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– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Bueno, está bien – dijo Pancho.

El hombre oscilaba ligeramente, sosteniendo la copa con una mano, la otra apoyada sobre el hombro de Tomatis. Nadie decía nada.

– ¿Andan de garufa, muchachos? -dijo tímidamente.

– Eso es -dijo Tomatis.

– No, claro -dijo el tipo; se inclinó más hacia mí, al advertir que yo era el único que le prestaba cierta atención-. En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar.

– ¿Si? -le dije yo.

– Seguro -dijo él-. Era otra gente, viejo.

Entonces Pancho se inclina hacia mí, de costado me toca el brazo y dice:

– ¿Quién es este tipo?

– Qué se yo -le digo.

– Me pone nervioso ahí parado -dice Pancho.

– Ya pasaron esos tiempos, mi amigo -dice el tipo.

– ¿Qué tiempos? -dice Pancho, alzando la cabeza hacia él, invadido por un real y súbito interés.

– Ustedes ni siquiera habían nacido -dijo el tipo, y viendo el interés inesperado de Pancho se separó de Tomatis y vino hacia nosotros-. Aquello sí que era diversión.

Pancho hizo una especie de espiral en el aire, con el dedo, con lo cual señalaba el local.

– ¿En el cabaret? -preguntó.

– En todos lados. Y antes de que yo naciera también, según sabía contarme mi finado padre -miró a su alrededor con gesto de repugnancia-. Antes el tango se bailaba de corazón -dijo-. ¿Me puedo sentar un ratito con ustedes, muchachos?

– Cómo no, don -dijo Pancho-. Déle. Siéntese nomás.

Su rostro adquirió una expresión de brillante satisfacción; dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa, inclinándose en forma exagerada, y dijo:

– En seguida.

Fue hasta su mesa y arrastró de vuelta una silla, caminando ligeramente, dando saltitos. Colocó la silla con gran entusiasmo, entre Pancho y yo. Cuando estuvo sentado se dio unos golpecitos sobre la rodilla, con aire de satisfacción; después alzo su copa y tomó un trago. Los cuatro lo mirábamos. Cuando dejó de tomar, sosteniendo todavía la copa en la mano, la sonrisa desapareció de su rostro, pareció sentirse completamente confundido, y carraspeó tres o cuatro veces.

– Andamos con el ánimo por el suelo, don -dijo Tomatis, suspirando.

El tipo aprovechó la grieta para colarse.

– ¿Problemas con las mujeres, muchachos? -dijo, mirándonos, buscando en especial conversación con Pancho debido al interés demostrado por éste un momento antes-. Por eso yo soy soltero. Me fui quedando, quedando, y aquí me tienen, sin problemas, solterito.

– Es una suerte -dije yo, al ver que nadie le respondía-. Esta gente es muy amarga -dije sonriendo, señalando a los muchachos.- Siempre son así.

– En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar -dijo el tipo-. Y antes de que yo naciera, según sabía contarme mi finado padre, mucho mejor. Era gente de otra pasta.

– Antes el tango se bailaba de otra manera, ¿no es cierto? -le dije.

– Efectivamente -dijo el tipo-. Y la juventud era otra cosa.

– ¿Otra cosa? -le dije-. ¿Cómo otra cosa?

El hombre dudó; meditó, y creo que se puso un poco colorado.

– Y -dijo-. Otra cosa.

Está demás decir que Tomatis había recomenzado a dormitar y Barra observaba distraídamente el salón, acariciándose el duro bigote con los dedos. Pancho se puso de pie.

– Voy al baño -dijo. Al baño se va en el "Copacabana" por una pequeña puerta abierta junto al escenario; el alto y lento cuerpo de Pancho se dirigió al baño, y al pasar frente al escenario pálidamente iluminado resaltó como un escorzo sombrío. Pancho iba tocándose la cara con la mano, cargado de hombros, la cabeza caída, en una actitud como pensativa.

– ¿Qué hora es? -preguntó Barra. Al efectuar la pregunta volvió el rostro hacia nosotros, y en seguida, sin siquiera esperar la respuesta, continuó mirando el salón, tocándose el bigote, como si tratara de olerse los dedos. El tipo sacó trabajosamente su reloj de bolsillo, lo abrió, y echándose para atrás lo elevó acercándolo a su rostro, para tratar de ver la esfera en la atenuada penumbra. Con voz vacilante respondió que eran las dos pasadas.

– Yo vengo aquí casi todas las noches -dijo después, con aire raro.

– Cierto. Le encuentro cara conocida -le digo yo.

– Pero me aburro -dijo el tipo-. No es como antes, cuando yo era joven. Qué mujeres. Cómo bailaban, se lo puedo asegurar. Ahora, ¡qué! ahora no es nada en comparación con aquella época.

Se inclinó hacia mí haciendo gestos de complicidad:

– Yo no dormía nunca -dijo-. Había un patio con una glorieta, en el sur. Se bailaba las veinticuatro horas del día. Dos por tres el baile terminaba con

un finado. ¿Ahora? -dijo, con aire de superioridad-. Qué me van a venir a hablar de diversión. Hace por lo menos desde el año cuarenta que no me divierto en ninguna parte, se lo puedo asegurar.

