Ese es mi momento alucinado. Que Juan Luis no vuelva, me dice el delirio. Que no vuelva.
Y cuando Juan Luis volvió, empapado y alegre, me tiré a sus brazos y le agradecí su regreso. Pero nunca más podría ignorar lo que mi yo, o mi otro yo atrapado en la locura de la tormenta, un yo delirante que no reconocería como propio, había deseado.
Escindido y todo, el deseo había sido formulado y eso era irreversible.
* * *
Inclemente el sol, inclemente el recuerdo, inclemente conmigo el latir de Puerto Vallarta.
Me instalo en aquel bar que da al Pacífico y respiro. Juan Luis ha ido por unos días a Nueva York, volverá a recogerme. Fue una conquista esto de quedarme sin él, yo no suelo quedarme sola en ninguna parte.
Busco el sol, busco el sol acompañado por la soledad. Espero que ello no sea signo de extravío. Debo poner en orden esta masa que es mi cabeza.
Húmeda de trópico, la humedad de Puerto Vallarta me sugiere que ya no existe para mí humedad inocente.
Es cierto que entre sudores en la tormenta los lugareños me dieron mezcal. Que servía para espantar el miedo. Temo mucho. Por eso pido el mezcal, su botella con gusano y todo, no le hago ningún asco. Temo.
La última tarde en Avenida Grecia, me despidieron con sopaipillas hechas por la señora Yolanda. El Gringo está de buen humor, habla mientras come una sopaipilla, yo lo regaño al oído, no se habla con la boca llena, se ríe de mí, que soy pije, me dice y no muy segura, río yo también. El sabor de la manteca y el zapallo mezclados con los colores del Gringo. Me mira con complicidad, con toda sensación agigantada por sólo estar frente a los demás como si apenas nos conociéramos, como si él fuese un amigo más de Victoria, y nos miramos viéndonos por debajo de la ropa, enorme esa intimidad mientras simulamos, deliciosa esa intimidad, porque es sólo nuestra, y me pasa una sopaipilla y su mano me roza sutil y mi piel responde, el Gringo sabe cómo responde mi piel, mi amante, cuya inflexión en la voz cambia al decirme Blanca y sólo yo lo noto, yo sé qué dice cuando dice Blanca. Y me gusta estar así con él, rodeados de gente, no quiero esa pura soledad de la cama a ras del suelo, quiero una soledad de a dos que pueda compartir algo de vida ajena, que pueda ponerse a prueba en el ser que no es íntimo, en el yo que existe más allá de su pecho, quiero amarlo también cuando le habla a los otros, no quiero engañarme en el solo llamado que me hace dentro de las cuatro paredes de ese departamento del centro de la ciudad, puede ser un llamado tan subjetivo el de los amantes, yo necesito comprobar al Gringo, fundarlo más de allá de mis fantasías, confirmar su existencia más allá de mi imaginación, asegurar la veracidad de ese ser que no es sólo mío. Necesito, al fin, constatarlo ajeno a mí, en el tono que se dirige a Victoria, en su calor con la señora Yolanda, en la forma que alza en brazos a Bernardo y lo hace tocar el techo, en la impaciencia con que le pide a Lorena que no se ofusque, en la dureza con que a veces discute. Quiero amarlo en su dimensión real y la palpo como un privilegio. Los amantes clásicos, encerrados en su necesidad, no suelen -o no pueden- hacerlo.
Me inquietó Victoria ese día. Sentí miedo frente a un rostro que pierde, o está perdiendo, el dominio de su expresión. El Gringo me dice más tarde, me dice que todos están así, que la extroversión de Victoria habla por los demás, que han debido vivir todas las muertes de nuevo a raíz del informe de la Comisión y de la espera.
– Empezaron una nueva búsqueda, ya no la de su padre, sino la búsqueda en la memoria, de datos, testimonios y recuerdos, reconstruyendo fichas, radiografías dentales, huesos. Todo ello ha movilizado en Victoria angustias y culpas en torno a su papá y a la posibilidad de corroborar su muerte.
– Me cuesta entenderlo, Gringo.
