– Sí, sí -respondió mientras la besaba, mientras la acariciaba, moviendo la cabeza como si las palabras de Dora interrumpieran la delicada tarea que estaba realizando al parecer con sumo cuidado. Apagó la luz del velocímetro, estirando el brazo por detrás del cuerpo de Dora, sin siquiera levantar la cabeza.
– Vamos -dijo.
Abrió la portezuela y descendió. Dora descendió por el otro lado. El aire estaba quieto y levemente grávido, algo tibio. Dora rodeó el Chevrolet por la parte trasera y se acercó a él; caminaron hacia los pinos. El cuerpo de Dora palpitaba y temblaba, despedía un aroma cálido, y él lo sentía caminando de su brazo hacia los pinos, detrás de cuya angosta fronda negra brillaba la luz blanca y dura de la luna.
– Estás temblando -dijo.
– Sí -murmuró Dora-. Estoy ardiendo.
El miró con lentitud hacia el río: una parte de su superficie refractaba el resplandor lunar. El agua parecía verde o negra, densa y pesada.
– Te quiero, Dora -dijo.
– Sí-dijo Dora. Lo abrazó y lo apretó contra su cuerpo. Estaban bajo los pinos.
– No -dijo-. Aquí no, Vamos a la playa.
– Donde sea -dijo Dora-. Vamos.
Los pinos se alzaban sobre una pequeña barranca. Unos metros más allá una ancha escalinata de concreto descendía a la playa, extensa y blanca. Descendieron la escalinata. Sobre la orilla se divisaba la silueta de dos o tres botes amarrados a la costa. El agua batía contra ellos produciendo un sonido breve e incansable, repetido rítmicamente. Algo se movió en la costa, en el agua: era un caballo que en determinado momento restalló al resplandor lunar; bebía en la orilla. Después se alejó por el agua, con un chapoteo lento y pesado. Hacia el sur eran visibles las luces rojas del puente y a través del
río, en la lejanía, las luces de Paraná, agrupadas a una regular altura, emitiendo un velado resplandor sobre el negro horizonte del cielo. El aire parecía más fresco cuando comenzaron a caminar sobre la arena. La barranca proyectaba una estrecha franja oscura sobre la playa. Caminaron hacia allí.
– Te quiero, Dora -repitió.
– Aquí -dijo Dora-. Sentémonos.
Se detuvieron bajo la sombra de la barranca. Ahora recordó a Coria, de nuevo. "Me va a quitar el taxi", pensó, y otra vez fue invadido por aquel aire cálido, envolvente, melifluo, expandiéndose por su pecho y sus brazos, un aire fluyendo sin ninguna palabra, y la corriente de la inundación, arrastrando animales ahogados, maderas podridas, tocando la inmóvil arena visible, dejó un cuerpo sólido antes de continuar; dejó escoria; y él pensó: "Al fin de cuentas no es más que una puta. Está caliente. Cuando vea que puede conmigo va a tratar de probar con cualquier otro". Ahora no temblaba; al parecer ni siquiera respiraba. Miró a Dora: el rostro ancho y carnal, la sonrisa rígida, abstraída pero ardiente, una sonrisa conteniendo provisoriamente el futuro inmediato, que parecía emitir en la penumbra unos destellos malévolos. Dora lo abrazó; lo ahogaba.
– Un momento, Dora. Por favor un momento, Dora.
Se separó de ella y se quedó mirándola.
– Sí -rió Dora, sentándose sobre la arena.
Estaba decidiendo. Era claro, había hecho un aparte para decidir, y aunque sabía que interiormente el conflicto estaba resuelto, y que él no era capaz de animarse a reconocerlo, debió todavía recordar a Dora llorando en el automóvil para comprender que era claro que la guerra había comenzado y que, haciendo un aparte para decidir, él había estado a punto de perder la primera batalla.
Comenzó a respirar jadeando y se aproximó a Dora. Dora se abrazó a sus piernas, se arrodilló, y apoyó el rostro contra su vientre. Dios mío, pensó, está de rodillas, quiere humillarse, me parece que yo debería… Se dejó deslizar hasta la arena, con rapidez. Tumbó con suavidad a Dora, jadeando, y se echó sobre ella. Comenzó a mover las manos de un modo valeroso, inevitable y frenético.
Más tarde se hizo a un lado, echándose boca arriba sobre la arena. Se hallaba en mangas de camisa, respiraba con lentitud. Dora permaneció echada a su lado, en silencio, las manos sobre el vientre, mirando al parecer pensativamente las estrellas. También él las miraba. Había tantas, muy encendidas, el cielo estaba tan próximo y espléndido que de pronto sintió ganas de llorar. Dora alzó lentamente el brazo hacia el cielo, estiró los dedos separándolos, y parecía contemplar el cercano cielo estrellado a través de los dedos. El caballo chapoteaba plácidamente en la orilla del agua.
– Me parece que voy a quedar embarazada -murmuró Dora.
– Me gustaría -dijo.
Dora se incorporó hacia él, apoyándose con los codos en la arena.
– Te gustaría, ¿eh? -dijo con una sonrisa malévola.
– Sí-dijo-. Aunque los chicos…
– Qué hombre estúpido -dijo Dora, tiernamente, echándose otra vez en la arena. Durante un momento permanecieron callados.
– Te quiero, Dora -dijo con voz grave-. Es difícil darse cuenta de lo que uno siente.
– Qué no daría por tener un cigarrillo en este momento -dijo Dora. Después se volvió hacia él-. Estarás satisfecho ahora. Soy una estúpida. Estás hecho de la misma pasta que mi cuñado.
El sonreía en la penumbra.
– Dale -dijo-. Adelante. Escucho.
