Marcela Serrano
PARA QUE NO ME OLVIDES
A Luis Maira, toda la vida.
«La mujer huyó a la soledad, donde
tenía un lugar preparado por Dios».
Apocalipsis 12, versículo 6-7.
PRIMERA PARTE
(La Ciudad)
Mi abuela me enseñó a leer.
Mi abuela me enseñó los libros y me traspasó su amor hacia ellos. No tuve elección, fue su herencia. Mi abuela me dijo que con los libros yo nunca estaría sola.
Me enseñó a cuidar de mis ojos adueñándome de ellos como el lugar más preciado, el más nítido. Me explicó que si alguna vez fallasen los oídos, no sería tan grave, poco me perdería, todo lo que valía escuchar se había escrito y lo rescataría con mis ojos. Me dijo que si alguna vez fallase la voz, no sería el fin. Recibiría el sonido exterior sin devolverlo y nadie lo echaría en falta, menos yo. Estaban las palabras para ser ejecutadas: por mis oídos las que ya estaban concebidas, por mis manos las que quisiera inventar. Al final, sin mencionar siquiera otras carencias como el olfato o el gusto, mi abuela me dijo que ignorara la sordera y la mudez si llegasen a acometerme, que la única falta total era la ceguera.
Que cuidara mis ojos. Sólo con ellos podría leer. Sólo ellos me salvarían de la soledad. [1]
* * *
Fue un sábado por la tarde. Pasábamos el fin de semana con Sofía y Victoria en mi casa en el campo. Bajo el parrón llegó la hora desolada de los cerros y la piscina en silencio era un azul tan azul, olvidadiza del verde que nos rodeaba, ajena al verde, como nunca logré estar yo, siempre algo enredada en ese color.
Sucedió lentamente.
Así.
Mientras flotaba en el aire y aterrizaba en mí la risa de Sofía, comencé a sentir un hormigueo en mi brazo derecho. Me lo sobé sin darle importancia.
– Blanca, ¿no hay más hielo?
Me levantó el impulso de mi instinto diligente y crucé hacia la casa. Desde el living le grité a Honoria a la cocina, que trajera la hielera. Entonces, de pie al centro de esa familiar sala, sentí el hormigueo de nuevo, esta vez recorriéndome la pierna derecha. Me sujeté del borde de la mesa de pool y el paño verde sería una visión para siempre. Con los ojos fijos en la tela esperé que el hormigueo se fuera. Permaneció. Al cabo de un rato volví al jardín y caminé hacia el parrón con cierta torpeza. Sofía me miró divertida.
– No me digas que ya te curaste, ¡con tan poco!
Mi sonrisa debe haber parecido forzada. Tomé mi lugar en la silla de lona al lado de Victoria. No, no era idea mía, se me había dormido el brazo, se me había dormido la pierna y ahora mi mano también se dormía.
Llegó Honoria con el hielo. Miró hacia arriba y detectó los nubarrones.
– Se cortó el cielo -anunció. Victoria, poco rural, me miró.
– Va a empezar a llover -le aclaré.
Extraña, la mirada de Honoria se cruzó con un zumbido, como si algo estuviese traspasando en ese instante la barrera del sonido.
Llevé mi mano despierta al oído, asustada ante tal remezón. Pero nadie había escuchado nada.
– Señora, ¿se siente bien?
– Fue sólo un ruido -titubié.
– ¿De qué ruido hablas en este silencio? -preguntó Victoria sorprendida.
– Nada… quizás un trueno.
– No, no han comenzado aún los desarreglos en el cielo -insistió Honoria-. Está un poco pálida la señora.
– ¿No digo yo? -Sofía rió-. Blanca es incapaz de hacer un mínimo desbarajuste… no han sido más de dos copas…
– Y de vino blanco -acotó Victoria, con su whisky en la mano-. ¿Se han fijado lo chic que se ha puesto tomar sólo vino blanco en los aperitivos? Venga ese vaso, Blanca.
Alargué mi mano, y en ese instante sentí cómo se levantaba la parte superior del labio, derecho también, rígido se levantaba, subiéndoseme en una fea mueca, mezclándose en mis oídos el líquido derramando con el zumbido en el cerebro y la mitad del cuerpo dormido.
