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Tomo el auto lo antes posible para que nada doméstico me detenga. Me alivia que Jorge Ignacio haya salido con sus amigos. Él siempre me pregunta dónde voy y no lo hace con el mejor de los tonos. Vuelven mis pensamientos al Gringo, estaré en sus brazos dentro de media hora. Por la Avenida Kennedy logro estar en el centro en una exacta media hora, lo tengo todo calculado. Es inusual y osado lo que hago. Y me pregunto, ¿así será ser hombre?

Pienso en los meses de detención del Gringo. ¿Cómo habrá sido aquello? Mi única experiencia fue cuando quebraron los bancos, después del boom económico, y un primo mío cayó preso. Iba una vez por semana a visitarlo. Él estaba muy bien, le llevábamos cosas ricas para comer, hasta tenía contratado un cocinero adentro, entre los presos, que hoy tiene un restaurante en Guayaquil. Siempre estaba limpio y oloroso mi primo. Claro, estaba en Capuchinos. Si hubiese sido mujer, ¿a qué cárcel decente lo habrían llevado? Cuando le comenté a Sofía que no consideraba tan terrible esto de la cárcel, ella me dijo, lo que no es terrible es ser ejecutivo. Pero claro, a los otros no los llevaron a Capuchinos. El Gringo ni siquiera me ha contado en qué lugar estuvo. Quizás ni lo sabe. Es que él no habla de esas cosas, ni de muchas otras. En la relación con él se siente el sufrimiento, pero es un tema que no se puede tocar.

El Gringo es un ser sin contexto. No habla de su pasado, no habla de su familia. Sé tan poco de él.

Sé de su padre, uno de aquellos flemáticos anglosajones que fueron enseñados a no mostrar sentimientos.

Sé también de esa madre pulpo, con sus mil tentáculos que al Gringo ahogó.

Sé de su esposa que odiaba esos tentáculos y sin embargo los reproducía.

Sé de la muerte del padre del Gringo. Sucedió mientras estaba casado, mientras la madre y la nuera se lo peleaban.

Murió su padre. En ese momento al Gringo se le detuvo el corazón y todos creyeron que había muerto con él. No dejó que su madre se abocara a la muerte del padre, le quitó a su padre ese momento único. Pero la madre, a su vez, lo soltó -por primera y única vez- y miró a su nuera y se lo entregó. Que cada una se hiciese cargo de su propio hombre, de su propio muerto. Entonces la nuera tomó a su marido y la suegra al suyo y el hijo se desprendió de la madre para morir o no morir en manos de su propia mujer.

(¿Debiera deducir que es un egocéntrico?, me preguntó Sofía cuando se lo conté.)

No murió. Fue sólo un juego del corazón.

Pero sí murieron en el camino todos los lazos de entonces.

El Gringo me esperaba. El ron colombiano, un precioso racimo de uvas sobre una bandeja -mi fruta preferida-, la música muy alta y un libro en la mano. Me tiré sobre su cuerpo. Olor amigo su cuerpo.

– ¿Tuviste problemas para venir?

– Estoy sola -le contesté, forma oblicua de decirle que Juan Luis no está. No soy capaz de pronunciar el nombre de Juan Luis en su presencia, me las he arreglado para que él comprenda sin mentirle, pero sin nunca mencionarlo.

Él empezó a sacar granos de uva, echándoselos a la boca. Los arrancaba directamente del racimo, sin cortar los gajos como me enseñaron a mí de chica: nunca la mano directa al racimo. Instintivamente le pegué en los dedos.

– Eso no se hace… -y pensé que a Jorge Ignacio yo lo retaba por ese tipo de cosas y en el Gringo me provocaban un raro placer de lo subversivo. No me hizo caso y un rato después me dijo.

– No quiero hacerte ruidos, Blanca.

– ¿Cómo?

– Eso es un romance extra conyugaclass="underline" un ruido en la vida del otro.

– ¡No! Puede ser un sonido bello.

– O un ruido molesto, Y tú, Blanca mía, nunca has sido ruidosa.

– Los ruidos, Gringo, son todo lo que impide la comunicación. No es nuestro caso. Digamos que son sólo murmullos.

Alguna vez oí que el murmullo era la palabra del silencio. Sólo la música interviniendo en el murmullo.

