Parte del patrimonio de las mujeres de mi especie es que nos crean más tontas de lo que somos. Nuestra potencia es un secreto bien guardado. Somos las fieras animales cuando se trata de defender lo nuestro. A veces lo nuestro se tiñe con ojos queridos o con la madera envejecida del portón de la casa, mientras ese nuestro se remita inequívocamente a nosotras mismas.
Las mujeres de mi especie se pasan pocas películas. Saben con exactitud las líneas del dibujo que las limita. No incurren en sexos ajenos ni escalan a la nube rosada del romanticismo. Sabemos perfectamente a qué atenernos. Y si alguna se extravía, es sólo por un rato, y vuelve en la más total discreción.
No te equivoques, Gringo, no perdemos la brújula con facilidad. Una de cada mil la pierde, y la pierde con todo, lo cual implica también cierta grandeza. La historia se ha escrito al margen de nosotras, pero nosotras mismas la hemos moldeado desde atrás. Nuestra invisibilidad es nuestro capital. Desde ese invisible actuamos a nuestro antojo y todo marcha como nos lo propusimos hace siglos.
A las mujeres de mi especie les atrae que otras mujeres saquen la voz. No la sacaremos nosotras, no nos gusta chillar. Miramos a aquellas otras con un dejo callado de admiración, pero con la sabiduría que nos han traspasado, esa sabiduría que nos advierte: más vale no optar por la valentía. Se nos difuminan aquellas otras mujeres al corto andar, las vemos patéticas, aún aceptando que somos salpicadas por su ayuda.
Éstas de mi especie han sido las dueñas de la historia y del país, no las Victorias cuyo lamento se suma a tantos otros para ser acallados al primer cambio del cielo. Ni las Sofías, que en su exceso se han quedado con la pura dureza.
Las mujeres de mi especie, Gringo, no enarbolan banderas. Tienen el buen juicio de saber que tarde o temprano todo mástil se tambalea en su propia base y que no hay tela que resista mucho tiempo al viento.
Las mujeres de mi especie saben entornar los ojos y les quedó el hábito ancestral de mirar por sobre el hombro. Es que una rara y contradictoria seguridad va plasmada a esos ojos y eso es lo único que hace tolerable la inseguridad cósmica que da el existir.
Estas mujeres son más sarcásticas de lo que sus hombres imaginan, y más despiadadas de lo que sus hijos creen. Nuestro virtual sometimiento y nuestra aparente cobardía son las cartas que mostramos, las otras están ocultas. Las mujeres de mi especie no se arriesgan.
En las mujeres como yo, Gringo, el alma es menos escurridiza. Nos atrincheramos en nuestras creencias; éstas nos cubren protectoras, y la fe es nuestro gran escudo y aliada.
Las mujeres de mi especie invocan el nombre de Dios. Y no lo hacen en vano.
* * *
Busco el olor de Juan Luis en la pieza. No lo encuentro.
Mi olor ha cambiado. Creí que Juan Luis lo advertiría. Es el mismo cuerpo, el mismo Van Cleef and Arpéis, el mismo desodorante, la misma ducha diaria, las mismas cremas. Pero ya no es mi olor. Como si mis hormonas secretaran otros fluidos. Como si el olor del Gringo se hubiese mezclado con el mío, engendrando uno nuevo, distinto, que no pertenece a nadie, ni siquiera a él ni a mí. Quizás Juan Luis nunca buscó mi olor y no se da cuenta que ya no lo encuentra.
Yo me hago amiga de mi nuevo olor.
Y caigo en cuenta de que el olor de Juan Luis tampoco es el mismo. No sé si aún, estando a oscuras, podríamos distinguirnos.
Juan Luis y yo somos los de siempre. La misma sustancia, los mismos hábitos, los mismos gestos entre los dos. Tantos años juntos nos han hecho parecidos y nos reconocemos uno en el otro. Todo está igual. Lo único que ha cambiado son los sentimientos. Y eso no puede verse. Los ojos no llegan a esos espesores.
Siento que se me arranca mi propia sombra, como Peter Pan.
Tumbada en la piscina, con una Margarita que me acompaña cuando no lo hace la piña colada en su enorme carcasa de coco con la flor al centro, el sol me convierte en una perezosa lagartija. Y lo sería del todo si a mi mente no acudieran tantas imágenes.
