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– ¡Dios mío! -exclamó, con los ojos muy abiertos. Como yo guardara total silencio, ella se paseó frente a mi cama y a boca de jarro, me preguntó.

– ¿Le gustan tus pechugas a Juan Luis?

Me debo haber ruborizado de pies a cabeza.

– En tiempos normales…, sí.

– ¿Me vas a decir, Blanca, que mientras das pecho no te las toca? ¿Ni te las chupa?

– No. Es que él no toca nada que tenga leche. Le da asco.

– ¿Sabías que hay hombres que se calientan con esto?

– No, no me lo imaginaba… -yo estaba turbada con el tema y Sofía se dio cuenta.

– Anda, dale papa en paz. Pero… ¡reconoce que un par de traumas tiene Juan Luis! -se quedó pensativa y agregó con malicia-. Me encantaría verlo de paciente.

Mientras Honoria me sirve el almuerzo, me cuenta de su visita al campo ese fin de semana y del pleito por los chanchos. Su hermana, la Tila, anda obsesionada por los chanchos del vecino que se pasan a su potrero, le comen su pasto y el vecino no hace nada. Ayer los agarró, con la ayuda de Honoria, uno por uno, y los llevó a la comisaría. Ahí quedaron los chanchos con los carabineros, ante el estupor de éstos.

¡Pleito! Ésa fue la palabra con que no pude dar en el último crucigrama que hice, el último antes que mi cabeza entera se cuadriculara y se convirtiera en un crucigrama propio, indescifrable.

Entonces me gustaban esos dibujos con sus espacios exactos, los negros tapados, los blancos abiertos, nada de chanzas o pillerías. Sintiéndome de antemano incapaz, reprimía el gusto, titubeaba antes de aproximarme a ellos. A veces tomaba los crucigramas de los niños, en las revistas infantiles, y ni a ésos lograba acertar. Y cuando los soltaba, había siempre -al menos una- una palabra que quedaba en blanco.

Qué sería aquello que me explicó una vez el Gringo, de ese poeta que él amaba, creo que era Mallarmé, no estoy segura. Los blancos de Mallarmé, de los espacios en blanco en su poesía como espacios llenos, no el blanco como espacio a llenar. El blanco como lenguaje en sí. ¿Sería que los blancos se entendían como espacios ocupados?

Busco afanosa algo del Gringo, lo que sea. Tengo sólo una fotografía suya. La tomó Victoria un día en su casa. Estamos todos agrupados en torno al único sillón. Somos seis personas, no veo su cara con la claridad que necesito. Su camisa tiene colores fuertes y se apega estrecha a su cuerpo. Su camisa como un ancho tatuaje.

Registro los libros de poesía, ésos que me dejó. Encuentro un papel escrito con lápiz a pasta roja. No reconozco la escritura… Voy esperanzada a la cocina, se lo entrego a Honoria para que me lo lea, alguna clave encontraré. Honoria toma el papel muy seria, va en busca de sus anteojos y acerca la mirada. Lee: «Luego de macerar la noche anterior, poner a fuego lento, revolver todo durante media hora y cuantas veces sea necesario. Por un kilo de fruta, tres cuartos de azúcar». Honoria me mira. Algo dice de las frambuesas. Salgo de la cocina.

Los ingredientes permanentes: olvido, furia, malestar.

Entre ellos tres me paseo.

En la mañana me siento mejor, de ahí que puedo recordar y buscar la luz. Mis recuerdos son usualmente de mañana. Ahora no, estoy cansada. Me duele la cabeza siempre.

Recorro ociosa la cocina. Encuentro en la despensa los potes de vidrio transparentes, esos grandes de texturas curvas que usaba mi abuela para macerar las cebollas en vinagre, o algún producto al escabeche. Toco la suavidad del vidrio y decido rescatarlos del olvido. ¿Cuándo haré yo recetas semejantes? Los transformo en floreros sobre los muebles de palo de rosa y de nogal en el living, uno, dos, tres cubos redondos de vidrio repletos de crisantemos naranjos y amarillos. Me extasío observándolos. Es bonito no esconder los tallos como en los floreros pensados para floreros y que aquí se entremezclen los verdes cilindros y se muestren en sus diferentes direcciones a través del vidrio. Que la flor no sea sólo su superficie, que lo transparente permita mirar el fondo, verlo entero. Por un instante, me hago la ilusión del sentido.

