El lento derrame del desapego.
* * *
El viaje a Río actuó de detonante. ¿O de licencia?
Cuanto más recatada, pensaba mientras sobrevolaba la Cordillera de los Andes, más debe perdonar el Señor. ¡En qué estado de pasión debe encontrarse una mujer como yo para entrar en acción! Sentí que toda criatura de Dios tenía derecho a cederse un poco de autocompasión, unos minutos, al menos.
Llovía torrencialmente ese día.
Me dirigí hacia el centro, desandando el habitual camino Avenida Grecia-San Damián. El Gringo, a mi lado, bello tan bello, guardaba silencio. Sólo yo sabía que la noche anterior, recién llegada al país, y sola -Juan Luis había seguido a Montevideo- me había encerrado en el «cuartito para llorar». Como si las murallas del escritorio de mi marido se me fuesen a caer encima, a mí, a mí que tan bien cuidé la vida, que tanto me preocupé de controlar. A mí, que no había hecho otra cosa que vivir en lo diario, dejando allí toda mi energía. Perdida en ellos, mi marido, mis hijos, mi casa, estaba a salvo. Y hoy… hoy, no hay protección que valga. Siento una leve repulsión por esta mujer que desconozco. Como si fuese la primera que jamás se encontró en esta situación.
Y él… ¿qué le sucede a él, qué lo envuelve, qué lo golpea, qué lo mueve? ¿Cómo acercarlo, cuál finura para no atosigarlo, cuál distancia para no cansarlo? Esto es lo ideal, me diría una escéptica, tener al marido respetable y volarse con el amante dudoso. Pero no soy yo esa escéptica y algo sopla por mi piel, algo me susurra que hasta en la pareja más avenida, en lo más recóndito, existe una franja de reserva, de vacilación. ¿O debiera encarar directamente la franja de retraimiento y de soledad?
Me sobresalté. Era su propia voz la que interrumpía.
– Hemos llegado -anunció frente a una pequeña calle de adoquines, en pleno centro de la ciudad-. ¿Quieres subir?
(La primera vez que me lo ofreció, me negué. Igual bajamos ambos del auto y nos despedimos con un casto beso en la mejilla frente a la puerta del edificio. Parados uno frente al otro, un poco incómodos -lo sentí tan alto- me preguntó por qué no subía. Le contesté que no podía hacerlo, esperando que mis escuetas palabras le hiciesen comprender toda mi contradicción y me admirara por hacer primar en mí el deber sobre todas mis confusas ganas. Él me miró lejano -nada comprensivo- y me dijo en un tono plano: bueno, si así lo quieres, está bien. Dio el primer paso para retirarse, desprendiéndose así en todo sentido. En ese momento, levanté el brazo y le tiré de la manga de su chaqueta. Ademán absurdo el mío, irreflexivo, irracional. Se volvió, me miró y entró en el edificio con una sonrisa. Más tarde me contó: ese gesto de la manga, fue decisivo. Por esa razón me volvió a invitar.)
Miré automáticamente la hora. A punto de comenzar mis discursos mecánicos, una segunda voz intervino, Juan Luis está en Uruguay, los niños duermen, Honoria los cuida (deja que tengan menos madre -había dicho Sofía-, ¡no los ahogues!), Pía vive en la casa del lado en caso de emergencia, nadie te necesita.
– De acuerdo, subamos.
El Gringo se enredó con la llave, la puerta tardó en abrirse. Bastante descontrolado, lanzó una imprecación. Juan Luis: escena conocida. Respiré. Después de todo, algo en él era común y corriente.
Ya en esa pieza tan vacía, cuando vi los innumerables libros entre estantes y pilas en el suelo con la sola compañía de un estupendo Sony y los discos desparramados, descubrí cuánto había fantaseado con el habitat del Gringo y las ganas silenciadas y acumuladas de llegar a él.
– Son sólo dos piezas, una para mis libros y otra para mí-dijo como disculpándose. Todo parecía vivir al nivel del suelo, la cama, los libros, la música y esas alfombras, casi el único mueble. En ellas me senté y espontáneamente me desprendí de las botas, húmedas por la lluvia. Me pasó una copa de ron colombiano -solo, sin hielo-, colocó un compact en el equipo, diciéndome «es Schubert» -¿enseñándome, advirtiéndome?- y se dirigió al dormitorio volviendo con un par de calcetines de lana gruesa. Se sentó al frente, siempre en el suelo, y con delicadeza me descubrió los pies.
– ¿Son siempre tan helados?
