del mundo de Coria, significaba oscuramente hacerlas con el máximo de provecho personal, la más límpida y rigurosa ostentación y el menor peligro posible de ridículo. Sin embargo, y a pesar de todo, en el fondo de su corazón Coria sustentaba una concepción trágica del pequeño comercio, y estaba seguro de que, en cuanto a capital y a posición social, no podría exceder jamás de determinado límite. Eso lo ponía en una situación análoga a la del condenado a muerte que sabe que ningún exceso ni ninguna salida de tono pueden hacerle el menor daño. Lógicamente, esa impunidad lleva en el fondo una carga de amargura muy grande, en especial dirigida hacia los responsables de la situación, e impele en gran medida a exhibir, con fines verdaderamente ambiguos, las causas que han llevado a ese aparente estado de privilegio.