– Todos nuestros clases y soldados rinden más, son más eficientes y disciplinados y soportan mejor la vida de la selva desde que el Servicio de Visitadoras existe, mi general -piensa el lunes Gladycita cumplirá dos años, se emociona, se apena, suspira el capitán Pantoja-. Todos los estudios que hemos hecho lo prueban. Y a las mujeres que llevan a cabo esa tarea con verdadera abnegación, nunca se les ha reconocido lo que hacen.
– Entonces, esas siniestras patrañas se las cree de verdad-se pone súbitamente nervioso, camina de una a otra pared, habla solo haciendo muecas el general Scavino-. De verdad cree que el Ejército debe estar agradecido a las putas por dignarse cachar con los números.
– Lo creo con la mayor firmeza, mi general-ve las trombas de agua barriendo la calle desierta, lavando los techos, las ventanas y los muros, ve que aun los árboles más robustos se cimbran como papeles el capitán Pantoja-. Yo trabajo con ellas, soy testigo de lo que hacen.
Sigo paso a paso su labor difícil, esforzada, mal retribuida y, como se ha visto, llena de peligros. Después de lo de Nauta, el Ejército tenía el deber de rendirles un pequeño homenaje. Había que levantarles la moral de algún modo.
– No puedo calentarme de puro asombrado que estoy -se toca las orejas, la frente, la calva, menea la cabeza, encoge los hombros, pone cara de víctima d general Scavino-. No me da la cólera para tanto. Tengo la sensación de estar soñando, Pantoja. Me hace usted sentir que todo es irreal, una pesadilla, que me he vuelto idiota, que no entiendo nada de lo que pasa.
– ¿Han habido tiros, muertos?-se aterra, junta las manos, reza, congrega a las visitadoras, pide que la consuelen Pechuga-. Santa Ignacia, que no le haya pasado nada al Milcaras. Sí, está allá, se fue a Mazán como todo el mundo para ver al Hermano Francisco. No es que sea hermano, el fue por curioso.
– Supuse que esta iniciativa no tendría el visto bueno de la superioridad y por eso procedí sin consultar a la vía jerárquica-ve cesar la lluvia, despejarse el cielo, ponerse muy verdes los árboles, llenarse la calle de gente el capitán Pantoja-. Sé que merezco una sanción, por supuesto. Pero no lo hice pensando en mí, sino en el Ejército. Sobre todo, en el futuro del Servicio. Lo ocurrido podía provocar una desbandada de visitadoras. Había que templarles el ánimo, inyectarles un poco de energía.
– El futuro del Servicio-deletrea, se le acerca mucho, lo observa con conmiseración y gloria, habla casi besándole la cara el general Scavino-. De modo que usted cree que el Servicio de Visitadoras tiene todavía futuro. Ya no existe, Pantoja, el maldito murió. Kaputt, finish.
– ¿El Servicio de Visitadoras?-siente un ramalazo de frío, que el suelo se mueve, ve que ha brotado el arcoiris, tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos el capitán Pantoja-. ¿Ya murió?
– No sea ingenuo, hombre-sonríe, busca su mirada, habla con fruición el general Scavino-. ¿Creía que iba a sobrevivir a semejante escándalo? El mismo día de los sucesos de Nauta, la Naval nos retiró su barco, la FAP su avión, y Collazos y Victoria entendieron que había que acabar con ese absurdo.
– Ordené que dispararan pero no me obedecieron, mi coronel-pega dos tiros al aire, carajea a los soldados, ve desaparecer a los últimos hermanos, llama al radio operador el teniente Santana-. Había demasiados fanáticos, sobre todo fanáticas. Quizá fuera preferible, hubiera habido una masacre. No pueden andar lejos. Apenas lleguen los refuerzos, salgo tras ellos y les echo el guante, ya verá.
– Esa medida debe ser rectificada cuanto antes-balbucea sin convicción, siente un mareo, se apoya en el escritorio, ve que la gente saca a baldazos el agua de las casas el capitán Pantoja-. El Servicio de Visitadoras está en pleno auge, comienza a rendir frutos la labor de tres años, vamos a ampliarlo a suboficiales y oficiales.
– Muerto y enterrado para siempre, gracias a Dios -se pone de pie el general Scavino.
– Presentare estudios detallados, estadísticas-sigue balbuceando el capitán Pantoja.
– Ha sido la parte buena del asesinato de la puta y del escándalo del cementerio-contempla la ciudad iluminada por el sol pero todavía goteante el general Scavino-. El maldito Servicio de Visitadoras estuvo a punto de terminar conmigo. Pero se acabó, volveré a caminar tranquilo por las calles de Iquitos.
– Organigramas, encuestas -no emite sonidos, no mueve los labios, nota que se le velan las cosas el capitán Pantoja-. No puede ser una decisión irrevocable, aún hay tiempo de rectificarla.
– Moviliza a toda la Amazonía si es necesario, pero captúrame al Mesías en veinticuatro horas-es reprendido por el Ministro, reprende al jefe de la V Región el Tigre Collazos-. ¿Quieres que se rían de ti en Lima?
¿Qué clase de oficiales tienes que cuatro brujas les arrebatan un prisionero de las manos?
– Y a usted le recomiendo que pida su baja-ve aparecer en el río las primeras motoras, elevarse el humo de las cabañas de Padre Isla el general Scavino-. Es un consejo amistoso. Su carrera está terminada, profesionalmente se suicidó con la broma del cementerio. Si se queda en el Ejército, con ese manchon en la foja de servicios se pudrirá de capitán. Oiga, qué le pasa. ¿Está llorando? Más pantalones, Pantoja.
