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Nos miró algo molesta. Quizás el estar sola sobre la balsa en esa intimidad a la deriva era parte del placer. Nosotras insistimos que nos llevase. Mamá nunca resistió nuestras obstinaciones; era muy perezosa para sostener sus negativas.

– Bueno, bueno…, súbanse, aún topan…

Era la parte baja y efectivamente nuestros pies tocaban el fondo. Caminamos por el agua hasta la balsa y dichosas nos subimos.

– ¿Puedes remar con un solo brazo? -le preguntó Pía.

– Puedo -sonrió ella todopoderosa. Siguió remando y canturreando. Avanzamos casi sin percatarnos río adentro.

– Enséñanos esa canción -le pedí, gozando de estar sentada en la balsa, con las piernas colgando en el agua y con mamá al lado.

– Si Adelita se fuera con otro…

– Si Adelita se fuera con otro… -repetimos Pía y yo.

– La seguiría por tierra y por mar… -levantó la voz en «y por mar», cambiando la entonación. Pía y yo tratamos de seguirla.

…por tierra y por mar…

Por tierra y por mar, por tierra y por mar, y de pronto algo surgió. ¿Una roca inesperada, el descontrol del remo, una corriente subterránea…? No lo sé, pero la balsa se volcó. Mi pequeño cuerpo fue expulsado de esos pocos metros de madera, y pequeño como era, no pudo mantenerse a flote. Como si tuviera pesos en los pies, me hundía, me hundía.

Mamá y Pía también volcaron junto con la balsa, que ya se alejaba deslizándose por su cuenta. Mamá, con todo su hombro y su brazo inmovilizado por el yeso, un solo brazo para nadar, para salir a la respiración, una sola mano para tender, para sujetar, para echarse una criatura al hombro y tratar de avanzar hacia la balsa o hacia la orilla, aún más lejos. Una sola mano y dos hijas en el agua.

A diez metros estaba la balsa, volcada pero a flote. Yo no sabía nadar, cinco metros o veinte me eran igual.

– ¡Mamá! ¡Mamá! -salió mi cabeza a la superficie y gasté el aire que mis pulmones lloraban llamando a mi madre.

Pía tampoco lograba mantenerse en la superficie. Su pequeño cuerpo pataleaba, se hundía y volvía a salir a flote, volvía a hundirse y también ella, mamá, sálvame, mamá. Su manito se estiraba esperanzada, como la mía.

Mamá, con nosotras al frente y la balsa a sus espaldas, hacía esfuerzos desesperados por no hundirse con su yeso y su único brazo libre. Lo estiró, calculando tomar a una de nosotras, ambas a exacta distancia de ella, y llevarla -como fuera- hasta ese pedazo de madera que la salvaría.

En el revuelo de agua verde que salpicaba, los gritos que ensordecían, mamá avanzó… Aguanté sobre la superficie esperándola como el último gesto -la voluntad misma- que mi cuerpo realizaría, con mi última limitada fuerza. Yo no podía ir hacia ella, ella sí podría llegar hasta mí, con yeso y dificultad, podría llegar… llegaría. Entre ese terror y ese anhelo, alcancé a ver el miedo en su rostro.

Ambas manos pequeñas imploraban.

Mamá tomó la de Pía.

Yo me hundí en el agua.

El epílogo de la historia es que no me ahogué gracias a Alfonso, que desde lejos vio lo que pasaba y se puso a gritar desaforadamente. Llegó Marcial al instante, con la misma magia con que antes había desaparecido. Nadó como un furibundo y me sacó inconsciente, mientras mamá y Pía miraban desde la balsa. Rápidamente me hizo respiración artificial y movimientos en el tórax.

Cuando al final abrí los ojos, como saliendo de un largo y oscuro túnel mojado, vi sobre la loma a mi abuela mirando esta escena, paralizada.

Nos llevaron de vuelta a casa en la carreta, forraron a Pía y a mamá en los sacos vacíos y a mí en el chal escocés.

Mi abuela -quien hizo el relato oficial al resto de la familia, nada veraz- me llevó a su dormitorio, el mejor de la casa. Me dieron infusiones, aguas calientes y yerbas y ella no se separó de mi lado ni de día ni de noche. A mamá la llevaron a la ciudad a arreglar el yeso y no recuerdo haberla visto por unos días. No recuerdo haber vuelto más a esa playa, ni recuerdo haber vuelto a ver a Marcial.

