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– No, Blanca, no te vayas.

El Gringo abrió los ojos y no había sobresalto alguno en ellos, más bien una apenada paz.

– No es lo que crees, ven -me dijo Victoria, insistiendo. Se incorporó y tomó una taza, sirviéndome un té.

Había un ambiente de silencio que yo respeté, esperando que Victoria lo interrumpiera. Luego de lo que me pareció un siglo, lo hizo.

– Estábamos reanudando una antigua promesa. Como el silencio continuara, pregunté.

– ¿Cuál?

– Algún día te la explicaré -me contestó Victoria y por primera vez vi tristeza genuina en ella, sin máscara alguna.

Mis ojos y los del Gringo se buscaron en ese ambiente enrarecido, como sólo enrarecen la pena sumada al silencio. Y se encontraron.

Sus ojos como grandes cerros verdes, paños verdes que ambicionan cubrir a esos cerros de la intemperie.

* * *

A ver, Blanca, detengámonos un poco.

Tú eras un ángel, yo lo dije siempre. Y no tenías motivo alguno para intolerancias ni impaciencias. A lo más, un cierto agobio por tanto buen comportamiento.

Victoria, la sombra que te daba el contraste, una vez al mes pasaba por un período intolerable para ella. Sentía que sus nervios continuamente la traicionaban, casi los veía tensarse y aflojar, aflojar y tensarse. Observaba que el mundo se ponía de acuerdo para hacerle la vida imposible. Detestaba a su hijo cuando éste la molestaba -y cosa rara en una mujer- lo reconocía. Cuando Victoria leyó por primera vez sobre el Síndrome Pre Menstrual, respiró aliviada. El que su mal tuviera nombre la consolaba, como si alguna parte de sí misma al fin encontrara la licencia. Cuando te explicó esto, tú decidiste que ése era también tu problema. Nunca pensaste antes en tener dolencias innombradas, pero ésta te iluminó. Por primera vez las cosas no andaban bien para ti, debías justificar con rapidez. Huelga decir, cuñadita mía, que jamás, ni en tu adolescencia, sufriste con una menstruación, como si no te tocara, sólo te rozara suavemente para contarte de un momento distinto. La explicación de Victoria te vino de perlas, justificar lo que tu mente y consciente no delataban. Lo nuevo que empezaras a experimentar al interior de tu hogar debía deberse a algo así, ¿verdad? Te sobraba, reconozcámoslo, esto de que las fechas fuesen tan acotadas.

En tu preciosa casa en San Damián -construida para ustedes como un molde- tú amanecías cada día con la cordillera y el bienestar encima. Si fuéramos norteamericanas, te dijo Pía con toda desfachatez, apareceríamos en el House and Garden. Algunos muebles antiguos sugieren mucho antepasado y los modernos, mucho dinero. Cada niño en su propia habitación, la piscina exageradamente azul y el living, un solo gran ventanal, trayendo la luz de la mañana, dándole mil tonos diferentes al damasco de las murallas. Como la mansarda era el lugar que los niños preferían, te diste el lujo -que ninguna madre con hijos pequeños se da- de tapizarlo todo de blanco. Juan Luis se hizo un escritorio de hombre importante, allí se guardaban los libros que nadie leía, porque tus novelas -fanática tú de las novelas- estuvieron siempre en tu dormitorio, convivían a tu lado con toda humildad; las pedías prestadas o si las comprabas, las regalabas, deseosa de traspasar tu gusto por ellas. Ningún interés por acumular o demostrar. Juan Luis ocupaba poco este lugar, pero a veces tú te instalabas ahí a respirar, corno el remedo del cuartito para llorar de la Nacha Guevara en la película Miss Mary, que tú no poseías. Tantos metros cuadrados construidos, Blanca, y ninguno de tu exclusividad. Muy, pero muy femenina siempre tú.

Es que eras más sencilla de lo que tu en torno sugería. Fue esa sencillez la que me atrajo a ti cuando entré en esta extraña familia. Si tu closet empezaba a abultarse era por obra de Juan Luis y sus viajes, no por tu afán. Y siempre lamenté no tener tu talla cuando te daba por regalarlo todo. Preferías tus buzos ciento por ciento algodón, toda tu ropa era ciento por ciento algo, o tus bluyines con amplios sweateres que le robabas a Juan Luis.

