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Cuando ese día salí de la clase, mi piso de mimbre estaba ocupado. El Gringo, atento a mí, me hizo un espacio a su lado en el único sofá. Allí me senté, con una tremenda conciencia de esta cercanía. Como si no lo notara, él continuó hablando.

– … y al salir, no quise saber de nadie que hubiese compartido conmigo esa experiencia. Por eso no volví a ver a Victoria -se dirigía a la señora Yolanda-. Ahora he sentido necesidad de verla. Hablar con ella me calma esta rara inquietud que sólo ahora siento, ahora que he debido presentarme a la Comisión, ahora que la verdad se acerca.

– Mi gringo hermoso -había dicho Victoria, tomándole una mano.

La miré con admiración por esa súbita intimidad, por ser necesaria, por ser buscada como consuelo. Pero debí partir temprano, me dio rabia que fuese el cumpleaños de Pía y no poder llegar tarde al cóctel. Me pregunté si éste «ahora» del Gringo y los otros los obligaría a mantenerse cercanos.

(No los obligó, comprendí mucho más tarde.)

Me arreglé sin ganas. Me encontré frente al espejo lamentándome: en casa de Victoria nunca me verían así, elegante, toda en seda.

Pía nos recibió. Pía no besaba; tendía la mejilla para recibir besos y lo más lejos que le era posible, sin parecer ofensiva. Desdeñosa esta Pía, había dicho una vez Sofía. Se me acercó como se acercaba a todos, una mirada leve, un ligero menosprecio. Era su deporte, esa mirada rápida que seleccionaba, situándose a sí misma entre los elegidos. Como aquella vez, en una recepción donde estaban todos mis hermanos y nos fotografiaban para la sección de vida social de algún diario, cuando oí a la fotógrafa comentando, toda esta familia tiene cara de asco, miran con cara de asco. De Víctor, el marido de Pía, emanaba un encanto efusivo. Me pellizcó el traste a la entrada, tan rica mi cuñadita, mientras sonaban fuertes los palmetazos en las espaldas de Juan Luis. Y avancé por la fiesta hasta que Sofía me detuvo, acompáñame al baño, me estoy haciendo pipí.

Los dos baños grandes estaban ocupados, vamos al del escritorio, la llevé, y estaba Sofía en el excusado cuando me dijo, te noto ausente. Le contesté que lo estaba un poco, mientras jugaba con la tarjeta de crédito que encontré encima del mármol del pequeño aparador. Sofía me la quitó y en el movimiento se desprendieron restos de polvo blanco que Sofía observó y olió, mierda, dijo con rabia. La miré sorprendida. Qué te pasa, qué importa que Víctor olvide su tarjeta si a éste baño no entra nadie…, pero Sofía maldijo entre dientes, el huevón de Víctor, con razón anda tan eufórico… no entiendo, le dije, y Sofía, con impaciencia, tú nunca entiendes nada. Salimos del baño y Sofía me recordó la razón por la que quería hablarme, es que estás ausente, Blanca, ¿te pasa algo? Me siento rara, contesté, por dónde voy acarreo el mundo de Victoria a cuestas. Sofía me escrutó, y te pesa, me dijo sin preguntármelo. ¡Cómo no va a pesarme! Pero te alimenta, dijo ella y miré a mi cuñada como si recién cayese en cuenta: siento como si tuviera dos yo, Sofía, dos mundos del todo separados, no se tocan en ningún mínimo ángulo, metida hasta el cuello en cada uno de ellos, como si llevara una doble vida. Juan Luis no sabe la frecuencia de mis idas a esa casa, no sabe nada de mí allá, no sospecha del cariño que se ha ido armando. Parezco hombre, en ninguno de los dos lados hablo del otro, mi casa y esa casa, tú eres el único eslabón entre ellos. Sofía me volvió a mirar, tu otro yo, dijo riendo, total, el único yo que tenías no era demasiado excitante. Me pellizcó una mejilla cariñosa, luego se puso seria, ¿qué es lo que te atrae de ese mundo? Que es real, le contesté, que está vivo, y agregué con cierta tristeza que no pude disimular, y supongo que lo vivo duele.