Me tocó el brazo cabeceando hacia Tomatis. Carlitos dormía, apoyando el codo en la baranda y sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Fíjese -dijo el tipo-. Eh, mi amigo -le gritó. Tomatis ni siquiera se movió-. Eh, oiga, oiga, diga -dijo el tipo. Como Tomatis seguía sin responderle el tipo se paró torpemente, y lo tocó inclinándose hacia él a través de la mesa.

– ¿Qué? -dijo Tomatis, despertándose.

– No se duerma, mi amigo -dijo el tipo.

Tomatis bostezó.

– No -dijo-. No dormía.

– Bueno -dijo el tipo, disponiéndose a sentarse. Tomatis apoyó nuevamente el codo sobre la baranda y la cabeza en la palma de la mano. El tipo se inclinó de nuevo hacia él-. No. No -le dijo, sacudiendo el índice delante de él, como reprendiéndolo.

– No, si no dormía -dijo Tomatis, con voz soñolienta.

– Che, Tomatis -digo yo-. Dice el señor que no te duermas.

– Apenas suba la orquesta típica -le prometió el tipo a Tomatis- voy a bailar un tango.

– Perfecto -dijo Tomatis-. Está en su casa.

– Pero como se bailaba en mis tiempos -dijo el tipo.

– Mejor todavía -dice entonces Tomatis-. Nos trasladaremos gracias a usted a los limbos de nuestra tradición.

En eso Barra da un golpe suave sobre la mesa y con la palma de la mano.

– Creo que me voy a ir -dice.

El tipo estaba por alzar su copa de vino de sobre la mesa en ese momento; se volvió rápidamente hacia Barra.

– ¿Se va? Pero no mi amigo, quédese -dijo sacudiendo pesadamente su flaca mano ante el rostro de Barra. Ahora vamos a pasar un buen momento. Ahora va a ver cómo se baila el tango de puro corazón. Este punto -se golpeó el pecho suavemente con la palma de la mano- va a dar cátedra esta noche.

– Es que mi mujer me espera -dice entonces Barra.

– Ah, si se trata de eso -dijo el tipo con suma gravedad- yo no voy a retenerlo, viejo, se lo puedo asegurar.

– Pero no -salta Tomatis -si no tiene nada que ver la mujer con el asunto.

– Realmente -dice el tipo-. Si el hombre es casado y tiene sus obligaciones.

– Qué va a tener obligaciones -dice Tomatis- si es un atorrante. Dígale que se quede. -Se volvió hacia Barra-. Me extrañaría mucho de vos, Alfredo -dijo- hacer un desprecio al hombre justo cuando va a bailar el tango de puro corazón.

– Había un patio que le decían la "Glorieta" -dice el tipo-. Yo he estado bailando veinticuatro horas seguidas, sin parar, con la misma pareja. Empezamos a la tardecita de un sábado y terminamos el domingo a la noche.

– Una especie de fakirismo -dice Tomatis.

El tipo ni siquiera lo oyó; se inclinó trabajosamente hacia la mesa y alzó su copa; bebió un trago largo, minucioso, y se quedó con la copa en la mano.

– ¿Actualmente? -dijo-. Por favor. Qué me van a decir a mí de diversión.

Quedó en silencio, como ofendido.

– Bueno -dijo Barra-. Me quedo. Siempre y cuando esta noche no trate de batir su propio record.

El tipo le dio una fuerte palmada en la espalda.

– Así me gusta -dijo.

Pancho apareció de golpe junto a la mesa.

– Habiendo cumplido con las exigencias impuestas por el más inevitable de los tiranos, el cuerpo -dijo, corriendo la silla con el fin de sentarse-Pancho regresa ahora para continuar solazándose en compañía de sus viejos camaradas.

El tipo terminó de beberse su vino y dejó la copa vacía sobre la mesa.

– Claro que sí -dijo-. Todos somos camaradas, muchachos.

Inmediatamente abrazó a Pancho. Este lo palmeó.

– Pancho tiene el placer de expresar su solidaridad con un representante de la vieja generación -dijo.

– Ahora el señor Gorosito va a bailar con el objeto de demostrar qué hacían durante todo el tiempo nuestros gigantes padres mientras los ingleses desembarcaban en la Patagonia.

El tipo se puso de pie, tambaleándose, tocándose el sombrero.

– A ver -gritó hacia el escenario desierto-. Música, maestro.

Se oyó una risa de mujer en el fondo del salón, detrás mío. El tipo se volvió en esa dirección, miró un momento, alzó la mano con un gesto de ligera perplejidad, y en seguida se echó a reír.

– Un momento, muchachos -dijo. Avanzó hacia la mujer que continuaba riéndose, con tensas carcajadas de expectativa. Me di vuelta y observé en el fondo del salón un grupito de chicas y dos o tres tipos, distribuidos en dos mesas. El tipo se paró junto a la mesa de las chicas, se inclinó hacia ellas y comenzó a hablar en voz baja; su voz se oía como un pesado y trabajoso murmullo. Las chicas respondían con amplias carcajadas. Dejé de mirar.

– No hay ninguna pelirroja a la vista -dice Pancho entonces, apenas me doy vuelta.

– ¿Te fijaste en el bar? -le digo-. Es adicionista.

– No está; hay una vieja -dice Pancho.

– Tal vez esté franco hoy -le digo-. ¿Qué día es? ¿Jueves?