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– ¿Le tocó?-terció Sofía con desdén-. ¿Le tocó? ¿Acaso los maridos «le tocan» a una, no se eligen?

– Sorry, pero con un brazo menos no tenía mucho donde elegir -sentenció Víctor.

– Claro -agregó Felipe- el huevón era un don nadie y ni cagando se hubiera pinchado a una niña bien.

– O sea -intervino Sofía irónica-, cambió el brazo ausente por el estatus, ¿cierto?

– Exactamente, y bien le ha ido, después de todo. Puede darse lujos como tirarse a las modelos de la tele, porque, total, la Juana está hipotecada…

Alfonso miraba la escena con disgusto.

– Hay algo que falla en la sensibilidad de este hombre. Parece que careció de algunas cosas elementales para tener más humanidad: haber comulgado en su infancia, haber tenido unas hectáreas en Colchagua o haberse preocupado de los pobres en los años sesenta. Pero si se las saltó todas, ahí lo tienes, conquistando con tarjetas de crédito.

Despierto. Juana me lee la sección del cable. Algo sobre carne de rata dentro de las salchichas en un pueblo ruso. Como es mi nuevo hábito, no le pongo atención. Me aburro, me aburro, me aburro.

Llega Sofía. Se instala a mi lado y conversa -monologa- el largo de un cigarrillo. Tiene prisa, como es su hábito, las llaves del auto en la mano. Ni el café se lo toma sentada. Comenta algo de Alfonso, problemas con una paciente, una primípara añosa. Me mira divertida, sorbe de la taza.

– Los hombres definitivamente no tienen aparato síquico. Es una la que vive todas las depresiones que ellos se niegan. Cada vez que tomo un Bromazepan le pregunto a Alfonso, ¿te pasa algo, mi amor, estás deprimido? ¿Por qué me estoy tomando yo este calmante?

Me río. Sofía me mira y hace el gesto que veo en todos, el de la impaciencia. Dice que no le gusta mi risa, porque su mueca se parece al llanto.

Sofía es sicóloga, Sofía escribe libros y es invitada a exponer en los seminarios. Sofía nació en un pasaje del centro y su madre enfermera entraba cansada cada tarde con el delantal blanco bajo el brazo, abandonada -inexistente el padre de Sofía- volvió a casarse y la educó y la convenció de su valor. Sofía tiene autoestima, Sofía es importante. Sofía es inteligente y siempre tiene razón.

Llega Victoria, visiblemente molesta. Se desprende de sus muchas lanas y las tira en el sillón.

– No ando vestida para calefacción central -dice sofocada.

Honoria le trae un café con leche y tostadas. Pero ella insiste en pasearse por la pieza. Luego suelta su rabia.

– Lorena está embarazada.

Me tapo la boca con las dos manos. Antes hubiese dicho «¡Dios mío!». Mi forma de decir hoy Dios mío es tapándome la boca con las dos manos.

– Como cualquiera de esas madres solteras adolescentes, las que reinciden. Eso es lo que más me duele. Yo trabajé una vez con esas chiquillas, Blanca, y sé lo que digo. El problema de ellas no es de ignorancia sexual, de órganos, de cómo funcionan. Es sólo falta de afecto.

La miro preguntando.

– Y cuando le dije, furiosa, por qué mierda de nuevo, Lorena, después de todo lo que hemos hablado, ella me respondió: «Porque me abrazó y lo sentí tan calentito». ¿Te das cuenta, Blanca? No es por calentura, ¡es por calor!

Pienso en Lorena, en que al final Victoria no me explicó tantas cosas.

– Así de hambrientas, ¡están dispuestas a creer cualquier cosa! Si, después de todo, la reincidencia no es más que eso: una promesa defraudada otra vez…

Cojo su mano y se la estrecho con fuerza.

Traspaso calor de mi mano a la de Victoria, siempre fría, y dentro de mi silencio me atrevo a afirmar que no hay soledad que se compare a la de ser una mujer.

* * *

Hasta hace poco tiempo no sabía que la afasia existía. Evidentemente, ya se han preocupado que me entere. Pía dice que en esos días en la clínica fueron tantos los casos que les contaron, que parecía no haber una familia en la ciudad que no albergase a un afásico.

