– Estuvo preso conmigo -me contó más tarde Victoria-, fue entonces que lo conocí. Su historia es rara, pero simple. Lo tomaron porque había escondido a un amigo suyo que era buscado. Él no tenía nada que ver. Estudiaba en la universidad, vivía entre sus libros y la política era una referencia filosófica, no una actividad ni una actitud de vida. Este es el caso, literalmente, de una víctima inocente. Estuvo preso un buen tiempo. Lo torturaron hasta el cansancio, hasta que encontraron a su amigo. Cuando lo hubieron matado frente a sus ojos, lo soltaron. Pero luego lo siguieron persiguiendo y él se esfumó. El único compañero a mi alrededor que fue permanentemente torturado por mujeres. Como si ser tan bello fuese su pecado…
Luego el Gringo me contaría también a mí.
– Salí de la cárcel y a los pocos días comenzaron a seguirme. Como supe que no podría vivir en paz, me fui. Me arranqué, Blanca, que te quede claro, fue un impulso de la cobardía, no lo disfrazo. Partí al sur sin avisarle a nadie, ni siquiera a mi mujer. Cuando ella se enteró más tarde que yo vivía y estaba libre, no me lo perdonó. Y me abandonó. Un tío mío había colonizado unas tierras en Aysén. Para allá me fui. Estuve tres años encerrado en esos bosques. Trabajé como uno más de los campesinos, usé las manos, corté árboles, aprendí del aserradero. Viví en casa de este tío, muy loco y excéntrico, bastante alcoholizado, con su voz como única interlocución. Leí, leí y leí. Avanzar en el conocimiento es un drama, Blanca -muy serio el Gringo- porque cada paso que das te amplía la conciencia sobre lo que aún no conoces. Y entonces estás cada vez más lejos de satisfacer tus propias curiosidades -ahora sonrió-. Esto termina en que la ruma de libros que tienes en tu velador crece y crece sin parar, y que ni diez años en Aysén son suficientes.
– ¿Te enamoraste en el Sur?
– Una mujer me acompañó un tiempo. Tenía una bonita historia, por eso la llevé conmigo. Era mapuche. La conocí en Temuco, ella también escapaba. Se había casado muy jovencita y había sido abandonada. Cuando esto le sucedió, dejó su tierra y se fue a Chillán. Allí se enamoró por segunda vez. Cuando quiso casarse de nuevo, le explicaron en el Registro Civil que no podría -que ya estaba casada, aunque el anterior marido se hubiese esfumado-. Por esta razón fue otra vez abandonada, por el segundo enamorado. Cuando conoció a su tercer amor, se puso el parche antes de la herida. Desde el principio cambió su nombre, le dio a él el nombre de su prima, una chiquilla oligofrénica que vivía en Nueva Imperial, quien nunca -a su juicio- necesitaría de un nombre ni de un documento. Mandó a pedir el Certificado de Nacimiento de su prima y con él volvió al Registro Civil, sacó carnet a su nombre y se casó con este nuevo amante, sin miedo a que la apresaran por bigamia. Cuando lo llevó a su pueblo a conocer a su familia, él la descubrió. ¿Y qué crees que hizo este hombre? La agarró a golpes, por haberle mentido. Ella lo amenazó con ir al retén y acusarlo por maltrato. Él le respondió que iría primero y la acusaría de usurpación de nombre y de bigamia, que nadie la salvaría de la cárcel. Antes que él llegara al retén, ella se fue a la carretera. Yo pasaba con la camioneta por ahí y la llevé. Así, en vez de terminar ambos, ella y su marido, denunciándose donde los carabineros, terminó en Aysén, escondida como yo. Yo, con pecados de verdad, ella, sólo con pecados de amor.
– ¿Y la abandonaste?
– Más que abandonarla, me fui. Volví a la ciudad. Ya nadie se acordaba de mí, ni mi mujer, que tan absorbente había sido. Pero como mi madre lo era aún más, volví a partir. Decidí viajar. Agradecí mi doble pasaporte entonces, no necesitaba tanta visa como los chilenos. Recorrí el continente, viví en distintos lugares. En Phoenix, Arizona, en una casa rodante, mientras hacía de nochero en un resort. En San Salvador, trabajando en una embarcación. En una hacienda en Paraguay. Luego en Ecuador. Ya habían pasado los años cuando un día, en ese país, un día que miraba el mar, decidí que quería mi propio mar. Y volví.
