– Mi abuela se lo enseñó a ella, ella a mí… Gracias a Dios no tuve una mujer… de generación en generación, estas pequeñas máquinas devoradoras de hombres… la aniquilación, fuera como fuera.
– ¿No la estarás culpando más de la cuenta?
– Puede ser… En fin, dejemos ese tema para después… Pero creo que su música interna no ha cambiado… ahora puede ser la víctima oficial. Siempre lo fue de distintas maneras -se tocó el estómago con una súbita mueca de dolor.
– ¿Qué te pasa?
– Nada grave, son mis úlceras.
– ¿Tienes úlceras?
– Sí, desde siempre. Estoy acostumbrada a ellas.
– ¿Pero por qué tienes úlceras?
– Debo tener mucha rabia.
– Te comprendo -murmuré, compungida.
– El problema es toda la que no saco para afuera. Esa se me transforma en amargura. Porque las rabias se van junto con las pataletas, ¿verdad? Pero la amargura queda. Y eso me causa feroces depresiones.
– ¿Te deprimes muy seguido?
– Sí. Sofía dice que la depresión es la rabia que me dirijo a mí misma, dice que es la obsesión por herirme. Si lo dice ella… -y, como siempre, rió-. La suerte de Sofía es que no conoce las depresiones. Ella cuenta que sólo se deprimió el once de septiembre de mil novecientos setenta y tres. Ese día no se levantó de la cama, pidió que no le abrieran ni siquiera las persianas, tendida a oscuras sin hablar ni comer. La única vez.
En eso pensé cuando manejaba rumbo a San Damián. En mi familia nunca nadie se deprimía. Hablé con Sofía de esto y ella lo despachó con una sola frase:
– Seguro que el control aristocrático de tu abuela controló también las depresiones. Y, entonces, éstas no pudieron ser.
* * *
La nueva casa de Victoria era parecida a la anterior. Estaba en el mismo pasaje y era igualmente chica. Donde caben dos caben cuatro, dijo la señora Yolanda, y se acomodaron. Lorena, la hermana menor, pasó su dormitorio a Victoria con Bernardo, instalándose ella con su madre. En la sala de estar se colocó el sofá cama para los alojados, el que antes convivía con Lorena. Yo nunca tengo alojados, pensé sorprendida. Aquí iban y venían muchas caras, viejas, jóvenes, masculinas, femeninas. Sentados cada uno en una cama, Bernardo y yo hacíamos las clases. Terminadas éstas, me quedaba un rato en la sala de estar donde se me incluía en el rito del mate, que llegó a gustarme mucho. La señora Yolanda era una adicta a esas yerbas y las compartía con todo el que estuviese allí a esa hora.
¡Cómo me conquistó esta señora Yolanda! Su energía acogedora, su presencia confiable, sus manos cálidas y solidarias, toda ella provocaba deseos de acurrucarse en su regazo. Me costaba mucho entender a Victoria con sus quejas una vez que la conocí. Y tampoco percibí entre ellas ningún aire conflictivo, dudando de la veracidad de las versiones de Victoria. Parece que definitivamente toda madre ajena es una estupenda madre a nuestros ojos.
– Estábamos más cómodos allá -comentaba Bernardo-, pero aquí lo pasamos mejor.
En la apiñada salita, la televisión de su abuela era un decir. Dos aparatos instalados uno sobre el otro: el primero daba la imagen, el segundo, el sonido.
Y me pillé esa noche en mi propio hogar, frente al enorme Sony de mi dormitorio, preguntándole a Juan Luis, ¿no será un poco excesivo? Él me miró distraído y no me respondió. No sé en qué mundo andaba, pero yo estaba en el de Victoria, cerrando esa tarde en mi cabeza. Nos habíamos quedado solas en el dormitorio a la hora del recreo de Bernardo. Sentada sobre su cama, se pintaba las uñas de un rojo furioso, mientras yo reposaba. Me entretenía con las historias de un romance en ciernes del que me ponía al día. Dejó el barniz y jugó con los dedos en el aire para que se le secara la pintura.
– ¿Cómo me veo en el rol de hija de familia otra vez? -dice divertida.
Tomé el frasco de Cútex.
– Deja, yo te las repaso, lo estás haciendo mal.
Victoria me entrega sus manos con docilidad y sonríe.