Ya no salgo a ninguna parte. La cama y la casa son mi único lugar. Ningún interés por salir fuera. En esta ciudad no existe la calle, no me estoy perdiendo nada. Aunque el indoors sea mi consigna por invalidez, es la de todos por estos lados.

¡Ciudad de inválidos!

Me habla de Nadine Gordimer. Victoria llega contenta porque le han dado el Premio Nobel a una mujer.

– ¿La alcanzaste a leer antes?

Afirmo.

– Te lo leíste todo, todo de todo, ¿verdad?

Sonrío.

– Pero éste es nuevo. La historia de mi hijo -saca el libro de su cartera, siempre abultada, llena de objetos diversos.

– He encontrado la solución, Blanca. No tienes por qué privarte de la lectura si te gusta tanto. Yo te leeré en voz alta. He estado pensándolo y cada rato libre que tenga, me vendré para acá y te leeré. ¡Qué lata que vivas tan lejos y que yo no tenga auto! Si no, habríamos aprovechado los ratos más cortos…

Vuelvo a sonreírle. Ella sabe del agradecimiento de mis ojos y su expresión es radiante. Por fin ha encontrado una forma de contentarme. Yo le leí mucho a mi abuela cuando ella iba a morir y no podía ya hacerlo sola. Era un gran esfuerzo y yo terminaba exhausta, sin ningún goce por la lectura misma. Conozco la dimensión de ese favor.

Victoria cierra la puerta, instala una silla al lado de mi cabecera y su voz ronca comienza muy seria.

– La primera página lleva un soneto de Shakespeare: «Tuviste un padre, que un hijo tuyo pueda decir otro tanto» -lo relee en voz baja-. Mierda, me siento aludida -dice, guarda un silencio, luego-. Ya, ahora empiezo en serio:

«¿Cómo me enteré?

«Lo estaba engañando.

«Noviembre. No estaba yendo a clases; durante dos semanas los alumnos de los cursos superiores tienen permiso de quedarse en casa y preparar los exámenes».

Lee y lee.

Trato de retener. Le hago un gesto para que vaya más lento. Ella modula y se toma todo el tiempo necesario.

– ¿Así está bien?

Mi cabeza afirma. Continúa.

– «Era un maestro de colegio en uno de los pueblos que habían crecido a lo largo del aurífero al oriente de la ciudad: Johannesburgo…».

Lleva una hora leyendo, sólo las pausas para tomar un trago de agua. A veces entiendo bien el sentido de las páginas; no siempre. Ella piensa que estoy cansada.

– Basta por hoy. Te he agotado, has perdido la costumbre. Mañana continuaremos.

Llega al día siguiente y toda la escena se repite.

– «Realmente la casa es bonita. Tres alcobas, sala, otro cuarto que nos puede servir para tu costura y para mis libros. ¡Imagínate! Podré tener un escritorio. Vamos a arreglar la cocina, te voy a hacer un rincón para el desayuno…».

Divago: esa familia en el restaurante de Puerto Vallaría. Comí sola en el pueblo. Unas langostas grandes, eso me apetecía, allí en el restaurante del frente de la gasolinera. Pasé por ese boliche que se llamaba Kiki y reí. En mi familia «las otras» se llamaban siempre «Kiki» y ojalá con K más que con Q. No sé bien por qué ni de dónde surgió ese nombre. Pensé en todas las Kikis del mundo. Yo no me sentía como una de ellas, por cierto. El Gringo no era casado y yo, la muy fresca, me sentía de otra raza. Pero no era tan ingenua para no sospechar que las había en cantidad y me encontré pensando por primera vez en Juan Luis. ¿Tendría él también una Kiki? No pude con ese pensamiento y seguí al restaurante. Me senté sola frente al mantel de cuadrilles rojo. Mientras me atendían miré a mis vecinos de mesa. Ella era una rubia gorda, su doble pera y su pecho hinchado dificultaban adivinar su edad. Él, muy joven, igualmente gordo. Deduje que ella también era así de joven y la gordura se lo escondía. Dos niños chicos comían a su lado. Todo era armónico, todos parecían felices, los dos niños, el hombre gordo y la mujer gorda. La distensión se respiraba en esa mesa del restaurante. Ella le sonreía con llaneza y él le respondía con complicidad. La gorda pareja y sus hijos parecían genuinamente felices. ¿En qué estarán hoy? Los gordos. Y las Kikis.