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Victoria propone el baile, tus brazos y los míos se alcanzan solos no necesitan ni llamarse, para qué, han desesperado esperando esta disculpa, se entrelazan con sonidos lejanos, ¿son gaitas? ¿coros? ¿también percusiones? ¿qué sonido sagrado nos permite? Recuerdo sí un bandoneón, eso fue mucho más tarde y citándome a Bernard Shaw, divertido, diste el primer paso: El tango es la expresión vertical de un deseo horizontal. Yo pienso y te pienso horizontal, fuera de mí misma, por supuesto, la mí misma intrínseca no piensa en nada horizontal y busco tus piernas, quiero sobre mi muslo un bulto duro que me asegure, dónde está, sudas, Gringo, y toco ese sudor intuyendo un calvario, soy yo, no es otra, quién puede temerme a mí, qué temes, tus brazos de guerrero me aprisionan, convertir la fuerza en dulzura, entremezclarlas al entremezclarnos nosotros hasta fundirnos, pero quiero tu sexo de piedra para que mis alas vuelen, esmaltado, brillo y dureza, me muevo, tanteo, te sé acalorado y calenturiento como yo, como me decían en el campo de chica cuando tenía fiebre, calenturienta, dónde entonces el esmalte, tu cabeza se pega a la mía, tu barba me cosquillea, en el cuello, en el hombro, también en la mejilla, y la tuya quisiera besar mil veces, la tengo casi pegada a mí, lamerla quizás, como las gatas, soy la dulce blanca entrando de lleno en el pecado, el baile no es más que una disculpa para los cuerpos, y tú diciéndome al principio de la noche, serio, yo no bailo, yo abrazo. Y mi sonrisa conocida, formal, abriéndose. Ahora es mi risa más perversa, te juro, Gringo, me la desconocía, y ella quiere desarticularte, tantearte, hurgarte.

Gringo, Gringo.

Estoy a tus pies. Con tequila, con calor, con hambre.

Y tú no te quedas, mi piel suspendida y la pasión en las sombras.

* * *

¿Cuál habría sido el resultado de mi incipiente locura si Juan Luis no me hubiese llevado a Río? No es que muriera de ganas, pero movida por quizás qué culpas, o ya nostálgica de la culposa que aún no era, accedí a su invitación sugerida como una pequeña luna de miel.

– Sólo un egocéntrico como Juan Luis puede ignorar lo ausente que estás -había opinado Sofía-, a no ser que el ausente sea él y por eso anda inventando lunas de miel.

No le hice caso.

Juan Luis partió varios días antes a Sao Paulo para trabajar y fijamos nuestra cita en Río. Por razones de vuelos, yo llegaría antes que él, una mañana determinada, y nos juntaríamos esa noche en el hotel acordado. Decidí prepararme como corresponde a una esposa que ha sido invitada a una luna de miel luego de años de matrimonio. Incluso se lo comenté a Victoria, cuan convencida estaba, de mí dependía que la unión con Juan Luis tuviera algún color, o más bien dicho, el papel de las mujeres es evitar que las relaciones se añejen. ¿Por qué?, preguntó airada Victoria. No estuvo de acuerdo conmigo.

Vencí mi antipatía por las peluquerías y me instalé allí un día entero. Me hice cuánta cosa se me ocurrió, o que se le ocurrió al peluquero de moda que me tenía en sus manos. Juan Luis se lo merece, me trataba de convencer resistiendo el calor de los secadores. No es que mi melena de Príncipe Valiente diese para muchos cambios, pero lo intenté y me modernicé un poco, decidiéndome luego por unos visos locos en ciertos mechones para vencer mi rubia palidez. Me depilé, me hice las uñas de manos y pies, y para divertir a Juan Luis, pensando en las playas de Río, me pinté las uñas de los pies, detalle bastante siútico, impensado en mí. Recordaba a Pía llegando a mi casa un día. «Vengo de la peluquería y me topé con la Malú Correa depilándose, en pleno invierno, Blanca, ¿te cabe duda que tiene un amante? Nadie se depila en pleno invierno para los maridos».