El vaso de vino se dio vuelta.
Y eso fue todo.
Si trato de recordar en orden los acontecimientos, diría que lo primero fue la voz un poco agresiva de Sofía. ¿Qué te pasa, Blanca? Articulé una respuesta, pero se atascó en la garganta. Se volcó mi silla enredada con mi cuerpo y caí al suelo. Parece que el grito fue de Victoria y el ruido de un motor calentándose, el de Sofía, simultáneos ambos -grito y motor- en mi memoria. Me subieron entre ambas a la camioneta, no se ponen aún de acuerdo si mis ojos estaban abiertos o cerrados. Sobre lo que no hay discusión es aquello del labio superior, esa horrible mueca del labio levantado, un solo pedazo de labio levantado. Pero sé que no perdí la conciencia. Nunca perdí la conciencia.
No estaba desmayada, me daba cuenta de todo, pero no podía explicarlo. En todo ese trayecto hasta Santiago, no más de una hora y media, mis cinco sentidos funcionaron. Ellas pensaron que yo estaba casi en otro mundo. En parte era cierto, pero no como ellas lo imaginaban. Me arremolinaba en sueños lejanos, en ese camino de mi niñez, en algún brazo estirado de mi madre que me sacara de aquel letargo. Iba tendida en el asiento trasero con la mano de Victoria que no soltó la mía, y con un silencio interrumpido sólo por las imprecaciones de Sofía frente a los hoyos y las piedras del camino sin pavimentar que podían herirme en su irregularidad. Yo soñaba. Incluso recordé a mi abuela gritándole a un funcionario de gobierno que había ido al campo por el día: ¡No vayan a pavimentar este camino, por favor no, que nos va a invadir la clase media! Discutieron entre ellas a qué clínica llevarme: una era mejor, pero estaba tan lejos; otra era más barata, decía Victoria. Qué mierda que Alfonso no esté, Sofía repitió esa frase varias veces durante el trayecto. Al final se decidieron por la Clínica Alemana, y cuando salió una camilla a recibirme yo me levanté por mis propios medios. Me acostaron, pero pude hacerlo: fue con mis propios pies que me levanté.
Estuve varios días en la clínica, siempre tendida, llena de tubos, aislada. Me hicieron infinitos exámenes y todo fue nebuloso. A veces entraba Sofía con los ojos enrojecidos, también otros miembros de mi familia, pero yo continuaba en este largo letargo y sólo los miraba. Dicen que lloraba, pero debe haber sido algo puramente físico pues yo no recuerdo la pena. Mi hermano Alfonso no se separó de mi lado. Lo escuchaba desde lejos hablando de médico a médico con los señores del pabellón y me hablaba a mí como si hubiésemos vuelto a la infancia. Yo cerraba los ojos y me dormía con su voz.
Al final me enfrentó el neurólogo. Alfonso conmigo, como el testigo. Me explicó: que un accidente vascular, un infarto cerebral, que un minúsculo coágulo había llegado al cerebro, que unas células muertas en el lóbulo parietal izquierdo. Mostró radiografías y estas células constituían una mancha no más grande que una moneda. Comentó que mi ataque no era común, que no se entendía su origen, que la presión no se me había alterado. Dijo algo sobre los lóbulos y las áreas de comprensión y de expresión. Sólo esta última había sido afectada, la primera estaba intacta. Entonces escuché por vez primera aquella palabra: afasia.
Eso fue cuanto ocurrió.
Me transformé en una muda.
Cuando salí de la clínica, mientras todos hacían lo imposible por entender esta enfermedad, Sofía me dijo como si recién despertara.
– ¡La escritura, Blanca! Es una buena idea… podrías comunicarte con nosotros escribiendo.
La miré esperanzada mientras traía los implementos. Tomé ese lápiz, lo acaricié, lo apreté, lo retuve, pero escurridizo siguió de largo, siguió solo, sin mi dirección. Las letras no aparecían, aunque las pensaba en mi mente.