Yo escuchaba en silencio. En ese momento fuimos interrumpidas por un hombre que se me acercaba. No lo reconocí de inmediato y me sorprendieron su efusividad y su cariño. En impecable traje gris cruzado, de buena marca, corbata llamativa con un toque de rojo, olor a colonia cara, pelo cortado en el largo justo y con canas sólo en las sienes, este señor me abrazó. Luego de una corta conversación y las presentaciones del caso, siguió a su mesa donde lo esperaban otros como él, despidiéndose con un típico «nos vemos».
– ¿Quién es? -preguntó Victoria con ojos desmesuradamente abiertos.
– Fue pololo mío, justo anterior a Juan Luis.
– Pero, Blanca, ¡que hombre tan buenmozo!
– Sí, siempre lo fue. Y la edad no le ha venido nada mal -contesté-. Creo que me gustaba básicamente por eso.
– Es que hace tiempo que no estaba al lado de un hombre tan regio, así, de carne y hueso -insistía Victoria.
– Debe ser tonto, ¿o no? -preguntó Sofía, que tampoco sacaba su vista de la otra mesa.
– No me acuerdo -respondí mansa.
Victoria miró a Sofía, luego a mí.
– Dime, Sofía, sin ofenderte, ¿habrías logrado en tu juventud conquistar a un hombre así?
– Probablemente no. ¿De dónde lo podría haber sacado?
– Y si por cualquier razón lo hubieras conocido… ¿lo habrías podido conquistar?
¿Adonde quería llegar Victoria?
– No creo. Lo que Blanca tuvo desde siempre, yo lo obtuve más tarde a punta de puro esfuerzo. En mi juventud, todo era más bien gris a mi alrededor.
– ¡Imagínate alrededor mío! -Victoria lanzó su característica carcajada-. ¿Y porqué piensas que es tonto?
– Por lo buenmozo que es.
Y porque se enamoró de mí, pensé yo, y percibí las ganas grandes, acumuladas, de obtener -en cualquier terreno- la aprobación de Sofía.
– Estás peor que los machistas clásicos, ésos que suponen que a más belleza en una mujer, más tontera.
– Alfonso también es buenmozo -corté.
– Sí, pero no detiene el tráfico como éste. Y Alfonso se enamoró de mí en la adultez.
– ¿Qué tiene que ver?
– Pasó cuando lo gratis ya no contaba, se enamoró de la persona que yo forjé.
– Parece que todo lo mío es gratis -dije, casi para mí misma, sin ningún rencor.
– Eso también es un privilegio, Blanca -salió Victoria en mi defensa-, ¡yo habría dado cualquier cosa por obtener algo gratis en la vida!
– Claro que es un privilegio- contestó Sofía, un poco despectivo su tono-. ¡No te mires en menos, Blanca!
– Mentira -se le rió Victoria encima-. Tú luces tus logros como medallas de guerra.
– En todo caso, Blanca -dijo mirando por última vez a la mesa del lado y volviendo el humor a su tono, -si te llegaras a separar, no te cases de nuevo con uno de estos derechistas. ¡Son tan aburridos!
Sofía era magistral para desviar los temas cuando iban por mal camino y esto sirvió para que Victoria empezara ya con otras preguntas.
– ¡Basta! No sean locas, no pretendo separarme, por nada del mundo lo haría. Además, la sola idea de presentarme en público como una separada, ¡me pone los pelos de punta!
Terminado el almuerzo, Sofía volvió a su seminario y yo fui a dejar a Victoria a su casa.
– ¿Te das cuenta, Blanca, que Sofía se puso celosa?
– ¿Celosa? ¡Estás loca!
– Los celos míos son tan evidentes que se anulan -comentó-. Pero Sofía no los reconoce. ¡Te apuesto a que le habría encantado un hombre así para su currículum!
Reí de buena gana.
– Absurdo, absurdo. Sofía desprecia las apariencias.