– Siempre vuelvo a la casa de mi madre. En lo aparente es ella quien me ayuda a mí. Pero en el fondo, yo me siento responsable de ella y no soy capaz de abandonarla. ¿Sabes, Blanca? No sé quiénes lo han pasado peor: ellas, las mujeres de los desaparecidos, o nosotros. Créeme, los hijos hemos llevado una buena carga. Si no, pregúntamelo a mí.
* * *
Recuerdo que esa tarde memorable hablábamos con Victoria sobre Lorena, su hermana menor.
– No logro establecer vínculos con ella -le explicaba yo, un poco culposa.
– Te cae mal, ¿cierto?
– No, es que es tan distante…
– Tan volada, querrás decir.
– ¿Volada?
– Anda siempre en otra. En las nubes. Mucho pito, aterriza poco.
– ¿Hablas de marihuana?
– Sí, dulzura -así me llamaba Victoria cuando se burlaba de mí.
– Bueno, la verdad es que no la reconozco, ni en el olor…
– ¿Nunca te has fumado un pito? -la sorpresa en la voz de Victoria era total.
– Nunca -y su risa fue estertórea.
– ¿De dónde saliste, Blanca? En serio, ¿de qué recóndito lugar del mundo saliste?
– Hablábamos de Lorena -tercié-, ¿por qué se marihuanea?
– Razones le sobran…
– Pobrecita… -murmuré, deseosa de atrapar lo inasible, temerosa de agobiar o indisponer a Victoria con tanta pregunta.
– Tengo algunas interpretaciones al respecto. Después de todo, ella era una guagua cuando papá desapareció -pero de súbito su cara cambia de expresión, como si estuviese tan, tan cansada-. A lo mejor algún día te las cuento.
Algún día… Victoria se levanta de la cama y llama a Bernardo, retirándose para que continuemos la clase. Y hago un esfuerzo por concentrarme en las matemáticas: flotan los números entre las imágenes de fisgones y voyeurs que rondan mi fantasía.
Terminé cansada ese día y salí del dormitorio con la esperanza puesta en el mate de la señora Yolanda, eso me animaría. Por las voces supuse que estaba repleta y caminé hacia la modesta sala de estar, pensando que mi living sólo se llenaba con programación, cuando una imagen inesperada llenó mis ojos. Parpadié y volví a fijar la vista. ¿Un vikingo o un guerrero romano? Las películas de mi infancia volvieron a mis retinas.
Estaba de pie, reclinado en el vano de la puerta, un mate en su mano izquierda y un cigarrillo en la derecha. La barba era tan dorada como la cabeza y como esas manos.
También él me miró como si yo no le cuadrara allí.
– Blanca, éste es el Gringo -la excitación de Victoria era nítida, orgullosa de poder contar con ese cuerpo entre los suyos. Yo lo miraba como una tonta, mientras escuchaba a la señora Yolanda.
– Esta es la Blanquita, Gringo, nuestra hada madrina.
– La hada madrina de Bernardo -dijo Victoria.
– No sólo del niño -insistió la madre-, de todos. También tomaba el mate la señora Rosa, una de «las viejas de la agrupación», como les decía Victoria.
– Una luz esta niñita, una verdadera luz. Yo me ruborizaba y me pasaba la mano por la cabeza. El Gringo no me sacaba los ojos de encima.
– Hola, Blanca.
Al tender mi mano, escuché a la nieta de la señora Rosa.
– Abuelita, míralos. Se parecen a los príncipes de mis cuentos.
La segunda vez que nos encontramos fue también alrededor de la tetera hirviendo. Yo ya era parte de esas tardes. La familia contaba con mi presencia dos veces por semana, como se cuenta con lo incondicional. El rito consistía en salir de la habitación de Bernardo terminada la clase y sentarse en un piso de mimbre muy cerca de la estufa, hablando poco y escuchando. Eran mil historias las que trataba de apresar y al sentirme incapaz de hacerlo, las guardaba en el patio de atrás de mi mente, rasguñándolas y atesorándolas a la vez. Muchas veces pensaba que me estaba adentrando en algo tan distinto a mi mundo como viajar a Venus o Marte. Sin embargo, no me sentía ajena. Extraña mezcla, esquizofrénica por cierto. Agradecía en mi fuero interno los viajes y los horarios de Juan Luis. Aquí había calor y a mí siempre me gustó el calor.