Comenzamos a tocarnos. Tuve la certeza que nos arrimábamos al bien, por un momento sentí que todo lo ocurrido era exactamente como debía ser. Si sólo él pudiese tener más placer… La masculinidad de Juan Luis me estaba resultando orgullosa y arrogante. No la quería si la del Gringo no podía lucir así. Él me tendió en la cama y acarició cada fragmento de mi cuerpo, cada uno. Él elegía esta manera de tornarme amante.

Yo vivía en la insurrección permanente de los sentidos.

Y no vivía en esa cama a ras del suelo la amargura de sentir que para el Gringo su única preocupación ha sido vencer su propio desafío.

Cuando me iba, le devolví el libro que celosa le quité de las manos al llegar, de una tal Lispector. Estaba ya en la puerta cuando me citó: «Pues había tal amor humilde en mantenerse apenas carne…».

Cerré la puerta y volví.

* * *

Hoy el Gringo ha declarado ante la Comisión de Verdad y Reconciliación.

Supe que en mí ya no era la pura misericordia. Supe que entrando en el dolor ya no se volvía atrás. Supe que abrir mis brazos a la descomposición de este lado de la ciudad era un llamado de mi vacío, no de mi santidad. Igual ya había cruzado la ciudad, y algunos caminos son irreversibles. También supe que con ello quebraba ese orden, el que me hizo deambular oscurecida en este día y el otro y el que vendría, ese orden feroz y blanco, que tarde o temprano me arrojaría a otro vacío y a otro peor.

Crucé la línea del oriente hacia el sur. El sur, cualquier sur, fue siempre en mi interior la concentración de todos los males. Me detuve en la palabra sur y en su connotación.

Y hacia allá me dirigí.

Sí, el Gringo fue hoy a declarar. Anduvo taciturno y lejano los días previos. Hoy debió contar de lo que fue testigo. Tuvo que recordar cada suspiro final que llevó a su amigo a la muerte. Tuvo que verbalizar lo que nunca verbalizó, lo que su memoria recuerda día a día, noche a noche todos estos años. Su precisión fue exacta. Sus palabras no lo habían sido hasta hoy.

El Gringo está hecho pedazos. Ni siquiera su hermosura se mantiene en pie esta noche. Sus ojos están rodeados de arrugas que nunca antes le vi, las ojeras sombrean de oscuro esos pómulos. Lo miro y me pregunto si es el mismo Gringo mío o si siempre fue así y mi amor no quiso verlo.

Me quedé a su lado toda la noche larga. Lo abracé en el sigilo. Él no quería más palabras, se había vaciado entero al pronunciarlas ante la Comisión: herido por las palabras tanto como lo ha sido por el silencio.

Cuando el amanecer se intuía, habló.

– He debido ponerle nombre a las cosas. Por primera vez.

– ¿Y antes, nunca hablaste antes?

– Nunca. Fue mi cuerpo quien habló en lugar de la mente.

Sigo mirándolo.

– ¿Blanca, nunca has sentido cómo el cuerpo y el alma están unidos, cómo el dolor que surge en uno de ellos siempre provoca un efecto en el otro? ¿Sabes de lo que hablo?

– Sí -hago como si entendiera, para que no se aleje, para que no se cierre.

– El dolor se quedó en mi mundo interno. Eso sucede con la tortura, Blanca: es la muerte o la alienación.

Camina por la pieza como si estuviese a solas.

Al fin me mira. Como mis ojos se empezaran a ahogar, su expresión cambió. Se endureció y acercándose me tomó violentamente por los hombros.

– ¿Qué haces aquí? ¿Qué tienes que ver tú con todo esto? ¿Por qué no te vas? Éste no es tu mundo. ¡Estás entrometiéndote y no te corresponde! No te vengas a hacer la santa…

– Detente -le rogué, tratando de sujetar sus manos que me arranca.

– Me presionas -¿hasta cuándo va a caminar por la sala? Son fuertes sus pisadas que lo alejan-. No tengo nada que darte, si apenas soy capaz de sentir -entonces me mira como si me odiara-. ¿No ves la distancia, Blanca, no la sientes? Es conmigo mismo, es contigo, es con todos, ¿cómo la soportas? ¿No entiendes lo difícil que es para mí transmitir alguna emoción? ¿No te da rabia, por último, mi pobreza de expresión en ese campo? Ni siquiera he logrado una vez -una sola vez-decirte que te quiero. ¿Qué mierda haces aquí? Te voy a herir y lo sabes. Ándate ya.