Lo único que recuerdo es que nunca, nunca se habló del tema, ni siquiera entre Alfonso, Pía y yo. Tampoco mi abuela: jamás lo mencionó.

* * *

Verde el agua del río.

Verde el paño de la mesa de pool.

Verdes los ojos del Gringo.

El verde y el blanco siempre en mí. Pienso en Moby Dick, pienso en la obsesión.

SEGUNDA PARTE

(EL MAR)

Puerto Vallarta. Crucial, un hito: el momento preciso en que pude haber avanzado o retrocedido, en que pude haber determinado yo en vez del destino.

Yo debía ser exitosa y como tal resolví enfrentar de la mejor manera un tema muy delicado en la vida de las mujeres: los cuarenta años. Me prometí a mí misma que el día aquél amanecería frente a un ventanal que sólo me mostrara palmeras y mar azul, lejos muy lejos de todo lo que me acongojaba. Se lo propuse a Juan Luis. Él quiso Miami, que era más normal, que México no le tincaba. No, debe ser más lejos, Juan Luis, todos van a Miami, debe ser más único, más inalcanzable. Sorprendido de que yo me diese importancia, accedió. Se lo propuse porque necesitaba desesperadamente defenderme. La lejanía debía hacernos bien, debía reconstituirnos.

* * *

En Puerto Vallarta las urracas vuelan bajito y cuando hay tormenta los truenos remecen la tierra. Como si la fuesen a arrasar, la línea del horizonte se difumina y se pierde la noción de dónde acaba el mar y dónde debe empezar el cielo. También hay cerros como verdes cortinas, ese verde frescor que sólo se salpica con nubes blancas de algodón, como los dulces que comía de chica a la salida de misa los domingos. Lo cierto es que ese verde era el verde de la selva, de la Sierra Madre. Pensé en Humphrey Bogart.

En Puerto Vallarta la franja de tierra entre mar y selva está hecha pueblo, pueblo colonial con bahía de John Huston, con arquitectura respetada hasta por la ITT, hoteles que ajustaron sus formas a ese espacio. En Puerto Vallarta los pelícanos pasan volando como aeroplanos.

Allí fui a cumplir mis cuarenta años. Muy seria esa noche, en la vigilia de mi cumpleaños, mientras Juan Luis dormía, me levanté de la cama en mi suite del Buganvilias Sheraton, me dirigí al baño, prendí todas las luces de los espejos de la sala del tocador y me despedí de mí misma.

– De esta mí misma -murmuré frente a mi imagen, la que miré por última vez sin tener cuarenta. No sé si con alivio o con pena, probablemente ambos mezclados, me dije seria: adiós, Blanca.

Volví a la cama y me quedé dormida.

Es que vino esa tormenta feroz.

Yo estaba sola. Tumbada bajo las palmeras mirando esos cocos que llamaban a treparse en ellas, gozaba del sol cuando Juan Luis decidió salir por la playa a caminar. Quería recorrer todos los clubes y hoteles que habitaban este pedazo del Pacífico. Me dio flojera acompañarlo y permanecí en ese bienestar profundo, hasta que me lo arrancó un trueno.

Comenzó la tormenta y él no estaba. Me levanté espantada, traté de correr a mi habitación y no pude avanzar por la fuerza del viento. Vi como todo volaba. Temblé con cada rayo y cada trueno, recordando por fragmentos las noticias leídas sobre ciclones y huracanes, tragedias geográficas de las que no sospechamos en mi tierra, tan abajo de la línea del Ecuador. Ya en el dormitorio, y luego de haber tomado un trago directo de la botella de whisky que Juan Luis guarda sobre el bar, fijé los ojos aterrados en el ventanal. Cielo y tierra comenzaron a confundirse. Y súbitamente un temor -loco, irracional- de que Juan Luis no volverá. Que la tormenta se lo llevará. Las olas enojadas lo tomarán y lo harán volar entre el aire y el mar. Y desde la altura de mi ventanal lo veré, siendo arrasado sin poder intervenir, como un caballo de Chagall, y desaparecerá entre las hojas de las palmeras que aúllan. Es el viento el que grita, pero los rayos gritan más fuerte y la voz de Juan Luis no volverá a oírse. Concentrada en la loca posición de las palmeras que se inclinan y se inclinan, creo que Juan Luis no volverá. Y comprendo que no quiero que él vuelva.