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Quién sabe, bromeaba después Panta, a lo mejor valía la pena probar, ¿no te digo que ha cambiado tanto? Ahora que pasó ya puedo reírme y hacer chistes, pero te digo que fue un mal rato feísimo, todo el día estuve muerta de vergüenza acordándome de la escenita. Ya ves lo que es esta tierra, hermana, una ciudad donde las que no son pes tratan de serlo y donde si te descuidas un segundo te quedas sin marido, mira a la cuevita que he venido a caer.

Ya se me durmió la mano, Chichi, ya está oscuro, debe ser tardísimo. Tendré que mandarte esta carta en un baúl para que quepa. A ver si me contestas rapidito, larguísimo como yo y con montones de chismes.

¿Sigue siendo Roberto tu enamorado o ya cambiaste? Cuéntame todo y palabra que en el futuro te escribiré seguidito.

Miles de besos, Chichi, de tu hermana que te extraña y quiere,

Noche del 29 al 30 de agosto de 1956

Imágenes de la humillación, instantáneas de la agria e inflamada historia del cosquilleo atormentador: en la estricta, fastuosa formación del Día de la Bandera, ante el Monumento a Francisco Bolognesi, el cadete de último año de la Escuela Militar de Chorrillos, Pantaleón Pantoja, mientras ejecuta con gallardía el paso de ganso, es súbitamente transportado en carne y espíritu al infierno, mediante la conversión en avispero de la boca de su ano y tubo rectaclass="underline" cien lancetas martirizan la llaga húmeda y secreta mientras él, apretando los dientes hasta quebrárselos, sudando gruesas gotas heladas marcha sin perder el paso; en la alegre, chispeante fiesta ofrecida a la Promoción Alfonso Ugarte por el coronel Marcial Gumucio, director de la Escuela Militar de Chorrillos, el joven alférez recién recibido Pantaleón Pantoja siente que súbitamente se le hielan las uñas de los pies cuando, apenas iniciados los compases del vals, flamante en sus brazos la veterana esposa del coronel Gumucio, recién abierto el baile de la noche por él y su invaporosa pareja, una incandescente comezón, un hormigueo serpentino, una tortura en forma de menudas, simultáneas y aceradas cosquillas anchan, hinchan e irritan la intimidad del recto y el ojal del ano: los ojos cuajados de lágrimas, sin aumentar ni disminuir la presión sobre la cintura y la mano regordetas de la esposa del coronel Gumucio, el alférez de Intendencia Pantoja, sin respirar, sin hablar, sigue bailando; en la tienda de campana del Estado Mayor del Regimiento número 17 de Chiclayo, cercano el estruendo de los obuses, el rataplán de la metralla y los secos eructos de los balazos de las compañías de vanguardia que acaban de iniciar las maniobras de fin de año, el teniente Pantaleón Pantoja, que, parado frente a una pizarra y a un panel de mapas, explica a la oficialidad, con voz firme y metálica, las existencias sistema de distribución y previsiones de parque y abastecimientos, es de pronto invisiblemente elevado del suelo y de la realidad más inmediata por una corriente sobresaltada, ígnea, efervescente, emulsiva y crepitante, que arde, escuece, agiganta, multiplica, suplicia, enloquece el vestíbulo anal y pasillo rectal y se despliega como una araña entre sus nalgas, pero él, bruscamente lívido, súbitamente empapado de sudor, el culo secretamente fruncido con una obstinación de planta, la voz apenas velada por un temblor, sigue emitiendo números, produciendo fórmulas, sumando y restando. "Tienes que operarte, Pantita", susurra maternalmente la señora Leonor. "Opérate, amor", repite, quedo, Pochita. "Que te las saquen de una vez, hermano", hace eco el teniente Luis Rengifo Flores, "es más fácil que operarse una fimosis y en sitio menos peligroso para la virilidad". El mayor Antipa Negrón, de la Sanidad Militar, se carcajea: "Voy a decapitar esas tres almorranas de un solo tajo, como si fueran cabezas de niños de mantequilla, mi querido Pantaleón."

En torno a la mesa de operaciones, ocurren una serie de mudanzas, híbridos e injertos que lo angustian mucho más que el silencioso trajín de los médicos y enfermeras en sus zapatillas blancas o que las cegadoras cascadas de luz que le mandan los reflectores del cielorraso. "No le va a dolel, señol Pantoja", lo alienta el Tigre Collazos, que además de la voz tiene también los ojos

sesgados, las manos vibrátiles y la sonrisa melosa del Chino Porfirio. "Más rápido, más fácil y con menos consecuencias que la extracción de una muela, Pantita", asegura una señora Leonor cuyas caderas, papada y pechos se han robustecido y desbordado hasta confundirse con los de Leonor Curinchila. Pero allí inclinadas también sobre la mesa de operaciones, donde lo han instalado en posición ginecológica -entre sus piernas abiertas manipula bisturíes, algodones, tijeras, recipientes, el doctor Antipa Negrón-hay dos mujeres tan inseparables y antagónicas como ciertos dúos que ahora giran en su cabeza y lo regresan a la infancia, a comienzos de la adolescencia (Laurel y Hardy, Mandrake y Lotario, Tarzán y Jane): una montaña de grasa arrebujada en una mantilla española y una niña vieja, en blue jeans, con cerquillo y marcas de viruela en la cara. No saber qué hacen allí ni quiénes son-pero remotamente tiene la sensación de haberlas visto alguna vez, como de paso, entre un montón de gente-, le provoca- una angustia sin límites, y, sin tratar de impedirlo, rompe a llorar: oye sus propios sollozos profundos y sonoros. "No les tenga miedo, son las primeras reclutas del Servicio de Visitadoras, ¿acaso no reconoce a Pechuga y a Sandra? Ya se las presenté la otra noche, en Casa Chuchupe", lo tranquiliza Juan Rivera, el popular Chupito, que