– Especialmente de noche. Trini se arranca de mí en la cama, dice que la congelo -yo hablaba sólo de nervios.
Él envolvió estos pies con sus manos, dándoles calor. Uno por uno tomó cada dedo, luego la planta y el empeine, produciendo escalofríos largamente olvidados por todo mi cuerpo.
– Pies de bailarina -dijo.
Cuando ya los sintió humanos, me puso los calcetines secos.
– Me arropas como si fuera una niña.
– Eres.
En la alfombra respirábamos tan cerca uno del otro.
– Debes enseñarme un poco de música… no sé nada de Schubert, soy bastante inculta…
El Gringo sonrió.(Más tarde diría, es la limpieza de tus ojos más que tus palabras.) Levantó su mano y me acarició el pelo, lento, lento.
– ¿Crees que eso le haga falta a una princesa? Acuérdate, así te pusieron el día que te conocí…
– Bueno, también a ti te llamaron príncipe…
– ¡Qué príncipe ni qué carajo! -en un instante cambió; duro su rostro y despreciativo el rictus de su boca.
Lo miré desconcertada, articulando una protesta. Pero él llevó un dedo a mis labios. Su mano delineó mi cara centímetro a centímetro, un perfecto dibujo mi cara en sus manos. Se me secó la boca. Deseaba esa mano como no recordaba haber deseado otra. Le tome la barba y la acaricié tímidamente. Nos miramos muy fijo. La mirada no alcanzó a ser larga, fueron los labios de ambos junto a los ojos que intentaron tragarse. Y cuando el abrazo se apoderó de mi razón, sentí que él aflojaba.
– No me sueltes.
Y el Gringo usó la maestría de sus brazos para que este otro cuerpo se sintiera sujeto. Fue entonces, escondiendo mi nuca en su cuello, que dijo aquello:
– No es honesto, Blanca…
Instintivamente me zafé del abrazo.
– Es primera vez que hago esto… la primera vez en toda mi vida matrimonial…
– Jamás te acusaría de nada. El deshonesto aquí soy yo.
– ¿Por qué? -casi implorando mi voz.
– Porque no puedo… no consigo llegar hasta el final, no lo logro…
– ¿Qué dices, Gringo?
– Soy impotente.
– ¿Impotente tú? -como si esa palabra se cruzase conmigo por primera vez en la vida-. ¿Tú? El silencio casi se tocaba.
– Desde que estuve preso.
* * *
A las seis de la tarde del día siguiente tomaba el té en la mesita del living, como era habitual. El fin de semana anterior los niños habían matado una tórtola en el campo. Jorge Ignacio la descuartizó y para Trini fue una aventura. Y yo tomaba el té en mi living blanco, distraída, pensando obsesivamente en mi noche anterior, cuando la pequeña Trinidad me interrumpe.
– Mamá, la mermelada de tu pan se parece al pajarito.
– ¿Por qué, Trini?
– Porque es morada, como la sangre.
Y de mis entrañas salió una arcada.
La segunda visita que hice a la casa del Gringo no fue inocente.
– Blanca, te arriesgas en vano. Conmigo no llegarás a ninguna parte.
– Gringo, quiero explicarte también yo una cosa… si de hacerme feliz se trata, nunca lo he sido en la forma tradicional de la mayoría de las mujeres… no he tenido buena suerte…
Me miró muy fijo.
– ¿Mal amada mi princesa?
– No sé… no sé…
Me acurruqué en sus brazos, me pegué en sus brazos.
– Hazme cariño… ¿quieres, verdad?
Fue agradecimiento lo que vi en su esbozo de sonrisa.
– Enséñame. Enséñame lo que te da gozo y lo haré.
Me tomó en sus brazos como el vikingo que era y me depositó con suavidad en el dormitorio contiguo sobre la cama a ras del suelo. Mientras era desvestida me sorprendí de no estar sorprendida. Siempre creí que la infidelidad debería hacerme sentir cosas oscuras, recónditas. En mis fantasías, si alguna vez me encontrara jadeante ante un cuerpo que no fuese el de mi marido, este jadeo estaría invadido por una lujuria apestosa que en sí me produciría tal rechazo, desapareciendo esta lujuria y dando paso al asco. Que no podría haber luminosidad en un acto de esta naturaleza, que la ternura estaría del todo ausente, que sólo mi parte más animal podría hacerme quebrar los votos por tanto respetados. Pero era el asco lo fundamentaclass="underline" la palabra infidelidad en mi mente ligada al asco.