Dobló frente al edificio de Correos. Por el retrovisor veía a Dora contemplarle la nuca. Ella desvió la cabeza (detrás suyo, en el retrovisor, la ancha calle empedrada, la larga hilera de camiones estacionados, el sol dorando las copas de los árboles, iban alejándose, agrupándose en una abigarrada y viva mezcla de colores y de movimientos brillantes) y lo miró a través del retrovisor, sonriendo. Se apoyó en el respaldo del asiento delantero, de un cuero color café con leche. Le tocaba el hombro con el codo.
– ¿No te acordás de mí? -dijo, mirándole el perfil primero, y al verlo mirar con atención el camino, sonriéndole después por el retrovisor. Le dio un golpecito en el hombro con la mano libre. En la otra apretaba el monedero, un monederito de plástico floreado, y el húmedo pañuelo floreado-. ¿Me puedo sentar adelante?
El coche dobló frente al parque del Palomar y tomó por la avenida del puerto, hacia el río. La luz solar penetró en el coche con unos reflejos súbitos e intensos, a través del vidrio trasero, refractándose sobre el retrovisor. Lo movió para no encandilarse.
– Al principio no te reconocí -dijo, mirando hacia la calle y comenzando a sonreír. Delante del coche un camión tanque aminoró la marcha para doblar por la primera transversal, frente a la entrada del puerto. Él aminoró a su vez, cambió la marcha, y se colocó detrás del camión. El camión de "Shell" dobló lentamente pesado y cuidadoso y el Chevrolet lo sorteó por la parte trasera, acelerando la marcha junto al cantero central de la avenida. Las palmeras y las tipas se inclinaban agitadas y sacudidas por el viento. Al fondo de la calle, que hacía una curva varias cuadras más adelante, el viento incesante formaba unas vagas nubes de un polvo fino y blanco. El cielo se hallaba límpido y brillante.
– No te reconocí porque estás muy cambiada. Giménez me dijo la semana pasada que estabas otra vez en la ciudad.
– ¿Puedo pasar adelante? -dijo Dora-. Hay mucho sol aquí.
Detuvo el coche. Dora descendió mientras él abría la puerta delantera, pasó adelante y él, estirando el brazo por detrás de ella, cerró la portezuela nuevamente. No arrancó en seguida. La miró. Ella lo miraba sonriendo: ahora tenía los ojos pintados, azules, los labios pintados, y el pelo cortado de una manera diferente. Estuvo mirándola un momento, como para descifrar con lentitud el significado de aquel cambio. Ella se puso de costado hacia él, dejando ver los gruesos y duros muslos, las pétreas rodillas encimadas sobre el asiento. Tenía la piel del rostro algo requemada y tensa, algo gastada.
– Pavote -dijo.
El coche arranco. Él sonreía.
– Estuve por buscarte, -dijo Dora-. Le pregunté a Gabriel. Pasé un par de veces por la estación. No te vi.
– ¿Qué haces ahora? -dijo.
– ¿Ahora? -dijo Dora-. Nada. Lo de siempre.
– ¿Podes? -dijo-. ¿Podes ahora?
– Trato, -dijo Dora, secamente, sentándose derecha y mirando hacia adelante-. Dame un cigarrillo.
– No fumo -dijo, con gran calma. Está bastante enojada, pensó. Pero aquella noche no, aquella noche había estado silenciosa, cautelosa, había estado humilde y como derrotada. Aquella noche del final del último verano la había encontrado en la "Arboleda" sola y callada, cavilando bajo las casuarinas, sentada en un banco semicircular de piedra a una mesa redonda de piedra, junto a las cabañas donde las chicas recibían a la clientela. El propio Gabriel Giménez lo había conducido hasta ella. Le había puesto una fría copa de whisky en la mano, diciéndole: "Es una pobre chica; necesita ayuda; conviene que se vaya de aquí esta misma noche", y lo había sentado junto a ella en el banco semicircular de piedra. Lo recordaba: el final del verano bajo las casuarinas murmurando en el viento de la madrugada, entre los árboles, cuyo verdor refractaba apenas la atenuada y sucia discreción de las lámparas culpables. Ahí le contó ella que la oficina de Correos que atendía en el pequeño pueblo de Misiones había estado siempre exclusivamente a su cargo. Lo repitió varias veces, hasta que él, lo recordaba, supuso que en el corazón de Dora existía algo que le impedía olvidar ese hecho. Se lo dijo. Entonces ella le contó que se había tomado dos días de vacaciones, poniendo un reemplazante, y que al regresar se había encontrado conque el reemplazante había hecho un pago indebido, por cuenta de la Caja de Ahorros, a un hombre que había pasado en automóvil por el pueblo, siguiendo al norte, y que se había presentado con una libreta adulterada. "El reemplazante lo puse por cuenta mía -dijo ella-. Yo le pagaba. Dejé todos los papeles firmados, como si yo no hubiera faltado a la oficina". Cuando se enteró de la estafa pidió diez días de licencia antes de declararla, y se vino a la ciudad. Había viajado más de mil kilómetros hasta la casa de su hermana. Trabajaba en el prostíbulo para restituir el dinero. La hermana y el cuñado creían que ella dormía en la casa de una amiga. Ella no lloró ni adoptó un tono lastimero al contárselo; se lo contó sencillamente, jugando con los botones de su vestido, y casi sonriendo. En realidad no sonreía. Parecía estar sonriendo, pensó ahora, mientras lo recordaba. "Gabriel no sabe nada -había dicho Dora esa noche-, piensa que no sirvo para esto y me parece que tiene razón. No sabe nada y no se lo diría tampoco. No sé por qué se lo digo a usted". Entonces se había quedado mirándolo; ahora lo recordaba. "¿Qué tengo que hacer?". El había respondido sin vacilaciones. "Pierda el empleo o vaya a la cárcel". "Estaba pensando en eso", había dicho ella. "Antes de venir aquí, le aseguro, que ni siquiera con mi novio…" "Eso no importa", recordó que había dicho. "Eso no importa nada".