– ¿Dónde mirabas el mar?
– En San Lorenzo.
– ¿Qué hacías ahí?
– Fue fortuito. Llegué a ese lugar porque una tarde mi embarcación se enredó en los manglares.
– ¿Qué es eso?
– El mangle es un árbol que echa raíces en el agua salada. Quedamos atrapados, un amigo y yo, con sed.
No teníamos agua. Fue entonces que aprendí a tomar el agua de los cocos. Me instalé en ese pueblo.
– ¿Que había en el pueblo?
– Tres mil negros, nadie sabe cómo llegó a conformarse esa aldea. Suponen que alguna vez hubo un naufragio, algún barco que venía del África. Era una zona maderera, cercana para mí. Por eso me quedé. Había un sólo blanco en el pueblo, un maricón que instaló ahí su peluquería, transformándose en el éxito del lugar. Cuando un día conversaba con él mirando el mar, hablamos de este continuo no pertenecer. Vi que el peluquero había encontrado al fin su pertenencia en San Lorenzo, entre los tres mil negros, y que yo encontraría la mía en mi propia tierra. Tú sabes, Blanca, uno como yo parece que lleva el mar adentro. Quise volver al mío.
– ¿Y…? -que no calle, que siga hablando.
– Me vine a Chile. Instalé una pequeña empresa maderera. Vivo de eso y de mis libros, que son -al fin- mi única gran pasión.
– ¿Y fue como volver a lo tuyo?
Me clava los ojos.
– Sí y no. Parece que ya no tengo raíces. Y el no tenerlas deja cada miembro a merced de la intemperie, que es donde yo vivo.
* * *
Mi abuela, al morir, no me dejó dinero. El dinero como tal nunca le gustó a mi abuela, temiendo que desarticulara o dispersara más que cerrara círculos de felicidad.
Mi abuela al morir, entonces, me dejó un pedazo de tierra. Ella me enseñó de chica a amar los cerros y el color de los limones cuando se echaba el sol. A esa hora me hablaba de García Lorca y me contaba del amor de Federico por los dorados de la tarde. Y al enseñarme de la hermosura del valle, me habló de la perpetuidad de la tierra. Entonces oí de sus labios por primera vez la palabra pertenencia. Me contó de la primera Blanca, la que muchos años atrás corrió por los mismos prados y dejó su memoria en ellos. Fue entonces también que me habló de las raíces, de cómo el dinero y las raíces se encuentran raramente entre sí, que lo primero disloca, lo segundo sujeta.
Me dijo mi abuela que la tierra prolongaba -más que los hijos u otros elementos- y que ella siempre serenaría mi alma. Nombró la trascendencia y yo intuí la relación mística entre la tierra y ella.
De todos los terrenos que dividió -éramos varios los nietos- eligió el más hermoso para mí. Nadie se enteró de esto, pues ella no lo avisó en vida. Al leer el testamento, yo supe por qué ese era el mío. Sólo desde allí los cerros encerraban por los cuatro costados. Y esos muros de árboles y piedra, lejos de ahogar, me protegían. No fue inocente la elección de mi abuela. Ella sabía por qué yo necesitaba de esa protección.
Elegí las maderas más sencillas y me hice una casa. Con mis propias manos planté el níspero, los dos aromos y el Jacaranda que la circundan. Recuerdo sus palabras: identidad, pertenencia, perpetuidad.
Mi propia impronta.
Es el único lugar, de cuántos he tenido y vivido, que he podido llamar: mi casa.
* * *
Volvimos a encontrarnos, como si a cada rato lo encontrara, como si la confabulación estuviese tejida para encontrarlo. Al terminar la sesión con Bernardo aquel día, ya un poco ansiosa sobre las presencias que rodearían la tetera hirviendo, me sorprendí de tanto silencio. No hay nadie, pensé con desilusión. Dejando a Bernardo con su tarea, salí sola al pasillo. Y los vi. En el sofá, Victoria inclinada sobre un cuerpo grande, inclinada como sólo pueden inclinarse los cuerpos que confían uno en el otro. Cerrados los ojos, los brazos del Gringo la sostenían. Me faltó la respiración. Como si me hubiesen golpeado de frente, me vi envuelta en sensaciones heladas, absurdas y desproporcionadas al golpe mismo. No esperaba sentirlo, no debía, me sorprendí, me reprendí. Me disponía a desaparecer en la punta de mis pies, con la mayor discreción, cuando Victoria me llamó.