Luego partí a General Holley y me probé una tenida de esta nueva seda agamuzada, exactas a las que vi en Nueva York y que no compré por un puro acto de autocensura. (Siempre me ha producido pudor gastar plata en mí.) Me puse eléctrica de tocarla, tal era su suavidad. Hasta yo me quedé boquiabierta al verme en el espejo, me creí del Harpers Bazaars'. Y el toque final fue una camisa de dormir. Yo siempre dormía con pijamas o poleras. Elegí una de lo más sexy, escotada y con tiras de raso. Estaba embalada en este juego y me entretuvo. Para ser franca, me vi regia, cosa que nunca me ocurría, y eso fue parte de la entretención.

Lo esperé un día entero en Río, sintiéndome rara. Yo nunca viajaba sola, la verdad es que casi nunca hacía nada sola y a las alturas que Juan Luis llegó estaba ya nerviosa. Él me abrazó frugalmente y se abalanzó a contarme de sus éxitos en Sao Paulo, de lo bien que le había salido todo. ¿Olvidaba que yo llevaba un día entero sola, en un país extraño, con otro idioma, sin hablar con nadie? Estuvimos solo unos minutos juntos, él debía tratar algo urgente y me pidió que nos juntásemos una hora más tarde en el lobby. Llegué a la cita a la hora exacta luego de repasar mi look en el baño de la habitación y de comprobar que las sedas tenían sólo las arrugas que corresponden a los materiales nobles, ni una más. Noté que la gente del hotel me miraba y palpé desconcertada esta aprobación en la atmósfera. Al fin llegó él, atrasado. Se disculpó y me propuso ir de inmediato al restaurante, tenía mucho hambre. Así lo hicimos. Lo miré comer y me odié por irritarme así frente a la habitual concentración con que lo hacía mi marido. Yo acentué mi forma casual de ingerir, con el instinto de remediarlo y no de marcar las diferencias, mientras sólo hablaba él cuando decidía sacar su atención del plato. De paso preguntó por Chile, por la casa y por los niños. No por mí, a no ser que se me suponga la suma de esos factores. No reparó en ningún cambio, ni en mi peinado ni en la tenida nueva. Creo que aún no me ha visto, pensé. Me comentó, entre una cucharada y otra de los rosados langostinos, que se sentía un súper marido por esta idea de la luna de miel. Caminamos de vuelta al hotel y me dije, está bien, tenemos toda la noche por delante. Recordé mi nueva camisa de dormir y me pregunté con timidez qué diría Juan Luis cuando estuviésemos en la cama. Una vez en la habitación, me comentó lo agotado que estaba y me contó un par de anécdotas de su parte del viaje, mientras se desvestía y se lavaba los dientes. Yo, como una visita discreta, sentada con toda la ropa puesta en una punta de la cama. Llegó del baño en calzoncillos y se tendió, prendiendo la televisión con el control remoto, haciendo los sappings habituales. Verdadero símbolo fálico, el control remoto, decía Sofía, prívalo a un hombre de él y se siente un impotente. Sus ojos empezaron a divagar, cómo conocía yo esa mirada que se le instalaba frente al aparato. Si no hubiese sido la de Juan Luis, la habría definido como nebulosa, como adicta, como estúpida. Me comenta algo de por qué no me desvisto. Voy al baño, me tomo un tiempo y al volver veo que se ha quedado dormido, la televisión hablando sola. Ronca un poco, como siempre cuando su sueño comienza. Me miro a mí misma, el peinado nuevo, el maquillaje impecable, el olor al perfume que él me ha regalado y la famosa seda agamuzada tirada en la silla. Recordé una helada noche en Chicago, de ésas que atraviesan el cuerpo entero, en que lo llamé intempestivamente a la universidad y le dije, Juan Luis, tengo frío. Al poco rato llegó acezando, había corrido por las escaleras, y bajo su brazo, el flamante acero de una estufa nueva. ¿Cuántos años habrían pasado?

Entonces reparé que luego de diez días de separación y de volar a otro país para encontrarlo, aún no me había besado y no había alcanzado a conocer mi nueva camisa de dormir.

Tuve una vaga sensación que mucho más tarde se me concretó como pensamiento: el pensamiento del desapego.