Los imagino. Imagino cómo los ven, cómo los tratan, cómo los ignoran, cómo los rechazan, cómo les sobran a todos a su alrededor. Además les deben hablar fuerte y les hablarán también como si fueran niños. Deduzco que mis nuevos compañeros están completamente abrumados: el mundo se les ha venido encima, el cielo se ha estrellado sobre sus cabezas. Al sentir que no controlan nada, se convierten en personas absolutamente insoportables. Pienso y pienso, trato de pensar, y entiendo que mi opción debe ser la nada. El empeño por recuperar parte de lo perdido e intentar funcionar nos transforma en monstruos. No ando tan desubicada. La cama, el retiro del mundo, lo que no hago…, ese es el mejor camino. Un terapeuta pondría el grito en el cielo. Pero no me convencería. No hacer nada para no convertirme en ese personaje repelente que podría ser si intento integrarme a la vida.

No necesito estar fuera ni dentro de nada. Sencillamente no necesito estar.

* * *

Obsesión. Otro nuevo elemento. Giro en la obsesión. No recuerdo muchas cosas, pero cuando recuerdo, me impregnan, me perturban, me repiten, me taladran.

Íbamos camino al río.

Ese sol de verano en el campo, ese sol, no otro, distinto de cuántos soles que me han alumbrado, ese sol me daba sed. Los caballos trotaban, quizás sedientos también. Marcial, el administrador, me llevaba al anca de su alazán. Alfonso montaba su propio caballo, apenas capaz de sujetar las riendas, enormes tenazas de cuero frente a su cuerpo minúsculo. Pía, en su anca. Mamá, preciosa y olorosa, iba tendida con mi abuela en la carreta sobre sacos de trigo, pañuelo en la cabeza y anteojos de sol, se protegía del viento, de la tierra, de lo polvoriento. Polvo por todos lados en esa materia seca y estival. El brazo de mi madre iba sobre un cabestrillo, fracturado por una mala jugada de la conducción de papá. Un accidente menor para ellos, mayor para la camioneta, y más grande para nosotros que veíamos a los bueyes y no a los motores cargar a mamá.

Llegamos por fin a la ribera de esa agua verde oscura. Mágicamente los inquilinos desaparecieron, nunca cerca nuestro a la hora del baño. Mi abuela se tiró debajo del quillay. Lejos de nosotros, instaló bien su chal escocés con sus mil flecos y pidió que fuésemos respetuosas con su sueño. Alfonso, Pía y yo nos sacamos la ropa, y en nuestros pulcros trajes de baño -que debíamos usar al nacer, porque aun cuando éramos guaguas de un año estaba prohibida la desnudez- metimos los pies al agua. Mamá siempre se bañaba con nosotros y nos enseñaba los primeros aleteos para aprender a nadar. Lamenté que por su yeso no nos acompañara.

– ¡Sólo los pies! -gritó, con un dejo de amenaza en la voz.

– Yo ya sé nadar -protestó Alfonso.

– ¿Nadar? -mamá se rió como si el verbo le quedara grande-. ¡No se alejen de la orilla!

Abrió su bolso con el tejido y se sentó en un peñasco donde pudiese observarnos. Fue entonces que divisó la balsa.

– ¿Qué hace la balsa aquí? Siempre la he visto en la otra playa.

– No siempre, mamá, los campesinos la usan para cruzar la cosecha por esta parte del río -Alfonso lo sabía todo.

Mamá se levantó y se acercó a la balsa. Su gesto era casi travieso, quería subir, siempre le gustó. Frágil como ella la balsa, poca madera, leve, siempre a flote. Pía y yo sumergimos brazos y pies en los charcos, siempre de barro; aún no el agua, éramos muy chicas. Hacíamos figuras en este barro cuando vimos a mamá subir. El tejido sobre el peñasco abandonado, los zapatos en la tierra, su brazo derecho en cabestrillo, tomando con el izquierdo el palo largo que hacía las veces de remo. Jugando con el agua comenzó a avanzar. Canturreaba, su piel estaba tostada por el sol y era feliz. Pía y yo gritamos al unísono.

– ¡Espéranos, espéranos! ¡Llévanos contigo!