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De ahí que la vida de Coria fuese irregular, ociosa y desordenada. Por el Mercado de Abasto aparecía nada más que de cuando en cuando, y se pasaba la mayor parte del tiempo jugando al billar por dinero o bebiendo en los bares del centro. Tenía crédito en todos los lupanares de la ciudad. Como excepción hecha de un hermano que se hallaba en una situación económica todavía más sólida que la de él, Coria no tenía familia, iba muy poco a su casa, viajaba a menudo a Rosario o a Buenos Aires siguiendo la pista de alguna bailarina, o bien para asistir al hipódromo o a alguna pelea de importancia, durmiendo muchas veces donde la noche lo pescaba, incluso cuando se hallaba en la ciudad misma. A veces tomaba de más y entonces se ponía siniestramente sentimentaclass="underline" era capaz de matar al que no escuchaba sus quejas, sobre todo cuando hablaba de su finada madre. Cualquiera le habría tomado el pelo de no haber estado al tanto de que, hallándose fresco, Coria era rápido y astuto para los negocios, y que una súbita mirada de sus crueles ojos grises, en un momento de furia, era algo verdaderamente difícil de soportar.

2

El viento de octubre, cargado de polen, un viento espeso soplando en una atmósfera amarilla desde el principio de la primavera, se detenía solamente al crepúsculo, en una especie de palpitación tensa que disminuía con lentitud; hasta el oscurecer la ciudad permanecía quieta. De noche el viento recomenzaba, arrasando una niebla tenue que el largo atardecer formaba en el cielo, iluminado por una luna tibia y clara, y unas estrellas suaves y cálidas de un inquietante brillo verde. Soplaba hasta el crepúsculo del día siguiente: y entonces, nuevamente, a la caída de la tarde, volvía a detenerse en medio de unos tensos aleteos cada vez más lentos, parecidos a los de una extinción gradual o a los de una derrota.

El viento agitaba los árboles cuando detuvo el coche frente al bar de la estación y vio a Coria en compañía de la mujer vestida con un suéter liviano de color rojo y una pollera negra, ajustada a los muslos. La mujer era joven, de baja estatura, bien formada, y apretaba un monedero y un pañuelo en la mano derecha. Lo miró atentamente, como para saludarlo, y no la reconoció en seguida, pero al poner la palanca de cambio en punto muerto, cerrar el contacto y comenzar a abrir la portezuela para descender, ya había recordado quién era. Coria se había vuelto hacia él, sin aproximarse, y la mujer quedó algo relegada. Dio dos trancos rápidos hacia la pareja mientras la portezuela del Chevrolet se cerraba con estrépito detrás suyo.

– ¿Cómo vamos? -dijo Coria. Su nariz quebrada era una forma obscena entre sus duros y rápidos ojos de pájaro.

Respondió con un tono distraído.

– Bien -dijo, sintiendo que la mujer lo contemplaba.

No la miró. Miró hacia el bar, por encima de la cabeza de Coria. Las cabezas de dos criollos, de piel oscura y olivácea, bajo las alas de unos anchos sombreros de fieltro negro eran visibles a través del ventanal. Volvió la vista hacia la mujer: el viento le sacudía el cabello, levantándoselo por detrás, y ella se había puesto una mano sobre la coronilla de la cabeza para sostenerlo.

– Vamos al bar -dijo Coria-. Vení, Dora.

Caminaron él y Coria delante, detrás Dora. El reloj hexagonal del bar marcaba las cinco y veinticinco. Había mucha gente hablando en voz alta, de modo que un murmullo desordenado llenaba el recinto. Era un largo salón con un mostrador de tres alas, en forma de U, dispuesto en el centro. El rectángulo se cerraba en el fondo del salón con una heladera baja que exhibía tras su vidriera postres, pescados, frutas, aves muertas, quesos y fiambres. En uno de los extremos del mostrador un hombre manipulaba con cierto aire rutinario una caja registradora. Se sentaron en una mesa próxima a la puerta de calle, junto a la de los dos criollos. Ahora vio que llevaban anchas bombachas y zapatillas de goma blancas, nuevas.

