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Y el jadeo de mi cuerpo no es oscuro, ni lo son los ojos del Gringo ni sus manos expertas. Tampoco su lengua ni su olor. Cerré los ojos y me colmó el aroma intenso de los arrayanes, cuando se han juntado muchos troncos y lo vaporizan todo después de una lluvia. Los brazos del Gringo eran como un bosque.

Y no necesita penetrarme para que el goce final me recorra y me recorra. Y mis espasmos se mezclan con mis gritos, grito realmente o son mis ganas de ganas desesperadas de gritar de meterme en él de desarticularlo de amarlo como fuera de tomármelo de matarlo si es necesario de volverme loca junto a él y el goce sigue recorriéndome y mis espasmos se mezclan con mis gritos que apuntan al cielo. Y desde allí vuelvo exhausta a esconderme en su pecho.

Salí de allí orgullosa. Podrán oler al Gringo en mí, también de mí se desprenderán los arrayanes.

* * *

Yo no sé que al Gringo mis olores todavía lo envuelven con los restos de humedad.

La cama aún mantiene mi dibujo y no sé que el Gringo se pregunta -entre la violencia y la ternura- si yo volveré.

Vuelvo.

Mi cuerpo y el del Gringo ambicionan ser uno.

Siempre la música nos envuelve y él me la enseña.

– ¿Te duele compartirme?

– Es así solamente. No es lo que soñé. Pero en verdad es muy poco lo que he soñado, poco lo que he esperado.

Estamos desnudos bajo un gran plumón, llenos de calor nos burlamos del invierno en la ciudad. Con mi mano busco su sexo en la oscuridad, lo tomo con rabia y avaricia.

– Él no quiere ser mi amigo -me quejo-. Pero explícale tú que no me importa, que sin él igual puedo amarte.

El Gringo me envuelve con toda su inmensidad desnuda y fuerte.

– Eres mi Blanca iluminada.

Nunca es el silencio. Es el Trío para Piano. Y yo he vivido casi cuarenta años sin conocer a Schubert.

* * *

El Gringo se va. Me quedo en su cama, volver a pegarme a él como él se pega a su cama, su cama como el pliegue de su cuerpo, del dorado de todo su pelo, el del pecho, el de su cabeza, el de su barba, el de su vientre, todo ese dorado revuelto entre las sábanas con sus cubos y triángulos cafés y también de oro, dibujados para su cuerpo, montañas de sábanas de oro para cubrir su cuerpo, los triángulos bajo sus axilas, los cubos entre sus piernas, Gringo, que te acuestas entre ellos, que te tiendes con tu sexo mirando hacia las estrellas, que también se pone dorado como las sábanas y tú, y yo aquí me restriego, me envuelvo, me refriego, olfateo el rastro como un perro de caza, no puedo salir de aquí, atrapada entre tus yemas y tus salivas, ahorcada por tu lengua, de aquí no salgo viva, Gringo, me tiendo en mi placer ensimismado, busco tus manos que me lo procuran, tu boca, Gringo, los triángulos, los cubos y el dorado de tu tejido que se adhiere, se me adhiere, se nos adhiere dejándome sin camino, me hundo en tu cama, me hundo en tus sábanas, me hundo en tus pliegues. Me hundo, Gringo.

Atada a ti.

* * *

Me convertí, sin vislumbrarlo siquiera, en una completa egocéntrica.

No dejaba de pensar en el Gringo y en mí. Pensaba en las vicisitudes de su alma, como otra alma en pena, dando vueltas sin tocarnos. Pensaba en su belleza en contraste con su ruina interna. Pensaba en esa pregunta que me hizo: ¿Es tu sencillez calculada, Blanca? Sin embargo, más tarde agregó: soy dueño de tan poco, y tú lo has tocado.

Mientras envolvía en papel de regalo un juguete para la hija de Pía, y pensaba seriamente en qué haría la humanidad antes de la invención del scotch, sonó el teléfono y Victoria me dio su recado. Me iluminé, ¡podría verlo esa tarde! Y del scotch pasé al Gringo, como de todo pasaba al Gringo, y constaté que con él, las cosas -más que decirse- se adivinaban. El Gringo era definitivamente escueto.

