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– Exactamente-dice Tomatis. -

– ¿Escribirías una oda en mi alabanza? -dice Pancho.

– Por supuesto -dice Tomatis-. Todo hombre tiene su precio y yo no soy de los más caros.

– Siendo así -dice Pancho- vamos a comer una parrillada.

Así que nos levantamos y nos fuimos. Era una excelente noche de noviembre. Tomamos un taxi y fuimos a un restaurante que se encuentra ubicado al final de la avenida del puerto, cerca del puente colgante, frente al Club de Regatas. Desde el patio de la parrilla, más allá de la calle, por debajo de los vastos árboles, podía verse, pasando la explanada del viejo atracadero de la balsa, el río tocado por unos quebradizos reflejos lunares. El fresco olor a humedad de la costa llegaba hasta el patio de la parrilla. No debe haber habido en todo el mundo noches mejores, en octubre y noviembre, o en marzo y abril, que las que hemos pasado de muchachos caminando lentamente por la ciudad, hasta el alba, charlando como locos sobre mil cosas, sobre política, sobre literatura, sobre mujeres, sobre el viejo Borges, sobre Faulkner, sobre Dostoievski, sobre Sócrates, sobre Freud, sobre Carlos Marx. Puede decirse que todavía somos jóvenes. Excepción hecha de Pancho, que tiene veintiocho años, ni Tomatis ni Barra ni yo hemos alcanzado todavía los veintisiete años. Tomatis ni siquiera los veintiséis. Sin embargo, aquella época extraordinaria no se volverá a repetir: del sur al norte, del este al oeste, por plazas, por avenidas, por bares, hemos ido y venido, desde los quince años, durante todas las horas del día, en especial las de la madrugada, charlando, como he dicho, de mil cosas, hurgueteando la ciudad, no diré felices, porque, excepción hecha de algún condenado especialmente por la suerte, nadie puede siquiera atisbar la felicidad, pero invadidos al menos por una pasión singular, una curiosidad por todas las cosas, suficiente para hacer la vida soportable. Recordamos a menudo esa época con Tomatis. Barra no entra mucho en el cuadro; siempre fue para nosotros un poco sapo de otro pozo. No hay duda de que le falta algo, y no me atrevería a echar de lado la posibilidad de que esa carencia sea sólo la consecuencia de una pretensión absurda de nuestra parte, una imperfección decretada exclusivamente por nosotros. El primer contacto con la gente nunca es intelectual, ni siquiera emocional o afectivo: es epidérmico, casi de respiración, y de su resultado depende toda la relación futura. Además la simpatía es algo que tiene su origen fuera de nosotros, existe como una secreta coincidencia, no expresada en los primeros momentos de una relación, que ofrece la tranquilidad y la certeza de que el otro no creará ninguna tensión tratando de lograr la supremacía de sus preferencias. De ahí que a lo primero que apela el individuo que se encuentra frente a un tipo antipático es a mirar con fastidio a su alrededor tratando de demostrar que hay algo en el ambiente, no en la persona, que no resulta de su agrado. Trata de lograr la supremacía de sus gustos simulando que han sido desmerecidos. Con Barra pasó desde el principio una cosa parecida. Lógicamente, si hemos andado juntos tanto tiempo quiere decir que esa sensación original desapareció, pero estoy seguro de que nosotros, digo Tomatis, Pancho y yo, no hicimos jamás el menor esfuerzo para que eso sucediera. Fue el mismo Barra el que optó por limar las asperezas. Esto puede comprenderse perfectamente si se tiene en cuenta que Barra está casado desde los veintidós años y ha andado siempre bastante escaso de amigos. Es un tipo afectivamente complicado. Me da la impresión de que ese modo de ser suyo, excesivamente consecuente y al mismo tiempo crítico, vago y remoto, es el resultado de su intuición de ese rechazo epidérmico, de esa antipatía original, y ahora está vinculado a nuestro círculo a través de una relación sellada por la culpa.