– Lo siento, mi general-se suena, solloza otra vez, se frota los ojos el capitán Pantoja-. La excesiva tensión de estos últimos días. No he podido contenerme, le ruego que excuse esta debilidad.
– Debe cerrar hoy mismo el local del Itaya y entregar las llaves en Intendencia antes del mediodía-hace un gesto de ha terminado la entrevista, ve a Pantoja ponerse en atención el general Scavino-. Parte a Lima en el avión Faucett de mañana. Collazos y Victoria lo esperan en el Ministerio a las seis de la tarde, para que les cuente su proeza. Y, si no ha perdido la razón, siga mi consejo. Pida su baja y búsquese algún trabajo en la vida civil.
– Eso nunca, mi general. no abandonaré jamás el Ejército por mi propia voluntad -aún no recupera la voz, aún no alza la vista, aún sigue pálido y avergonzado el capitán Pantoja-. Ya le dije una vez que el Ejército era lo que más me importaba en la vida.
– Allá usted, entonces-condesciende a darle velozmente la mano, le abre la puerta, se queda mirándolo alejarse el general Scavino-. Antes de salir, límpiese otra vez los mocos y séquese los ojos. Caracho, nadie me va a creer que he visto llorar a un capitán del Ejército porque clausuraban una casa de putas. Puede retirarse, Pantoja.
– Con su permiso, mi capitán -sube corriendo al puesto de mando, blande un martillo, un desentornillador, se cuadra, tiene el overol cubierto de tierra Sinforoso Caiguas-. ¿Retiro también el mapa grande, el de las flechitas?
– También, pero ése no lo rompas-abre el escritorio, extrae un fajo de papeles, hojea, rasga, echa al suelo, ordena el capitán Pantoja-. Lo devolveremos a la oficina de Cartografía. ¿Terminaste con esos cuadros y organigramas, Palomino?
– Ay, Dios mío, arrodíllense, lloren, persígnense -agita los cabellos, forma una cruz con sus brazos Sandra-. Se murió, lo mataron, no se sabe. De veras, de veras. Dicen que el Hermano Francisco está clavado en las afueras de Indiana. ¡Ayyyyy!
– Sí, mi capitán, ya los descolgué-salta desde un banquillo, alza un cajón repleto, va hasta el camión estacionado en la puerta, deposita su carga, regresa a paso ligero, patea el suelo Palomino Rioalto-. Todavía queda este pocotón de fichas, libretas, cartapacios.
¿Qué se hace con esto?
– Romperlos, también-corta la luz, desconecta el aparato de transmisiones, lo envuelve en su funda, lo confía a Chino Porfirio el capitán Pantoja-. O, mejor, llévense ese alto de basura al descampado y hagan una buena fogata. Pero rápido, vamos, vivo, vivo. ¿Qué pasa, Chuchupe? ¿Otra vez pucheros?
– No, señor Pantoja, ya le he prometido que no-tiene un pañuelo floreado en la cabeza y un delantal blanco, hace paquetitos, dobla sábanas, apila almohadas en un baúl Chuchupe-. Pero no sabe cuánto me cuesta aguantarme.
– En unos segunditos se hacen polvo tantas horas de trabajo, señor Pantoja-emerge de un caos de biombos, cajas y maletas, señala las llamas, el humo del descampado Chupito-. Cuando pienso las noches que se ha pasado haciendo esos organigramas, esos ficheros.
– Yo también siento una pena que no se imagina, señol Pantoja-se echa una silla, un atado de hamacas y un rollo de afiches a la espalda el Chino Porfirio-. Estaba encaliñado con esto como si fuela mi casa, se lo julo.
– Al mal tiempo, buena cara-desenchufa una lámpara, empaqueta unos libros, desarma un estante, carga una pizarra Pantaleón Pantoja-. La vida es así. Apurémonos, ayúdenme a sacar todo esto, a botar lo que no sirve. Tengo que entregar el depósito a Intendencia antes del mediodía. A ver, carguen ustedes el escritorio.
– No, no fueron los soldados, fueron los mismos hermanos-llora, se abraza a Iris, coge la mano de Pichuza, mira a Sandra Peludita-, los que lo estaban salvando. El se lo pidió, se lo ordenó: no dejen que me agarren de nuevo, clávenme, clávenme.
– Le voy a decil una cosa, señol Pantoja-se agacha, cuenta un, dos, ¡fuelza! y levanta el Chino Porfirio-. Pa que sepa lo contento que he estado aquí. Nunca aguante un jefe ni siquiela un mes. ¿Y cuánto llevo con usted?
Tles años. Y si pol mi fuela, toda la vida.
– Gracias, Chino, ya lo sé-coge un balde, borra a brochazos de yeso las divisas, refranes y consejos de la pared el señor Pantoja-. A ver, cuidadito con la escalera. Así, igualen los pasos. Yo también me había acostumbrado a esto, a ustedes.
– Le digo que durante mucho tiempo no voy a poner los pies por aquí, señor Pantoja, se me saltarían las lágrimas-mete irrigadores, bacinicas, toallas, batas, zapatos, calzones al baúl Chuchupe-. Qué idiotas, parece mentira que se les ocurra cerrar esto en su mejor momento. Con los planes tan bonitos que teníamos.
– El hombre propone y Dios dispone, Chuchupe, qué se le va a hacer-desengancha persianas, enrolla esteras, cuenta las cajas y bultos del camión, espanta a los curiosos que rodean la entrada del centro logístico-. A ver, Chupito, ¿te dan las fuerzas para sacar este archivo?