No me moví.
– Pierdes el tiempo. No escucharás lo que una amante desea escuchar. Nunca te hablaré de las cosas reales, nunca te hablaré del miedo, ni del resentimiento, ni del amor.
– Algún día te mejorarás -aventuré, o mi amor por él aventuró.
Su risa fue una dolorosa mueca.
– ¿Mejorar? No, Blanca, llévate tus ingenuidades a otro lado.
Me interpuse en su camino y lo abracé llorando. Intentó soltarse y no sé lo permití. Lo aferré a mi cuerpo hasta que de a poco, muy de a poco, mis manos sintieron cómo su tensión comenzó a aflojar. Los músculos parecieron pelear unos con otros hasta que por fin ganaron los mansos y recién entonces fueron capaces de entregarse, alivianarse hasta tornarse dúctiles. Sólo ahí pudieron acoplarse a los míos. Y entre el enredo de estos dos cuerpos desesperados escuché un sollozo, no, que no era el mío, que no reconocí y que agradecí como la tierra agradece el agua después de la sequía. Por fin se quebró. Y mi instinto limpio, como él lo llamaba, limpio e ignorante, sospechó que nunca se había quebrado y eso debía ser un camino. Este hombre debía tener alguna salvación, no podía su conciencia haber borrado todo dolor para sobrevivir, no podía su cuerpo hablar para siempre por ella. Lloramos juntos y nuestro abrazo fue largo, tan largo, como si toda la humanidad nos rodeara y no solté ese abrazo hasta que amaneció.
* * *
Desperté tarde esa mañana, en mi propia cama. Todo el cuerpo me dolía tras la tensión de la noche en vela, pero no tuve tiempo para pensarlo, los niños me esperaban ansiosos.
– Mamá, la abuela nos trajo estas papas del Jumbo. Son nuevas, no son ni fritas ni duquesas… sólo se fríen un minuto en aceite hirviendo y ¡zas!, se inflan y listo. Mamá, hazlo tú con nosotros, anoche no llegaste a comer y te quedamos esperando.
No me gustó el tono del «anoche no llegaste a comer», me sentí vagamente acusada. Ellos esperándome y yo en la noche de otro mundo, triturándome con la noche de otro mundo y la voz de Jorge Ignacio irreal, lejana e irreal. Sí, las papas fritas. La culpa se apoderó de mí, mis hijos, Jorge Ignacio tan apegado a su padre y él siempre ausente.
Cansada, obedecí. Fui a la cocina con los niños; le pedí a Honoria que me hiciera un espacio. Esfuerzos por concentrarme, mecánicos gestos tratando de ser diligente. Una llamada de atención de mi hijo.
– Puchas, mamá… como que siempre estái en otra…
Cuando el aceite hervía, como lo requería la receta, el mango del sartén se deslizó de mis manos. Y el sartén se dio vueltas, derramándolo todo. El aceite cayó en mis piernas y mi salto no alcanzó a eludirlo. Me quemé, me quemé como sólo quema el aceite hirviendo.
Terminé en la clínica, con quemaduras de algún grado, no recuerdo cuál.
Mi cuerpo no estaba en otra parte.
* * *
Mi fonoaudiólogo. Personaje central.
Su cara está más pálida hoy, él que acarrea esa cara simple, esa cara de bueno. Cuánto habría apreciado ese detalle antes, cuando yo misma era buena. Veo que le falta un botón a su chaleco gris. Se le debe haber caído durante el día, pues lo supongo pulcro al vestirse cada mañana. Pero igual se le ha caído un botón y no sé si para él eso es importante.
Ha pasado algo hoy día. Me dijo que yo estaba demasiado tensa, que así no podía darme la lección. Yo lo miré en blanco, como lo miro siempre. Entonces se levantó y me dijo.
– Relájese, señora Blanca. Voy a hacerle un masaje.
Enterró sus manos en mis espaldas, un solo nudo. Poco a poco los fue deshaciendo, mi alerta y mi sorpresa aflojando con ellos. Cerré los ojos y me entregué. Las manos del fonoaudiólogo me recordaron las del Gringo. A mi cuerpo no le parecieron tan distintas y fueron bienvenidas. Quizás llegado un momento, las manos de los hombres son todas iguales.