– Somos mujeres, tonta, y nos enseñaron a competir desde el día que nacimos. Ni siquiera por el poder, como a los hombres, porque ésa es una competencia abierta, brutal, pero mucho más sana. La nuestra es la pequeña competencia oscura, y los celos y la envidia son parte del bagaje. Por eso, incluso para una mujer tan íntegra como Sofía, tú puedes resultarle una afrenta.
– ¿Yo? -incrédula mi voz.
– El otro día vimos en video esa película de la Bisset, Ricas y Famosas. ¿La viste?
– Sí.
– Pensé en ustedes dos.
– Yo como la rubia tonta, supongo. ¿No era la Candice Bergen?
– Sí.
– Pero ni Sofía ni yo somos escritoras…
– No necesitan serlo… es más sutil que eso. Todo lo aparentemente despreciable de la rubia tonta, como tú dices, es lo que la castaña inteligente envidiaba. Mírala desde esa perspectiva y verás que tengo razón.
* * *
Recuerdo tu cara cuando conté esa anécdota, ¿te acuerdas?, cuando andábamos con dos de mis amigas de farra una madrugada y nos quedamos sin plata para volver. Preocupada, dije: no podemos caminar por el centro a esta hora, ¿qué hacemos? Y mi amiga detuvo un taxi, pero si no tienes plata, le dije, no te preocupes, me contestó ella. Me subía la parte trasera del taxi con la segunda amiga, y la primera se sentó al lado del taxista. Hicimos el recorrido en un silencio mortal y sospeché que algo raro sucedía. Me empiné hacia adelante y lo vi, mi amiga había abierto el marruecos del chofer y lo masturbaba, silenciosamente, olímpicamente… El desconcierto del chofer no tuvo límites y no se movió, manejó y manejó sin abrir la boca. Cuando llegamos al punto requerido, mi amiga avisó, llegamos, chiquillas, bájense. Muy seria le subió el marruecos y se despidió del chofer, quien, aterrado, jamás habría osado cobrarnos. El día que se los conté, Victoria rió y comentó alegre la posibilidad de dar vueltas el asedio sexual y ver si los hombres se plantean cómo es el cuento al revés. Pero tú palideciste. Esa misma noche a Victoria se le ocurrió hablar de su amigo, el Caco, ese vecino de toda la vida, ese pobre diablo a quien ella trata de rescatar metiéndolo en cuánta organización existe. Le pregunto en qué está el Caco ahora. Y como si tal cosa, Victoria responde: ahí anda, puteando por un par de lucas, ésa es su actividad actual. Tu volviste a empalidecer.
– ¿Perdón? -casi no podías modular, incrédula.
– A ver, dulzura -te respondió Victoria-, te lo explicaré con precisión: se para en la Plaza Italia, se sube a los autos de los homosexuales y se deja succionar el órgano sexual por dos mil pesos. ¿Te queda claro? -te despachó con la mirada, nunca con intención de provocarte, soy yo la de esas intenciones, Victoria no lo haría. Continúa muy seria, y me dice: -La otra noche me lo encontré cerca de la Estación Mapocho, y mientras conversábamos, se nos cruzó lentamente un auto verde. Sale, Victoria, no me caguís el negocio, me dijo. Y yo miré este auto verde tan largo y raro y vi adentro dos maricones medio elegantes, pero de elegancia extraña, viejos, y con un doberman atrás. No, Caco, no te subái ahí, ten cuidado. No me hizo caso y partió con ellos. La próxima vez que lo vi, me dijo: te contrato de guardaespaldas, cabra… me sacaron la misma cresta los del doberman. Era evidente, ¿cómo el Caco no se dio cuenta? Si me di cuenta yo, que no tengo ningún instinto de conservación…
Esa noche, cuando volvíamos de Avenida Grecia, tú me dijiste casi temblando, casi sin abrir los labios.
– El problema de ustedes, Sofía, es que no tienen temor de Dios.
* * *
Volví a encontrarme con este amigo de Victoria en su casa. Me hablaba a mí misma del «amigo de Victoria» para distanciarlo, para sentirlo del todo ajeno. Pero no, no resultaba. La distancia se esfumaba y venía de vuelta con su cara y su nombre: el Gringo.