Aunque algo de rabia me daba la holgura con que transcurría tu vida, nadie -salvo yo- consideraba que fuese culpa tuya el no trabajar. Después de todo, estabas recién titulada cuando debiste acompañar a Juan Luis a Chicago a hacer el famoso post grado. Ya cuando volviste, con guagua chica y pérdidas a tu haber, sólo por disciplina interna aceptaste un puesto en un colegio. Al cabo de un año, cuando caíste en cuenta que ganabas lo mismo que tu empleada, lo dejaste y guardaste el título. Entre Chicago y los talleres de la parroquia medió tu silenciosa disponibilidad. Quieta, como tú. En un ocio expectante pero plácido. Ver de qué forma ser útil, con tal consigna le echabas una miradita al mundo, no muy convencida pero con la mejor de las intenciones. Y que tal forma hiciera que Juan Luis y el resto te quisiera.

Eras rica y lo vivías con naturalidad. Emanaba de ti una intrínseca elegancia, tan poco ostentosa. Parecías sentirte cómoda en cualquier lugar que te pusieran, ya fuera el supermercado o el Palacio Cousiño. La estridencia te era desconocida, no le temías como la he temido siempre yo. Nunca te aceleraste en las puertas de las lozas para abordar en los aeropuertos. Cuando subías a un ascensor, eras la única que se resistía a la tentación de mirarse al espejo mientras los demás ajustaban chaquetas o arreglaban corbatas y peinados.

Los pánicos colectivos te resultaban de inmenso mal gusto. Una vez me contaste que se había empezado a incendiar el bus en que ibas -años atrás, cuando aún sabías qué recorridos existían y cuánto costaba el boleto- y la gente empezó a gritar y a empujar para salir. Tú miraste a tu alrededor y no te moviste. Cuando descendieron todos los pasajeros, caminaste lentamente hacia la puerta y bajaste los escalones sin acelerarte. Por supuesto, no te pasó nada. Nunca hacías escándalo y las empleadas te duraban -no como a mí-. Y cuando invitabas gente a tu casa, todo fluía. Siempre me preguntaba cómo lo hacías para que todo resultara tan bien, nadie de los presentes diría que parecías agitada. Como si todo se hubiese hecho solo. De verdad, le hacías el juego a la fantasía de todo marido.

Tanto esmero, tus pobres hombros precisaron equilibrio exacto.

Eras digna, Blanca. Y eso te daba una seguridad aparente que aplastaba a Juan Luis, a quien todas las cosas molestas de la vida diaria le causaban ansiedad. Yo le contaba a Victoria de cuando entraste a la Joyería Bulgary, en plena Quinta Avenida, en bluyines y zapatillas de gimnasia sin darte una pizca de vergüenza. Creerán que soy una millonaria displicente, le dijiste a Juan Luis que te esperó afuera, y tú entraste y nadie te detuvo.

La displicencia, Blanca, síndrome de toda tu familia. En algunos se transforma en arrogancia, no en Alfonso ni en ti. Son tan parecidos ustedes dos. Y cuando en mi medio se sorprendieron que yo me hubiese enamorado de un hombre como tu hermano, yo expliqué: es su displicencia la que me conquistó. No puedo con ella. Es todo lo que a mi me habría gustado ser.

El elemento básico que distinguía a Alfonso de ti era tu terror al conflicto. Cómo lo detestabas, Blanca. Eras capaz de evitarlo al costo que fuera. Por eso me alarmé cuando apareció el Gringo. Tú eras por definición una mujer discreta, en todo el sentido de la palabra. Nunca entendiste lo que ciertas presencias masculinas quisieron decirte, siempre ausente de esa inquietud. (Una inquietud, al fin, ¿verdad?) Hasta que llegó el Gringo. Pero tanto es así que tampoco lo entendiste con él. O más bien, sólo llegaste a entenderlo cuando llegaste a sentirlo tú.