Aun así, no lo quiero. Me enseña cosas que yo sé, pero igual no las logro y lo odio. Cada día que él parte, miro hacia el infinito y me digo, soy una inválida.
Rara esta invalidez. Toda la mitad dentro.
El habla -ruidos, gorgoteos, extravagancias acústicas- ha quedado circunscrita a un solo estricto tiempo y espacio: éste de mi dormitorio, éste de mi fonoaudiólogo y yo. Sólo ahí y entonces, ningún intento que no sea el exigido en la sesión. Nunca sola, como debió haber sido para un acto íntimo. Si me sorprendieran en uno de estos balbuceos, la vergüenza me callaría de raíz. Solo frente a mi verdugo. Él siempre sentado en un sillón floreado y yo siempre en la silla delicada de mi abuela. Una pequeña mesa entre los dos, la de mi desayuno. Allí se instalan su grabadora, sus láminas, sus libros y sus juegos. Solo frente a ellos mi desmayo, mi inútil intento, mi estética por fin estropeada. Solo allí.
Juana, mi amiga de infancia, mi amiga sin brazo, es la que más me visita. Ella no comprende que en este drama su papel es sólo el de un actor de reparto. Pero le viene tan bien sentirse central. Juana tiene ojos de vaca, plácidos ojos, vaca que siempre está rumiando.
Juana me quiere. Juana me toca con su única mano, me acaricia la frente, pasa sus dedos por estos pómulos tensos. Acerca mi cabeza contra su pecho y la aprieta fuerte, hundiéndola en esa masa abundante y blanda. Me asquea esta mano y esta voluntad dadivosa.
– Ay, Blanca, nadie te comprende como yo… -suspira ella.
Mi gesto no pudo reprimirse. ¿Por qué nos hemos homologado, Juana? Ella intuyó mi rechazo y salió rápidamente de la pieza. Volvió al poco rato como si nada, con un café en la mano.
– Le está yendo estupendo a Gregorio. Si pudieras hablar, sé que me preguntarías por él, así es que te pondré al día. Dejé uno de los talleres de la parroquia para dedicarme más a su trabajo.
Yo arquié una ceja.
– Tú sabes cuánto me necesita. Como él no sabe inglés, me he dedicado a traducir los textos que necesita para su trabajo, así se ahorra pagarle horas extras a su secretaria y nada me hace tan feliz como serle útil. Debo reconocerte, Blanca, que me cuesta bastante. El inglés es técnico y jura que yo manejo más el idioma de lo que realmente lo hago. Entonces, a escondidas, estudio como loca para que no me pille y las traducciones salgan impecables… y el gerente ya le anunció…
Lejos el gerente, viene David Bowie a mi mente. Juana continúa hablando, siempre de su marido, temerosa que mi opinión sobre él no sea tan alta como la suya. ¡Cuánto me gustaba David Bowie! Quise ir a verlo al Estadio Nacional cuando vino a Chile, pero a Jorge Ignacio le dio vergüenza ir con su mamá y no tuve quién me acompañara.
– Han estado discutiendo lo del ascenso…
Su cabeza saliendo de la tierra en Furyo, su cabeza tan rubia mientras su cuerpo enterrado por los japoneses… esa imagen, y las camisas blancas con vuelos a lo Mozart.
– Para Gregorio es tan importante que su sueldo sea equivalente al de sus amigos… ¿Entiendes, Blanca, el punto? -como si fuese muy complicado entender el arribismo.
¡David Bowie! Habría sido maravilloso besarlo.
Tomo un asqueroso vaso de leche. Mi estómago no resiste la cantidad de remedios y se duele. Miro la leche. Nunca me ha gustado.
Hace algunos años, Trinidad, mi hija prematura, había recién llegado a la casa desde la incubadora. Sofía me acompañaba mientras yo la amamantaba.
De repente entró Juan Luis al dormitorio. Se veía de buen humor y comenzaba una frase cuando me vio con Trinidad colgando del pecho. Instantáneamente le vino una arcada irreprimible y tuvo que irse rápido de la pieza. Sofía frunció el ceño y yo me avergoncé por mi marido.