* * *

Las invité a almorzar ese día, ya que raramente coincidíamos las tres en el centro a la misma hora. Entonces yo iba poco a esa parte de la ciudad, era como un turismo para mí. Esa mañana debía firmar en la notaría la escritura de una de las sociedades familiares (qué anticuados, retó Pía a mis hermanos, ¿por qué no nos cambiamos a una notaría de Providencia? y Alfonso le contestó, puchas, Pía, tratemos de mantener alguna tradición que sea) y Victoria participaría en una manifestación en la Plaza de la Constitución. Fuimos juntas a buscar a Sofía a un seminario de sicología. Pasamos frente a un grupo de trabajadores que se esmeraban en el tendido eléctrico. Uno de ellos acercó su cara a mí -muy cerca, espantándome- y me dijo en un tono del todo exento de obscenidad:

– No se enoje, señora: se ve tierna -subrayó esta última palabra.

¿Tierna? ¿Sería mi simple traje de blanca cashemira, mi corto pelo rubio o mi busto plano? Qué llamaba a la ternura de un hombre así, cuando su compañero, sacando la lengua y abriendo los ojos, le gritó a Victoria del modo más procaz.

– ¡Te lo meto hasta lo tiznado…!

Victoria, con sus ondulaciones de cabellos y curvas siempre en exposición, me dice.

– Es la historia de mi vida.

– También la mía -le contesto-. Cara de pichí, me dijeron una vez los obreros de una construcción. Rucia deslava, me gritaron unos chiquillos en una población.

Nos encontramos con Sofía y las invité al Koper Room del Hotel Carrera, dónde iba a veces con Juan Luis.

– Con la condición de que Victoria enrolle sus afiches -entre sarcástica y divertida mira Sofía los impresos que yo ya conocía, el de los rostros de los desaparecidos.

– ¡Nadie nunca me ha invitado al Carrera! -exclamó Victoria revisando su atuendo. Sofía pasa a la ironía.

– ¡Cágate en ellos! Supieras cómo les molesta que les robemos sus lugares…

El aperitivo fue acaparado por Victoria y su queja.

– Aunque parezca un contrasentido, se necesita más valentía para ser contestataria en democracia que en dictadura.

– Es que ahora ha pasado a ser mala educación salirse de la regla -le contesta Sofía.

– No me gusta cómo huele nuestro silencio general, huele a moribundo -la mira Victoria-, ¡ahora peor que nunca!

– Suena contradictorio -observé perpleja.

Sofía no me contesta, se habla a sí misma.

– Es rara esta transición. Yo hago leales esfuerzos por encontrarle sentido a la palabra «prudencia». Está todo patas arriba… Los comunistas, fuera de la historia, extinguiéndose. Los socialistas, acomodándose y aburguesándose. Los derechos humanos como un problema sólo de un grupo de locos antisociales o antisistema… ¡estupendo futuro! Y con la nula capacidad de movilización del oficialismo, terminará la derecha tomándose las calles…

– De hecho -agrega Victoria-, la derecha nos está robando las formas clásicas de hacer política, las que fueron de la izquierda.

– Eso es un fenómeno generalizado, Victoria, no sólo chileno. Presiento «el tiempo del menosprecio», como decía Malraux.

– Entonces yo estoy totalmente cagada. Lo urgente reemplazó demasiado tiempo lo importante… -murmura bajito-. Ya me quedé atrás…

– No es sólo tu caso, consuélate. Y si vamos más allá de la política contingente -que está bastante aburrida- la ira se agiganta. ¿Saben que hasta Paraguay aprobó la ley de divorcio? Somos los únicos del continente…

Victoria la interrumpe.

– ¡Es que está cada día más cartucho este país! En ese sentido sí que estamos retrocediendo. Parece que antes todas las reivindicaciones cabían en el gran paquete de «ser oposición» y había mucho más espacio para la diversidad. Hoy, en cambio, cualquier fantasía -ni siquiera hablo de afanes libertarios- significa salirse del libreto y es leída como delito. Sólo se premia el sentido común.