Stefan sabía que algo molestaba a Francesca. Había estado excepcionalmente calmada toda tarde, en absoluto como era ella. Había planeado pedirle que se casara con él esta noche, pero estaba empezando a pensar que tal vez sería mejor esperar a otro dia.
Era diferente de las otras mujeres y él sabía que nunca podría predecir exactamente cómo reaccionaría a nada. Sospechaba que las docenas de hombres que habían estado enamorados de ella habían experimentado algo del mismo problema.
Si el rumor se podía creer, la primera conquista importante de Francesca había ocurrido a la edad de nueve años en el yate Christina cuando ella había golpeado a Aristóteles Onassis.
Rumores… Había tantos de ellos rodeando a Francesca, la mayor parte no podían ser posiblemente verdad… Excepto, acerca de la clase de vida que había llevado, Stefan pensó que quizás esos sí lo eran. Ella le dijo una vez casualmente que Winston Churchill la había enseñado a jugar al gin rummy, y todos sabían que el Príncipe de Gales la había cortejado.
Una tarde no mucho tiempo después de conocerse, habían estado tomando champán y cambiando anécdotas acerca de sus niñez.
– La mayoría de los bebés son concebidos en el amor -le había informado -pero yo fui concebida en una pasarela de desfiles de la sección de pieles en Harrods.
Cuando la limusina pasaba por Cartier, Stefan sonrió. Una historia divertida, pero no creía una palabra.
El viejo continente
Capítulo 1
Cuándo colocaron a Francesca recién nacida en los brazos de Chloe Serritella Day ésta se echó a llorar e insistió que las hermanas en el hospital privado de Londres dónde había dado a luz habían perdido su bebé. Cualquier imbécil podía ver que esta criatura pequeña, fea, con su cabeza aplastada y párpados hinchados no podía haber salido de su cuerpo exquisito.
Como ningún marido estaba presente para aliviar a una Chloe histérica, fueron las hermanas quién la aseguraron que el bebé cambiaría en pocos dias. Chloe ordenó que se llevaran al pequeño impostor feo y no regresaran hasta que hubieran encontrado a su estimado bebé.
Ella entonces arregló su aspecto y saludó a sus visitantes-entre ellos una estrella cinematográfica francesa, el secretario de la oficina matriz inglesa, y de Salvador Dalí-contándoles la terrible tragedia que se había perpetrado contra ella. Los visitantes, muy acostumbrados a la hermosa y dramática Chloe, la tomaban de la mano y prometían investigar el asunto.
Dalí, en una muestra de su magnanimidad, anunció que pintaría una versión surrealista del bebé en cuestión, como un obsequio de bautizo, pero perdió el interés misteriosamente en el proyecto y terminó mandando un conjunto de copas de vermeil en su lugar.
Pasó una semana. El día que debía salir del hospital, las hermanas ayudaron a vestirse a Chloe con un vestido negro suelto de Balmain con puños y un cuello ancho de organdí.
Después, la pusieron en un silla de ruedas y depositaron al bebé rechazado en sus brazos. El tiempo que había pasado había hecho poco para mejorar la apariencia del bebé, pero en el momento que ella miró hacia abajo al bulto entre sus brazos, Chloe experimentó uno de sus cambios relámpago de humor.
Mirando a la cara moteada, anunció a todos que la tercera generación de la belleza de Serritella estaba asegurada. Nadie fue capaz de contradecirla, porque, como unos meses más tarde se demostró, Chloe había estado en lo cierto.
La sensibilidad de Chloe en la importancia de la belleza femenina tuvo sus raíces en su propia niñez. De niña había sido rellenita, con una doblez extra de grasa en la cintura y pequeñas almohadillas carnosas que oscurecían los huesos delicados de su cara.
No estaba suficientemente gorda para ser considerada obesa a los ojos del mundo, pero era suficientemente rellenita para sentirse fea, especialmente con respecto a su madre suave y elegante, la gran couturiere italiana, Nita Serritella. No fue hasta 1947, ese verano cuando Chloe tenía doce años, cuando le dijeron por primera vez que era hermosa.