Los gritos de la Jenniffer, la hija de mi empleada, mientras destroza la nueva guía de teléfonos, interrumpen mi quietud. La llevo de la mano a jugar con Trinidad, a ver si me permiten meterme tranquila al baño y arreglarme como me arreglo cada vez que voy al centro de la ciudad.

Pía dijo el otro día, sin sospechar en la que estoy metida.

– ¿La infidelidad? ¡Qué desgaste! Es un verdadero trabajo de producción. Revisarse entera cada vez, que las medias no tengan un hoyo, que la ropa interior, que coincida el color del corpiño con el calzón, que los pelos… ¡Qué agotador! Los maridos son definitivamente más cómodos.

Mis hermanos se largaron a reír, mi madre no estaba presente, por supuesto. ¿A propósito de qué escuché a Felipe diciendo?

– Porque toda niña bien necesita que en algún momento de su existencia se la tire un roto. Ya sabes, Pía…

(Siempre las obscenidades se hablaban entre los hombres o con Pía, por ser la mayor, jamás conmigo. A veces no se daban cuenta de mi presencia y yo me turbaba.)

– ¿Y qué hago con la hediondez?

– Eso será para las mujeres -acotó Jorge-, lo que es yo, ni cagando me acuesto con una rota. Yo, sólo con mujeres de mi clase.

– Es que si lo hiciera -dijo Pía-, mamá me lo anotaría en la libreta.

Efectivamente, mamá anotaba cada error de cada uno de nosotros en una libreta negra. -¿Crees que por casualidad llegamos todos tan lejos?- deducía Felipe. La acarreaba permanentemente en sus bolsillos. Le teníamos pavor al momento en que sacaba el lápiz. Ya no lo hace, la libreta duró hasta que dejamos la casa. Pero si aún existiera… Dios mío, qué anotaciones tendría yo ahora. La culpa me va a matar en cualquier momento. Para aliviarla, les cuento a mis hermanos la anécdota de las ostras. Procuro sintetizarla. En la familia se considera de mal gusto contar las cosas con detalle. Está prohibido, por ejemplo, relatar sueños o películas. La falta de síntesis es un pecado en la conversación y pecar en la conversación -actividad sagrada- es pecado capital.

– Fuimos el sábado a comer donde Gregorio y la Juana. Nos tenían una enorme bandeja de ostras. Las comimos todas, con mucho vino blanco. A la vuelta, Juan Luis me pidió que manejara y se durmió al instante. Acto seguido, me empezaron unos feroces retortijones. Me había envenenado con una ostra, no me cupo duda. Traté de despertarlo para que me ayudara. Nada, no hubo caso. Tuve que parar el auto, y como un borracho cualquiera, me puse a vomitar en plena calle, en la cuneta. Vomité hasta el alma y Juan Luis dormía plácidamente. Volví al auto un poco más repuesta, y él no despertó. Pasé una noche de perros. Y al día siguiente… ¡no me creyó cuando le conté lo que había pasado! Dijo que era una broma mía.

De nuevo las carcajadas. Y yo, botando culpas junto con las ostras en el vómito.

Odio la esquizofrenia.

La inmunda pureza.

Me pongo una blusa italiana de seda color malva sólo para que el Gringo la toque. Me entretengo en el espejo de este baño repleto de ellos, y me interrumpe de nuevo la voz de la Jennifer.

– ¿Te mandaste un porrazo, Trini? ¡ La Trini se mandó un porrazo! -por qué grita tan fuerte, siempre los decibeles de la Jenniffer son más elevados que los de mis hijos. Corro al baño de los niños. Trini está en la tina, todo el suelo mojado, se ha pegado levemente contra la loza y se ríe. Nada importante, ¿podré volver a mi blusa malva? Y como bien dice Pía, éste es todo un trabajo. Tomo una pinza para ese pelo horrible que apareció y me perfumo, mientras pienso que tendré que cambiar a esta empleada nueva, que tanto Honoria como Juan Luis han dicho: o la Jenniffer o yo en la misma casa.