"Yo sé identificar esas caminatas con la idea del bien", sabe decirme Tomatis cuando recordamos las viejas épocas, en los días tranquilos del presente. A esos días Tomatis los llama "días del tabaco de Macedonio". Dice que le merecen un respeto especial los tipos que fuman si tienen tabaco y que si no lo tienen no hacen el menor esfuerzo para conseguirlo, olvidándose por completo de las ganas de fumar. Dice que el arquetipo de una mentalidad así era el viejo Macedonio Fernández. Tomatis admira a los tipos que, procediendo de una familia acomodada, eligen vivir modestamente. "Una clase acomodada es una clase dominante" -sabe decir-, "y… una clase dominante tiene necesariamente que armar un complot tácito contra el resto de la humanidad". Les tiene más confianza que a los intelectuales, dice, porque es raro que un intelectual avale con acciones su toma de posición teórica contra la clase dominante de la que procede. "En cambio, esos tipos modestos" -sostiene Tomatis-, "que se alejan por repugnancia de su propia clase, avalan con su vida su aparente falta de radicalismo ideológico". No hace falta aclarar que considero a Tomatis un flor de muchacho, inclusive con talento para la literatura. (Por otra parte, para hacer una buena literatura no hace falta mucho talento: basta un poco de mala suerte). Entiendo perfectamente qué quiere decir cuando sostiene que nuestras caminatas nocturnas son identificables con la idea del bien: es que él es un hincha rabioso de Sócrates". "El… viejo Sócrates es el hombre más grande y hermoso que ha producido la humanidad", dice Tomatis. Lo he visto conmoverse repitiendo las palabras de la "Apología": ¿Y si condenáis a Sócrates al destierro, creeríais que Sócrates se sentiría bien mal gastando su palabra con extraños? Para Tomatis el bien es una especie de pasión intelectual que en su concentración lleva implícita una aceptación básica de la vida. En un tiempo estuvo ligado a esta idea un poco compulsivamente, cuando andaba por los veinte años; se veía bien que la desesperación lo impulsaba a aferrarse a ella, hasta que por fin se lanzó a cometer toda clase de barbaridades, estoy seguro que por lo menos en gran parte conscientemente. Dos años después debe haber pensado, como yo por otra parte lo he sostenido siempre, que también el desenfreno y el desorden obran en nosotros por compulsión, y que entre dos conductas anormales conviene adoptar siempre aquella que es capaz de hacernos menos daño. Esa simulación de la pasión intelectual intensa durante un período en el que en realidad se sentía desesperado fue realmente cómica, porque se le dio por usar maneras de sabio y estuvo un año entero leyendo a los positivistas. Andaba con los libros de Aldous Huxley por todas partes.

La idea de la pasión intelectual intensa lo condujo a excesos por otro lado: lo indujo a aceptar indiscriminadamente todo lo que se relacionara con la pasión en general. Según su modo de pensar un avaro era un humanista radical, un optimista recalcitrante cuya codicia era la prueba más indiscutible de su aceptación del mundo. "Un amante de los caballos de carrera no tiene tiempo de cuestionar la validez de la vida", me dijo una vez. El tiempo lo ha hecho evolucionar en ese sentido, lo cual me alegra bastante, porque ahora está más próximo que nunca a mi manera de pensar, en especial cuando huelo en él una incurable desconfianza hacia todos aquellos tipos de los que intuye que jamás se les ha ocurrido sospechar, ni siquiera por un momento, que la vida no tiene ningún sentido.

Otra cosa que conviene aclarar acerca de Tomatis es eso de la "idea del bien". No tiene nada que ver con la felicidad. Es más bien lo contrario, porque esa idea del bien implica un conocimiento intenso de la realidad que predispone a impedir cualquier tipo de abandono que no tenga por objeto enriquecer ese conocimiento. Además dice que la felicidad es la aspiración de los desequilibrados y de los idiotas, y que el tipo inteligente que por casualidad llega a probar el sabor de la felicidad, no quiere volver a saber nada del asunto para toda su vida. "No quiere más guerra", dice Tomatis. "Tiene que ser muy cretino para tentarse nuevamente". "De acuerdo", le he dicho yo más de una vez, "pero si la felicidad no es posible, ¿para qué vivimos?" "Qué tonto es este muchacho, Dios mío" -ha salido diciendo él, agarrándose la cabeza- "¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Si el hombre ha continuado viviendo hasta ahora quiere decir que la felicidad es algo de lo que puedo prescindir". "De acuerdo", le digo yo. "Pero ¿quién la inventó? ¿Dios?" Tomatis sonríe pensativo cuando oye la palabra: "Dios no existe" -dice con voz suave y serena-. El hombre. Pero no la inventó. Surge en él de un modo natural, como una condición permanente que la insuficiencia de su conciencia inmediata impone a la realidad". "Ahora bien" -le digo yo- ¿qué necesidad hay de ponerle condiciones a algo que no tiene sentido?". "Para dárselo" -dice Tomatis-, "y antes de que me lo digas, prefiero aclararlo por mi propia cuenta: aunque esa condición pretenda exigir como gratificación algo que no existe". También hablando de cosas parecidas hizo mención a lo que nosotros llamamos el grito de Dostoievski: "El viejo estaba completamente errado en ese punto. La existencia de Dios permitiría todo. Una de las cualidades de su perfecta perfección tiene que ser necesariamente la responsabilidad por todo lo creado, hasta las consecuencias del libre albedrío. Si Dios existiera la vida no sería más que una broma pesada. El peor de los crímenes del más perverso de los hombres pasaría a ser un simple juego de niños. Es justamente porque Dios no existe que no nos queda más remedio que reconocer que hay una serie de cosas que no pueden estar permitidas". Y así hasta el infinito. De estas chacharas hemos tenido a montones en estos diez años de atorrantear por la ciudad. En los últimos años han ido perdiendo frecuencia. Se requiere un clima especial para hablar como lo hacíamos, una atmósfera interior que no puede improvisarse. Las cosas van ahora bastante maclass="underline" ahí está el caso de Pancho o el de Conde como prueba.

Bueno, estábamos en que estábamos en el restaurante del final de la avenida del puerto, en el patio, frente al Club de Regatas. "Este es un país rico. Vive la abondance", dice Pancho, cuando el mozo deposita sobre la mesa la fuente llena de olorosa carne asada.