Dora se sentó; él no la miraba. Coria se sentó con el brazo extendido hacia él, la palma hacia arriba, indicándole cortés y distraídamente que se sentara. Dora quedó a su costado, Coria enfrente, y por encima de su cabeza, a través de los anchos ventanales que daban a los andenes de la estación, podía ver los ómnibus pintados de diferentes colores, congestionados en los estrechos andenes, y una gran cantidad de gente revisando sus boletos, dándose besos de despedida, corriendo de un lado a otro o haciendo pacientes colas en los andenes correspondientes a los ómnibus suburbanos. Se oían la música y los avisos publicitarios a través de los altoparlantes de la estación, vagamente. Coria pidió cerveza para los tres.

– ¿Ustedes se conocen? -dijo. Señaló a Dora. Él se puso de pie y le estrechó la mano. Dora lo miraba; la miró fugazmente, por un momento y después miró a Coria que bebía un largo trago de fría cerveza dorada. Volvió a sentarse. Bebió un corto trago de cerveza y quedó con el vaso en la mano. El vaso de Dora continuaba intacto sobre su plato. Ella se hallaba rígidamente sentada en la silla.

– Tenés que llevar a Dora a esta dirección -dijo Coria. Comenzó a rebuscar en los bolsillos de su saco sport, de un color mostaza. Sacó un papel con unas anotaciones garabateadas a lápiz sobre su superficie-. A las nueve la traes aquí de vuelta. Yo voy a estar esperando.

Él leyó la dirección y la guardó en el bolsillo de su pantalón, estirando su larga pierna flaca a un costado de la mesa para facilitar sus movimientos. Coria se volvió hacia Dora. Le acarició el mentón haciéndole tiernas guiñadas. Dora le sonrió con pereza.

– Hay gente aquí, corazón -le dijo.

– ¿Esta noche sí? -dijo.

– Sí -dijo Dora.

– Toma un poco de cerveza -dijo Coria.

– No -dijo Dora-. No tengo ganas.

– ¿Aunque yo te lo pida? -dijo Coria. Ponía un rostro siniestramente tierno al decirlo.

– Sí, corazón -dijo Dora, con la misma pereza de antes-. Aunque vos me lo pidas.

Coria lo miró:

– Estoy por casarme -dijo-. ¿Qué te parece?

Él estaba bebiendo en ese momento; lo miró por encima del vaso.

– ¿Con quién? -preguntó. En seguida advirtió que su voz había estado demasiado mezclada con un tono de asombro-. ¿De veras? -dijo.

– Con Dora -dijo Coria- ¿No es cierto, Dora?

– Sí, corazón -dijo Dora.

– Dora no está de buen humor hoy -dijo Coria-. Vas a ver que es una chica excelente. Toma un poquito de cerveza. Sí. Sí. Un poquito -dijo a Dora.

Dora bebió un trago y dejó la copa sobre su platito, con una expresión de desagrado.

– No tengo ganas -dijo.

– Bueno -dijo Coria-. Vayan.

Él terminó de un solo trago su cerveza. Se pusieron de pie. Dora se alisaba la pollera con las manos. Recogió el pañuelo y el monedero de sobre la mesa.

– A las nueve -dijo Coria poniéndose de pie y dándole un golpecito en el brazo.

Salieron. El viento soplaba todavía afuera. Dora se llevó la mano a la coronilla de la cabeza, para no despeinarse. Desde la vereda sintió que Coria lo llamaba. Regresó. Coria lo esperaba en la puerta del bar.

– Dame un poco de plata -le dijo.

Él sacó la cartera y le dio todo lo que tenía en billetes grandes: doscientos cincuenta pesos. Se guardó dos billetes de diez. Si Coria se encontraba en el centro sin dinero se llegaba hasta la estación y le pedía lo recaudado durante la jornada; lo hacía bastante a menudo.

– Perfecto -dijo Coria- Hasta luego.

Entró nuevamente en el bar. Él regresó. Dora lo aguardaba junto al Chevrolet. Él abrió la portezuela trasera, la hizo pasar al interior del coche, y cerró nuevamente la portezuela. Vio por última vez a Coria en el interior del bar, charlando y riendo con el cajero.