– ¿Quién se estará acordando de mí? -murmuró, riéndose.
– ¿Eh? -dijo el Ñato con distracción, ocupado en lanzarse hacia adelante, el brazo derecho estirado y el puño cerrado. El golpe le dio en plena cara pero no lo tumbó: lo hizo elevarse un poco y caer de pie y trastabillar un momento, pero no lo envió a tierra. Con los ojos cerrados se llevó las manos al rostro y se tocó la boca y la nariz con la yema de los dedos, comprobando que sangraba. Todavía no había comenzado el dolor. Retuvo por un momento la imagen del Ñato saltando para alcanzar su rostro: eso si que era un plato: había saltado como una rana, debido a su baja estatura, para alcanzar su rostro. Estuvo a punto de decir algo, referido al asunto, porque en realidad había saltado, él lo había visto, pero de repente su pensamiento se ensombreció. No pensó nada, sólo cayó una sombra sobre su pensamiento, como una sábana corriéndose sobre un rostro que acaba de morir, y ahora lo estaban golpeando sin cesar en el rostro y en el cuerpo: en el pecho, en los brazos, en las piernas, en el estómago. Alzó los brazos frente a la cara, la palma de las manos vuelta hacia los golpes, no porque pensara o quisiera librarse de alguno, sino simplemente porque quería pedir una tregua.
– Un momento. Por favor. A ver, un momento -dijo.
Quería saber quién le había pegado primero. Por nada del otro mundo, pierdan cuidado, quería decirles, no para vengarse después ni para denunciarlo a la policía, sino porque en ese momento lo había invadido la duda, no se había fijado de dónde había provenido el primer golpe y ahora no podía sacarse la duda de la cabeza. Pero ahora no había sombra sobra su pensamiento, ni siquiera duda.
– El reloj -dijo-. Cuidado esa mano. Ojo la esfera.
– Hacete a un lado, Ñato -dijo la voz de Coria-. Hacete a un lado te digo.
– Deme lugar. Deme lugar, don Coria -dijo la atareada voz del Ñato.
La voz temblorosa de Dora resonó en la lejanía.
– Bueno, basta -dijo-. Basta de una vez.
– Ojo esa mano -dijo él-. Ojo Dora esa mano.
En el suelo siguieron dándole con los pies hasta que quedó inmóvil. No se desmayó. Él creyó que no, que no se había desmayado, porque pensaba "No me desmayé", pero cuando comenzó a incorporarse lentamente, cuando comenzó a abrir los ojos y quedó sentado en el suelo con las piernas estiradas, no había ni siquiera rastro de Dora, ni de Coria, ni de Garcilaso, ni del Chevrolet. Estaba solo. Había un silencio total a su alrededor. Soplaba un viento frío. El cuerpo le dolía terriblemente. "Ahora hay que levantarse despacito", pensó (y recordó hacía un momento: apoyar la mano en el suelo y hop, arriba), "y comenzar a caminar". No fue tan fácil como él creía. Volvió a caerse antes de ponerse por fin de pie. Así estaba al pelo, estaba de pie por fin: en la lejanía vio una luz amarillenta, móvil, desplazarse horizontalmente sin parpadear; eran los faros de un automóvil, aquello era el camino. "Bueno", pensó. "Ahora hay que ponerse a caminar". Otra vez cayó una sombra sobre su pensamiento. "¿Adonde?", murmuró apenas estuvo en condiciones de pensar nuevamente, y quedó inmóvil un segundo, cuando la última luz destelló en su interior y pudo sentir que las palabras se formaban sólidas, ásperas, inevitables, pensadas para siempre: "Ahora puede reventar toda la humanidad, conmigo a la cabeza. Ahora soy libre".
Pero ni él ni la humanidad habían reventado, afortunadamente, pensaba ahora, una semana más tarde, sentado frente al volante del Chevrolet: era un sábado, cerca del mediodía, y llovía sin cesar desde el alba, una lluvia fría, invernal, quebrantando el cálido y abierto esplendor de la reciente primavera. Se dirigía hacia la estación de ómnibus llevando dos pasajeros, una pareja de jóvenes: el muchacho era bajo y grueso, de unos veinte años, y ella parecía casi de la misma edad. Les había ayudado a colocar las valijas en el baúl trasero, los ayudaría a bajarlas en la estación. No estaba obligado a hacerlo pero lo haría. Miró a la chica a través del retrovisor: era bellísima y llevaba un impermeable marrón que le iba al pelo, pero se hallaba recostada contra el respaldo del asiento con una expresión grave y pensativa. El muchacho escapaba al campo visual del retrovisor. Con disimulo hizo girar el retrovisor, fingiendo acomodarlo, para ver su rostro. El muchacho no lo advirtió, se hallaba sumamente absorto en sus pensamientos. En seguida puso el retrovisor en su lugar: el del muchacho era un rostro que parecía expresar excitación, desesperación y pesadumbre.