– ¿Qué es lo que escuchas?
– Lo que digas. Cualquier cosa. Adelante.
– Anda al diablo -dijo Dora-. Lindo problema si quedo embarazada. ¿Vas a dar la cara cuando tenga que ir de la partera? ¿No sos de los que se esconden? Me parece que sí; que sos de esa clase.
Se volvió hacia él; él la miraba sonriendo en la penumbra. Dora hizo silencio.
– Escucho -dijo él-. Adelante.
– Bueno -dijo Dora-. Ojalá revientes.
– ¿Terminó? -dijo él.
Dora hizo silencio durante un momento. Estaba plácida y tranquila. El la observaba.
– Mi cuñado la tiene abandonada a mi hermana con su dichosa política -dijo Dora de pronto.
– Sin embargo, me da la impresión de qué tu hermana lo quiere.
– Y, seguro que lo quiere -dijo Dora-. Pero eso no quita que para mí siga siendo una porquería.
– ¿Yo también? -dijo él.
Dora no contestó.
– Sí-dijo él-. Yo también, un poco.
– Y bueno, sí -dijo Dora-. Me revientan los tipos que se las tiran de santos. Después de todo; ¿qué tiene de malo hacer la vida?
Él meditó un momento, después dijo:
– Nada, si el cuero no da para otra cosa -se rió-. Creo que tu cuñado tiene razón.
– Maldito seas -murmuró ella, ríente y malévola. Se incorporó, se echó sobre él, y comenzó a darle golpes suaves con el puño cerrado en el pecho y
en el cuerpo. El apenas se defendía, entorpecido por la risa. Después ella quedó inmóvil, echada sobre él, apoyando la cabeza en su pecho.
– Ahora tenemos que decírselo a Coria. Pienso decirle que hemos decidido casarnos. ¿Está bien?
– Está muy bien -dijo Dora, distraídamente.
– Otra cosa -dijo-. Pienso dejarle el coche. Tenemos que irnos de la ciudad. Me gustaría saber ya la cara que va a poner cuando se lo digamos.
– Me parece que no va a poner ninguna cara -rió Dora-. Nos va a matar a golpes. Y me parece que lo merecemos. Dame un cigarrillo.
– No fumo, anda al carajo con el cigarrillo -dijo él.
– Ah, de veras -dijo Dora-. Pero tengo ganas de fumar.
– Estúpida -dijo él.
– Imbécil -dijo Dora.
Volvió a besarlo. Empezó a moverse sobre su cuerpo. El la dio vuelta, poniéndola de espaldas sobre la arena, y se echó sobre ella. El viento había recomenzado desde hacía unos momentos, y no era todavía demasiado intenso. Contra los botes, el agua golpeaba un poco más violentamente. El plácido cielo estrellado se veló un poco, hundiéndose en el espacio negro. Sus manos fueron a los senos, después al cuello, después tomaron con suavidad la cara, tibia y jadeante, y acercó con una lentitud amorosa su rostro al de ella. No la besó; con gran lentitud apoyó apenas su mejilla sobre la frente de Dora, la apoyó y la retiró en seguida con la misma lentitud, y en su memoria quedó para siempre el recuerdo de ese contacto, leve y preciso, un cuerpo sólido duro y suave como el nácar, que un río, el de los actos, dejaba, retirándose en seguida, sobre el promontorio del recuerdo. No había extrañeza, ni desesperación, ni nada que no fuesen los actos mismos, dotados ahora de una precisión singular, actos que realizaba con todo el cuerpo; con las manos, con el pecho, con las piernas, con las rodillas, con el sexo, con la cara. Fue Dora la que desabrochó, la que dotó ayudando, la que palpó y separó, la que acomodaba, tranquila y dada, presente, sin derramarse un milímetro más allá de la planta de los pies ni de la coronilla de la cabeza. No se besaban, ni siquiera se acariciaban; se tocaban sencillamente como tratando de corroborarse, obstinados en separar por fin y de una vez por todas (la perla refulgiendo sobre la arena cálida en el mediodía del trópico, recién depositada) la evidencia candente y áspera de la presencia. En seguida estuvo dentro de ella; y no fue a nada equívoco que se lanzó, a nada inalcanzable, sino que se deslizó con lentitud, y en seguida estuvo adentro; había sólo una permanencia, genuina, otra vez la brillante materia inquebrantable -sobre el promontorio, de manera que al regresar, con claridad y precisión, una podía reconocer esa playa y afirmar, entre todas las otras cosas que se filtraban como agua por entre los dedos y que impedían el lujo humano del recuerdo; "Yo estuve aquí. He estado aquí. Estoy seguro". No se movió, no hizo nada; estuvo adentro cayendo despacio, entre el silencio palpitante de Dora y su tranquila convicción de que no había abismo. No pensaba nada, había que estar adentro por un momento, sentirlo, y mantener el sentimiento durante el máximo tiempo posible, y cuando la línea se enganchara en el otro extremo y pegara el tirón poniendo la máquina en movimiento, haciendo estallar la inabarcable oscuridad, entonces podría dejarse caer y comenzar, podía dejar de saber que estaba adentro. Miró a Dora: tenía los ojos cerrados y aguardaba, respirando, jadeando. Cerró los ojos y la oscuridad empezó a temblar, invadiéndolo, y solamente cesó cuando él cesó, cuando él fue deteniéndose, dejándose deslizar nuevamente hacia otra cosa que no era la oscuridad. Quedó inmóvil. Buscó el rostro de Dora y la besó, pero jamás volvió a recordarlo, porque se trataba de nuevo de aquel río, al que antes se había negado, fluyendo monótono e inseparable.