– Es que la vida se les ha dado vueltas, Blanca, en lo bueno y en lo malo. Cuando salieron las primeras noticias en los diarios, ellas nos confirmaron que no había sido una fantasía alucinatoria, sino que realmente la gente había sido detenida, desaparecida, asesinada y luego enterrada sin sepultura. Fue como aprobar el examen de realidad negado durante años.
Lo miré, no sé qué mirada fue.
– Todos miran con esos mismos ojos tuyos, que callan educados, pero que por dentro gritan: no sigas, no quiero saber, no me envenenes.
Era tan duro el Gringo a veces.
Cada sílaba revoloteando en el olor de la madrugada, cuando fui al día siguiente a tomar el avión que me trajo hasta aquí, a Puerto Vallarta. El amanecer en mi ciudad, aquel olor mezclado entre el pan recién hecho y el alquitrán. Y yo, tomada del brazo de Juan Luis, convenciéndome, tratando de convencerme de que el Gringo no tenía razón.
* * *
Hasta que encontré la casa de John Huston. No la de la bahía, a ésa sólo se accede por el mar, sí la del pueblo, la que lo enamoró de este lugar. Quise a Huston, recién muerto, hasta el último día aquí en Puerto Vallarla. Lo amé por todas sus películas, por haber llevado al cine el libro preferido del Gringo, amaba tanto Bajo el volcán. Camino hacia el hotel, sintiendo la cosquilla de esa arena blanca. Pienso en las iguanas, en la calentura de la Elizabeth Taylor con Richard Burton que empezaron aquí su amor, bajo estas palmeras los primeros besos de esos dos y pensé en la pasión que sale en los diarios y en la mía tan callada y también pensé que empezar el amor en Puerto Vallarta debe ser tan húmedo, me habría gustado ser yo la de La noche de la iguana, me habría gustado hacer algo importante, si hubiese tenido las pechugas de la Taylor, quizás toda mi vida habría sido distinta.
Vuelvo a la habitación y llamo al Room Service. Pido tacos, me gusta la comida mexicana.
Sentada en la mesa de mi suite, con todo el mar al frente, devoro mis tacos y un pedazo de pollo. Lo destrozo con las manos aceitosas y recuerdo casi con vergüenza a mi abuela puntualizándome que ella comía exactamente igual «sola en mi cuarto o frente a la Reina de Inglaterra» y me siento levemente decadente cuando miro hacia atrás y la veo hasta el último día comiendo con sus cubiertos Cristophle y sus copas de cristal tallado, aunque fuese en una bandeja frente a la televisión. Tomo un trago de coca-cola en vaso plástico y vuelve mi abuela. Mucho de lo suyo pudo desmoronarse, menos las cosas que le dieron identidad. Aquellas la acompañaron hasta el final. Y mi confusión es grande. No quiero pensar en identidades cuando estoy diluida, diluida hasta el punto de no saber quién soy.
No nos engañemos, Gringo. Yo también soy ésta. Con o sin inquietudes de identidad, mi mundo es éste, te guste o no. Mi mundo es el de los resorts en un balneario como Puerto Vallarla, el de las cremas Clinique que llevo en el bolso, el de los pasajes Clipper Class, el de los BMW para los maridos. Y el de las langostas que comimos esa noche con Juan Luis, cuando partió a Nueva York, cuando me tomó, cuando cerré los ojos y le di la bienvenida y pensé: es mi marido, tiene todo el derecho.
Las mujeres de mi especie, Gringo, no tocan el suelo con la cara.
Entre nosotras, nos olemos y sabemos que somos de las mismas. Una palabra dicha basta, el código es universal y nos reconocemos en él.
Las mujeres de mi especie, Gringo, tememos mucho. El entorno es difuso y mucha energía ha sido puesta a su servicio por transformarlo en contorno de formas sólidas. Para poder asirnos, espantar el miedo a que las manos nos queden sueltas.
Por lo único que damos la vida es por lo concreto, por cuerpos que reiteren nuestra existencia, el cuerpo de un hombre, de un niño o de la tierra, mientras las partículas puedan tocarse.