Entonces se entretuvo contemplando el monótono y regular movimiento del limpiaparabrisas arrasando el agua que caía sin cesar sobre los vidrios. La ciudad se hallaba casi desierta; el Chevrolet avanzaba lentamente. Era una mañana de atmósfera verdosa y extraña, muy fría, insólitamente invernal en medio de la primavera, pero él, avanzando en el automóvil, sentía una especie de satisfacción ante aquella obligada lentitud que prolongaba su día, las horas dentro del seno cálido, el envolvente mar que quedaba durante un largo día sin transcurrir, en suspenso, con él adentro. Afortunadamente ni la humanidad ni él habían reventado, pensaba ahora, recordando aquella noche en que llegó caminando con paso de borracho hasta el asfalto, sabiendo que iba a resultar imposible pasar en su estado frente al control policial sin que lo detuvieran, y recordando asimismo cómo vio, de pronto, volviendo la cabeza en dirección opuesta a la ciudad, los resplandores rojos y verdes del letrero luminoso de la "Arboleda". "Qué diablos, el cuerpo me dolía sin asco", pensó ahora, casi sonriendo. Todavía, y había pasado una semana, rengueaba ligeramente de la pierna derecha; todavía, si hacía cualquier movimiento demasiado brusco, el brazo izquierdo le daba tirones. El ojo y los labios se le habían deshinchado en gran medida, debido más que nada a los cuidados de
Gabriel Giménez, pero todavía poseían un color y un volumen demasiado sospechosos. Sin embargo, muchos de los moretones no habían desaparecido. En la frente le quedaban todavía escaras de sangre seca. Recordó cómo, a la luz de los faros de un automóvil, vio avanzar, por la banquina contraria, a dos agentes de policía que seguramente hacían ronda por el camino, y cómo se echó a cantar para que lo creyeran borracho y no herido. Los agentes se habían quedado mirándolo alejarse en la penumbra del camino: él había sentido sus extrañadas miradas clavadas en su espalda, alejándose cantando, debiendo hacer un esfuerzo para regular la voz con el objeto de que no saliera demasiado alta, por temor de que lo detuvieran por escándalo. "En este país no hay a quien recurrir", había pensado, irónicamente, avanzando hacia la "Arboleda". El campo lo rodeaba: sólo algunas casitas ocultas entre los árboles, de blancas fachadas lunares, a los costados del camino, de vez en cuando quebraban la soledad, pero se trataba solamente del campo, la llanura desierta y al mismo tiempo opulenta, aromada por el olor de la humedad llegando en vaharadas desde los riachos tortuosos y ocultos de la zona, mezclado al viento frío; el campo y detrás suyo la ciudad, cercana como al alcance de la mano, un creciente y complicado monumento honrando la todavía absurda batalla ganada a la barbarie y al desierto.
Por fin comenzó a oír la música de la "Arboleda", recordó ahora, y en seguida llegó. Entró por el motel, no por el cabaret. Fue derecho a la habitación de Gabrieclass="underline" la vasta biblioteca, las reproducciones de cuadros pintados por hombres que él no sabía que se llamaban Van Gogh, Picasso, Klee, Gambartes, el diván-cama lleno de papeles y libros, el suelo sembrado de copas, pipas, botellas vacías o semivacías, la pequeña cómoda con el tocadiscos encima, los sillones de línea moderna.
Gabriel se había puesto de pie de un salto, arrojando sobre el sillón el libro que se hallaba leyendo. Se había puesto pálido.
– ¡Pero si está lleno de sangre! -había dicho-. ¡Dios mío!
– No, no -había dicho él-. No es nada.
– Pero si tiene las manos y la cara llenas de sangre -había dicho Gabriel agarrándose la cabeza, yendo de un lado para el otro sin saber qué hacer-. Pero si tiene toda la camisa manchada de sangre. El saco, mire el saco cómo lo tiene.
– No, no -había dicho él-. Cuidado esa mano. No me toque. Cuidado. Ojo esa mano.
Eso era todo lo que recordaba de la noche. A la mañana siguiente había despertado en el diván-cama, junto a la biblioteca. Casi no podía moverse: sentía horribles dolores en todo el cuerpo. Tampoco podía hablar con facilidad: los labios se hallaban tan hinchados que le impedían emitir otra cosa que no fuesen unos trabajosos sonidos pesados. Gabriel se hallaba a su lado, extendiéndole un mate. Él había tratado de sonreír, haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– Le lavé las heridas y le apliqué un poco de hielo en los chichones -dijo Gabriel-. No se preocupe. Nadie se muere de una paliza.
– Me atropello un camión -había respondido él, débilmente.
– ¿Cuántas veces? ¿Cuántos camiones? -había dicho Gabriel, sonriendo.
Todo ese día había estado echado de espaldas, sin moverse, dormitando de a ratos. De vez en cuando oía el bisbiseo de las chinelas de Gabriel y entonces se despertaba: le traía un poco de cognac, algo de comer. Recién al segundo día, a media mañana, había podido incorporarse: se arrodilló sobre la cama y espió el exterior a través del amplio ventanal de la habitación viendo el liso pavimento azul, el campo hacia la costa, los suaves techos rojos de las casitas de Colastiné resplandeciendo al sol. Había niños y perros, jugando, lo recordaba. Desde el exterior le llegaba un opulento canto de pájaros. Ya no soplaba viento, se trataba de un día cálido y soleado. Gabriel había entrado en la habitación en ese momento, trayéndole una taza de café.