ha disminuido aun más de tamaño y es un monito trepado sobre los hombros redondos, desnudos, débiles de la triste Pochita. Siente que podría morir de vergüenza, de cólera, de frustración, de rencor. Quisiera gritar: "¿Cómo te atreves a revelar el secreto delante de mi mamá, de Pocha? ¡Enano, engendro, feto! ¿Cómo te atreves a hablar de visitadoras delante de mi esposa, de la viuda de mi difunto papá?" Pero no abre la boca y sólo suda y sufre. El doctor Negrón ha terminado su faena y se incorpora con unas piezas sanguinolentas colgando de sus manos que él sólo entrevé un segundo, pues logra cerrar los ojos a tiempo. Cada instante está más herido, ofendido y asustado. El Tigre Collazos se ríe a carcajadas: "Hay que encarar las realidades y llamar al pan pan y al vino vino: los números necesitan cachar y usted les consigue con qué o lo fusilamos a cañonazos de semen." "Hemos elegido al Puesto de Horcones para la experiencia piloto del Servicio de Visitadoras, Pantoja", le anuncia con desenvoltura el general Victoria, y aunque él, apuntando con los ojos, con las manos a la señora Leonor, a la frágil y desvaída Pochita, le implora discreción, reserva, aplazamiento, olvido, el general Victoria insiste: "Ya sabemos que además de Sandra y Pechuga, ha contratado a Iris y a Lalita. ¡Vivan las cuatro mosqueteras!" El se ha puesto a llorar otra vez, en el vértice de la impotencia.

Pero ahora, en torno a su cama de recién operado, la señora Leonor y Pochita lo miran con cariño y ternura, sin la más leve sombra de malicia, con una manifiesta, maravillosa, balsámica ignorancia retratada en los ojos: no saben nada. Siente un regocijo irónico que sube por su cuerpo y se burla de sí mismo: ¿cómo podrían saber del Servicio de Visitadoras si todavía no ha ocurrido, si aún soy teniente y feliz, si ni siquiera hemos salido de Chiclayo? Pero acaba de entrar el doctor Negrón acompañado de una enfermera joven y sonriente (él la reconoce y se ruboriza: ¡Alicia, la amiga de Pocha!) que acuna un irrigador en brazos, como un recién nacido.

Pochita y la señora Leonor salen de la habitación haciéndole, desde la puerta, un adiós solidario, casi trágico. "Rodillas separadas, boca besando el colchón, culo arriba", ordena el doctor Antipa Negrón. Y explica: "Han pasado veinticuatro horas y ha llegado el momento de limpiar el estómago. Estos dos litros de agua salada le harán botar todos los pecados mortales y veniales de su vida, teniente." La introducción del vitoque en el recto, pese a estar recubierto de vaselina y a la habilidad de prestidigitador del médico, le arranca un grito. Pero ahora el líquido está entrando con una tibieza que ya no es dolorosa, que es incluso grata. Durante un minuto las aguas siguen entrando, burbujeantes, hinchando su vientre, mientras el teniente Pantoja, los ojos cerrados piensa metódicamente: "¿El Servicio de Visitadoras? No me dolerá, no me dolerá." Da otro gritito: el doctor Negrón ha sacado el vitoque y le ha puesto un algodoncito entre las piernas. La enfermera sale llevándose el irrigador vacío. "Hasta ahora no ha sentido ningún dolor postoperatorio ¿cierto?", pregunta el médico. "Cierto, mi mayor", contesta el teniente Pantoja, contorsionándose dificultosamente, sentándose, poniéndose de pie, una mano aplastada en el algodón que las dos nalgas pellizcan, y avanzando hacia el excusado, rígido como un Carnavalón, desnudo de la cintura para abajo, de brazo del doctor que lo mira con benevolencia y algo de piedad. Un leve ardor ha comenzado a insinuarse en el recto y el vientre elefantiásico sufre ahora retortijones, rápidos calambres y un repentino escalofrío electriza su espina dorsal. El médico lo ayuda a sentarse en el excusado, le da una palmadita en el hombro y le resume su filosofía: "Consuélese pensando que después de esta experiencia todo lo que le ocurrirá en la vida será mejor." Sale, juntando suavemente la puerta del baño. El teniente Pantoja sujeta ya una toalla entre los dientes y muerde con todas sus fuerzas. Ha cerrado los ojos, incrustado sus manos en las rodillas y dos millones de poros se han abierto como ventanas a lo largo de su cuerpo para vomitar sudor y hiel. Se repite, con toda la desesperación de que es capaz: "No cagaré visitadoras, no cagaré visitadoras." Pero los dos litros de agua han comenzado ya a bajar, a deslizarse, a caer, a irrumpir, ardorosos y satánicos, perniciosos, homicidas, alevosos, arrastrando sólidos bloques de llamas, cuchillos y punzones que abrasan, hincan, arden, ciegan. Ha dejado caer la toalla de la boca para poder rugir como león, hozar como chancho y reir como hiena al mismo tiempo.