Fue en casa en unas vacaciones breves de uno de los internados suizos donde pasaba demasiado tiempo en su niñez. Estaba sentada tan discretamente como era posible con sus caderas anchas encaramadas en una silla dorada en el rincón del elegante salón de su madre en la calle de la Paix.
Miraba con tanto resentimiento como envidia como Nita, delgada con un severo traje corto negro con grandes solapas de raso color frambuesa, hablaba con una cliente elegantemente vestida.
Su madre llevaba el pelo negro azulado en un corte recto, que le caía hacia adelante sobre la piel pálida de la mejilla izquierda en un gran rizo, y el llevaba en el cuello de Modigliani unos collares de perlas negras perfectamente emparejadas. Las perlas, junto con el contenido de una caja fuerte pequeña de su dormitorio, eran obsequios de admiradores de Nita, hombres internacionalmente prósperos que eran felices en comprar joyas para una mujer suficientemente exitosa para comprárselas ella misma.
Uno de esos hombres había sido el padre de Chloe, aunque Nita no recordaba cuál, y con el que ciertamente nunca consideró casarse.
La atractiva rubia que recibía la atención de Nita en el salón de esa tarde hablaba español, su acento sorprendentemente común en 1947. Chloe siguió la conversación con la mitad de su atención y dedicó la otra mitad a estudiar las modelos de talle fino que desfilaban por el centro del salón enseñando los últimos diseños de Nita.
¿Por qué no podría ser ella delgada y alta como esas modelos? Se preguntaba Chloe. ¿Por qué no podía ser ella exactamente como su madre, especialmente ya que tenían el mismo pelo negro, los mismos ojos verdes? Si solamente ella fuera hermosa, pensaba Chloe, quizá su madre dejaría de mirarla con tanta repugnancia.
Por centésima vez se prometió renunciar a los pasteles para poder ganar la aprobación de su madre… y por centésima vez, sentía ese hundimiento incómodo, esa sensación en el estómago que le decía que no tenía suficiente fuerza de voluntad. Al lado de la fuerza absorbente de Nita, Chloe se sentía como un soplo de polvo.
La rubia de repente dejó de mirar el dibujo que estaba estudiando, sus ojos castaños líquidos observaron a Chloe. En su acento español curiosamente duro, comentó
– Dentro de poco tiempo será una gran belleza. Se parece a usted.
Nita echó un vistazo a Chloe ocultando ese desdén enfermizo.
– No veo ningúna semejanza, señora. Y ella nunca será una belleza hasta que aprenda a empujar bien lejos su tenedor.
La clienta de Nita levantó una mano compensada hacia abajo con varios anillos chillones e hizo gestos hacia Chloe.
– Ven aquí, querida. Ven y da un beso a Evita.
Por un momento Chloe no se movió mientras trataba de absorber lo que la mujer había dicho. Entonces se levantó con indecisión de su silla y cruzó el salón, de manera vergonzosa enseñando las pantorrillas gorditas que mostraba bajo el dobladillo de su falda del verano de algodón. Cuándo alcanzó a la mujer, se inclinó y depositó un beso de compromiso pero sin embargo agradecido en la mejilla suavemente fragante de Eva Perón.
– ¡Ramera fascista! -Nita Serritella silbó más tarde, cuando la Primera Dama de Argentina salió por las puertas principales del salón. Se colocó una boquilla de ébano entre los labios para retirarlo bruscamente, dejando una mancha escarlata en el borde.
– ¡Se me revuelven las entrañas al tocarla! Todos saben que no hay un nazi en Europa que no pueda encontrar refugio con Perón y sus compinches en Argentina.
Los recuerdos de la ocupación alemana de París estaban todavía frescos en la mente de Nita, y no sentía nada más que desprecio por los partidarios nazis. Aunque, era una mujer práctica, y Chloe sabía que su madre no veía sentido en despreciar el dinero de Eva Perón, por ensangrentado que estuviera, de la calle de la Paix a la avenida Montaigne, dónde reinaba la casa Dior.