Breves arpegios.
– Gracias, Sinchi. Mira, eso de mi apellido no es tanto por mi familia, la verdad es que fuera de mi prima Rosita parientes no tengo, al menos cercanos. Mi mamá se murió antes de que yo trabajara en eso que has dicho, mi padre se ahogó en un viaje al Madre de Dios y mi único hermano se metió al monte hace cinco años para no hacer el servicio militar y todavía estoy esperando que vuelva. Es más bien porque, no sé cómo decirte, Sinchi, Maclovia va sólo con el trabajo, tampoco ése es mi nombre, y en cambio mi nombre de veras va con todo lo demás, por ejemplo mis amistades. Y aquí me has traído para que hable sólo de eso ¿no?. Es como si yo fuera dos mujeres, cada una haciendo una cosa y cada una con nombre distinto. Así me he acostumbrado. Ya sé que no te lo explico bien. ¿Qué, cómo? Ah, sí, me estoy yendo por las ramas. Bueno, ahora hablo de eso, Sinchi.
Sí, pues, antes de entrar a Pantilandia estuve de lavandera, como dijiste, y después donde Moquitos. Hay quienes se creen que las lavanderas ganan horrores y se pasan la gran vida. Una mentira de este tamaño, Sinchi. Es un trabajo jodidí, fregadísimo, caminar todo el día, se le ponen a una los pies así de hinchados y muchas veces por las puras, para regresar a la casa con los crespos hechos, sin haber levantado un cliente. Y encima tu caficho te muele porque no has traído ni cigarros. Tú dirás para qué un cafiche, entonces. Porque si no tienes, nadie te respeta, te asaltan, te roban, te sientes desamparada, y, además, Sinchi ¿a quién le gusta vivir sola, sin hombre? Sí, me desvié otra vez, ahora hablo de eso. Era para que sepas por qué, cuando de repente se corrió la voz que en Pantilandia daban contratos con sueldos fijos, domingos libres y hasta viajes, bueno, fue la locura entre las lavanderas. Era la lotería, Sinchi, ¿no te das cuenta? Un trabajo seguro, sin tener que buscar clientes porque había para arreglar, y encima tratadas con toda consideración. Nos parecía un sueño, pues. Fue la atropellada hacia el río Itaya. Pero aunque todas volamos, sólo había contratos para unas pocas y nosotras éramos un chuchonal, ay perdona. Y, además, con la Chuchupe de jefaza ahí, no había manera de entrar. El señor Pantoja le hacía caso a todos sus consejos y ella siempre prefería las que habían trabajado en su casa de Nanay. Por ejemplo, a las que venían de la competencia, lo bulines de Moquitos, las aguantaba y les ponía toda clase de peros y les cobraba una comisiones bárbaras. Y a las lavanderas todavía peor, nos desmoralizaba diciendo que al señor Pantoja no le gustan las que vienen de la calle, como las perritas, sino las que han trabajado en domicilio conocido. Quería decir Casa Chuchupe, claro. Desgraciada, me estuvo cerrando el paso lo menos cuatro meses. Se corría la voz, vacantes en el Itaya, yo volaba y cada vez me iba de bruces contra esa montaña, la Chuchupe. Por eso entré donde Moquitos, no a su viejo bulín, sino al que le compró a Chuchupe, en Nanay. Pero apenas llevaría ahí unos dos meses cuando hubo otra vez sitio en Pantilandia, corrí y el señor Pan Pan se me quedó mirando en el examen y dijo tienes presencia, muchacha, ponte en esa fila. Y me escogió por mi buen cuerpo. Así entré a Pantilandia, Sinchi. Me acuerdo clarito de la primera vez que fui al Itaya, ya contratada, para la revista médica. Estaba tan feliz como el día de la primera comunión, te juro. El señor Pantoja nos hizo un discurso a mí y a las cuatro que entraron conmigo. Nos hizo llorar, te digo, diciendo ahora ya tienen otra categoría, son visitadoras y no polillas, cumplen una misión, sirven a la Patria, colaboran con las Fuerzas Armadas y no sé cuántas cosas más. Habla tan bonito como tú, Sinchi, que una vez, me acuerdo, nos hiciste llorar a Sandra, a Peludita y a mí. Íbamos en Eva por el río Marañón y empezaste a hablar en la radio de los huerfanitos del Hogar de Menores y se nos aguaron los ojos.
– Gracias, Maclovia, por lo que nos toca. Nos emociona saber que llegamos a todos los ambientes y que LA VOZ DEL SINCHI es capaz de hacer vibrar las fibras íntimas de los seres más encallecidos por las circunstancias de la vida. Eso que me dices es una gran recompensa y vale más para nosotros que tantas ingratitudes.
Bien, Maclovia, así fue como caíste en las redes del Cafiche de Pantilandia. ¿Qué pasó entonces?