Las casuarinas silbaban y murmuraban en el viento. Ahora Dora se hallaba sentada junto a él en el Chevrolet. No la miraba: sólo se hallaba escrutando calmosamente la avenida soleada, las palmeras, percibiendo sin mirar, a su costado, la roja mancha del suéter, la rígida figura de Dora, tensa y al parecer ofendida contra sí misma. Había sido diferente aquella noche, pensó, rememorando el sabor de la fría bebida color té, las luces entre la pesada y murmurante vegetación de estío, las cabañas de madera ocupadas de vez en cuando por alguna pareja, la proximidad del río aromando el aire.
– ¿Y con Coria? -preguntó- ¿Qué pasa?
– Lo conocí en la "Arboleda", la primera vez que estuve aquí. Nos encontramos de nuevo la semana pasada. Me quiere con preferencia y me dice que tengo que dejar de trabajar. Es una buena oportunidad, pero a mí no me gusta el trato porque yo quiero ser libre.
– Coria te conviene -dijo-. Para qué diablos querés ser libre.
– No me gusta. Me conviene, sí, y es bueno conmigo, pero no me gusta -dijo Dora, con fastidio-. Dame un cigarrillo.
Él sonrió.
– No fumo -dijo.
– Ah -dijo Dora-. Cierto. -Estaba contrariada. Súbitamente cambió de actitud, se pegó a él y le puso la mano en la nuca-. Cómprame un "Chester" corazón -rogó juguetonamente.
Enrojeció.
– No tengo plata -dijo carraspeando.
Ella volvió a separase de él, ni enojada, ni ofendida, ni despreciativa, ni nada, "Se ha olvidado completamente de aquella noche", pensó sintiéndola cerca suyo. En cambio él se había acordado a menudo de ella: al pasar por determinado lugar, al percibir un olor cualquiera, a veces al llevar a una pareja al amueblado del sur, donde habían estado juntos aquella noche. Si hacía un esfuerzo a veces, si se entregaba a sí mismo con una lenta dedicación, y en estado especial de ánimo, era capaz de lograrlo: ahí reaparecían entonces los dos, mágica y atenuadamente, como enmarcados en un óvalo de polvo, en el bulevar, por ejemplo, junto al gigantesco palo borracho al que se habían acercado descendiendo del coche, en la madrugada, buscando hongos comestibles, porque los dos se habían declarado capaces de distinguirlos de los hongos venenosos; en el coche mismo, respirando el olor común de los cuerpos; aún en la estación de ómnibus, hacia el mediodía asociándolo al momento en que había ido a despedirla.
Ahora pasaban por la usina, separada de la calle por un largo muro oscuro. Sobre el borde de la vereda, los grandes árboles de fronda perenne reverdecida por la primavera se hamacaban en el viento. Una ráfaga de pronto los inclinaba hacia un lado y los mantenía así, temblando y resistiendo por un momento, como si quisiera quebrarlos o vencerlos. Recordaban una cabeza desvalida que una mano obstinada y rigurosa sumerge por la fuerza en el agua.
Dora habló pensativamente.
– Coria es demasiado nervioso -dijo-. Está decidido a darme todos los gustos.
– ¿Cómo se arregló lo del correo? -preguntó.
Ella se alzó levemente la pollera y se hacía viento en la cara con la mano libre, mirando por la ventanilla.
– ¿Qué correo? -dijo-. Ah, sí. Me dejaron cesante. -Lo miró-. Tu consejo -dijo.
Se sintió enrojecer nuevamente. Dora se volvió hacia él mirándolo con una sonrisa tierna y burlona.
– No es nada, corazón -dijo-. El empleo no me importa nada.
– Sin embargo -dijo él con lentitud-, me parece que sí, que te importa.
– Estás empeñado en demostrarme que tengo buen corazón -dijo Dora-. No te hagas problemas. No es así, y te puedo asegurar que vivo mucho más tranquila.
– Ya lo sé -dijo él.
Dora hizo unos gestos de pereza y aburrimiento consistentes en echar los brazos para atrás, tensamente, irguiendo el pecho y hundiendo en él el mentón.
– Para que tanto buen corazón -dijo.
La miró de reojo, sin que Dora lo advirtiera, deseándola. Recordó su vientre y sus senos, sus muslos, aquella noche, al final del verano, y Gabriel despidiéndose de ellos casi con alivio, bajo el letrero luminoso de la "Arboleda". Gabriel era un tipo bastante singular: metido en ese cuarto lleno de