– Yo feliz, Sinchi, imagínate. Me pasaba el día viajando, conociendo los cuarteles, las bases, los campamentos de toda la selva, yo que hasta entonces nunca había subido a un avión. La primera vez que me montaron en Dalila me dio un susto, cosquillas en la barriga, escalofríos y me vivieron náuseas. Pero después, al contrario, me encantaba, pedían ¡voluntarias para convoy aéreo! y siempre ¡yo, señor Pantoja, yo, a mí! Ahora que te voy a decir una cosa, Sinchi, volviendo a lo de enantes. Tus programas son tan bonitos, haces esas campañas regias como la de los huerfanitos, que nadie puede entender por qué atacas a los Hermanos del Arca, por qué los calumnias y los insultas todo el tiempo. Qué injusticia, Sinchi, nosotros sólo queremos que reine el bien y Dios esté contento. ¿Qué? Si, ya hablo de eso, perdóname pero tenía que decírtelo en nombre de la opinión pública. Íbamos, pues, a los cuarteles y los milicos nos recibían como reinas. Por ellos que nos quedáramos toda la vida allá, haciéndoles más soportable el servicio. Nos organizaban paseos, nos prestaban deslizadores para salir por el río, nos invitaban anticuchadas. Unas consideraciones que rara vez se ven en este oficio, Sinchi. Y, además, la tranquilidad de saber que el trabajo es legal, no vivir con el susto de la policía, de que los tiras te caigan encima y te saquen en un minuto lo que has ganado en un mes. Qué seguridad trabajar con los milicos, sentirse protegida por el Ejército ¿no es cierto? ¿Quién se iba a meter con nosotras? Hasta los cafiches andaban mansitos, la pensaban dos veces antes de levantar la mano, de miedo que nos fuéramos a quejar a los soldados y los metieran en chirona. ¿Cuántas éramos? En mi época, veinte. Pero ahora hay cuarenta, dichosas ellas que están en el paraíso. Hasta los oficiales se desvivían atendiéndonos, Sinchi, qué te figuras. Sí, era una felicidad, ay Señor, me da una tristeza cuando pienso que salí de Pantilandia de pura bruta.
La verdad es que fue mi culpa, el señor Pantoja me botó porque en un viaje a Borja me escapé y me case con un sargento. Hace pocos meses, para mí siglos. ¿Acaso es pecado casarse? Una de las malas cosas de ser visitadora, no se acepta a las casadas, el señor Pantoja dice que hay incompatibilidad. Eso a mí me parece un gran abuso. Ahora, te digo que en mala hora me fui a casar, Sinchi, porque Teófilo resultó medio tronado. Bueno, mejor no hablaré mal de él que está preso, y estará todavía tantos años. Hasta dicen que los pueden fusilar a él y a los otros hermanos. ¿Tú crees que hagan eso?
Mira que a mi pobre marido apenas lo he visto cuatro o cinco veces, sería para reírse si no fuera una gran tragedia. Pensar que yo lo hice hermano. Él ni siquiera se había puesto nunca a pensar en el Arca, ni en el Hermano Francisco ni en la salvación por las cruces, hasta que me conoció. Yo le hablé del Arca, yo le hice ver que era cosa de gentes buenas, algo por el bien del prójimo y no las maldades que decían los tontos, esas que tú repites, Sinchi. Pero lo que acabó de convencerlo fue conocer a los hermanos de Santa María de Nieva, nos ayudaron tanto cuando nos escapamos. Nos dieron de comer, nos prestaron plata, nos abrieron su corazón y sus casas, Sinchi. Y después, cuando Teófilo estaba preso en el cuartel, lo iban a ver, le llevaban comida todos los días. Ahí le fueron enseñando las verdades. Pero yo nunca hubiera soñado que le iba a dar tan fuerte por la religión. Figúrate que cuando salió del calabozo, yo, que arando cielo y tierra para conseguir el pasaje había ido a juntarme con él a Borja, me encontré con otro hombre. Me recibió diciéndome no puedo tocarte nunca más, voy a ser apóstol. Que si yo quería podíamos vivir juntos, aunque sólo como hermano y hermana, los apóstoles tienen que ser puros. Pero que eso sería un sufrimiento para los dos y mejor siguiera cada uno su camino, ya que eran tan distintos, él había escogido la santidad. Total, ya ves, Sinchi, me quedé sin Pantilandia y sin marido. Y apenas había regresado a Iquitos me entero que habían clavado a don Arévalo Benzas allá en Santa María de Nieva, y que Teófilo dirigió todo. Ay, Sinchi, qué impresión me hizo. Yo lo conocí al viejito, era jefe del arca del pueblo, el que más nos ayudó y nos dio tantos consejos. No creo ese cuento de los periódicos, ese que tú también repites, que Teófilo lo hizo crucificar para quedarse de jefe del arca de Santa María de Nieva. Mi marido se había vuelto santo, Sinchi, quería llegar a ser apóstol. Tiene que ser cierto lo que confesaron los hermanos, estoy segura que el viejito sintiéndose morir los llamó y les pidió que lo clavaran para acabar como Cristo, que por darle gusto lo hicieron. Pobre Teófilo, espero que no lo fusilen, me sentiría responsable, ¿no ves que yo lo metí en eso, Sinchi? Quien se iba a imaginar que terminaría así, con la religión tan adentro de su sangre. Sí, ya hablo de eso.