Victoria, mi Victoria.
– A mi mamá no debemos abandonarla, no debemos separarnos de la familia. Sería desleal que ella perdiera lo único que ha justificado su existencia luego de que papá desapareció. ¿Te imaginas, Blanca, qué sentimientos de angustia por la pérdida volverían a ella? Hemos debido reemplazar a papá -idealizado, claro-, asumiendo todas las funciones de madre y de padre, acogiendo y satisfaciendo a mamá, ayudándola a disminuir sus sentimientos de culpa y humillación.
– Pero, ¿no sería eso natural frente a cualquier muerte?
– No. Nosotros debíamos rehabilitar la imagen de nuestro padre y de la familia. Debíamos ser buenos estudiantes, buenos profesionales, tener buenos matrimonios. Nuestra obligación era ser fuertes y salir adelante para demostrar que a pesar de todo lo que nos habían hecho, no nos habían derrotado.
Se trenza su enorme pelo, gesto típico de Victoria cuando quiere sugerir que no es importante lo que dice.
– Doble tarea, Blanca. Debíamos vivir alrededor de la familia -organizada en torno a nuestro drama- que nos impedía cualquier autonomía. Sin embargo, también debíamos ser el puente de mamá con la vida. Yo sentía que mi deber era comenzar a vivir cuando ella dejó de hacerlo y demostrar que me la podía, a pesar de mi trauma. Era todo contradictorio, ya que cualquier éxito fuera de la casa, que sí me era exigido, terminaba siendo una forma de separarme de la casa.
– Qué complicado -comento mientras tomo la bombilla del mate y se la paso a Victoria.
– Yo intentaba cumplir todos los mandatos, créeme. Y al mismo tiempo me rebelaba contra ellos. Y en esa pelea interna, difícilmente distinguía mis propios impulsos o mis propias necesidades.
Levanto la vista y nuestras miradas se encuentran.
– Eres lúcida, Victoria. ¿Cómo has logrado comprender todo esto en tu interior?
– Sofía. Sin Sofía, sencillamente me habría ido a la mierda.
¿Cómo me atrevo yo, Blanca, a hablar de un yo diluido, cuando el de Victoria no tiene siquiera contornos? Ella me lo dijo: tú tienes sentido común, y lo tienes a raudales; soy yo la que estoy perdida. Tomo un trago de mi Margarita y presiento que Victoria está sufriendo. Me levanto bruscamente de mi silla frente al mar, subo a mi habitación y tomo el teléfono.
Hay demora para Santiago de Chile, esperaré, no tengo nada qué hacer. Me quedo dormida.
El llamado a Chile, nunca llegó. En cambio, me despertó uno de Nueva York.
– ¿Cómo lo estás pasando?
– Estupendo.
– ¿Cómo es eso? ¿No me echas de menos?
– Sí, pero como es la primera vez que estoy sola en otro país… Me siento como si fuera un hombre.
– Con lo protegido que es ese resort… Espero que no andes merodeando por el pueblo.
– No -le mentí-, ¿cuándo te vienes?
– Creo que todavía tengo para un par de días. Pero llegaré con muy buenas noticias.
– ¿Otra bonificación?
– No, Blanca, hablo de noticias más sustanciales. Ya te contaré.
– No, Juan Luis, no me dejes con la curiosidad. Adelántame algo.
– Allá te lo cuento.
– No seas pesado…
– ¿Cómo te verías viviendo frente al Central Park?
– ¡No me digas que te ofrecieron un traslado!
– Es un súper ascenso, Blanca. Este es el golpe de mi carrera… Blanca, ¿estás emocionada?
– Sí, Juan Luis, sí… Pero tienes razón, mejor lo hablamos cuando llegues. Te espero.
Le corté rápidamente.
Me levanté de la cama con dificultad y avancé hasta el baño. Urgué en mi bolso de cosméticos una cajita de plata, extraje de ella una pastilla blanca y me dispuse a pasar la noche. Tenía la garganta cerrada, el pecho con congoja. Mi cajita de plata era un regalo que Juan Luis no conocía, tampoco las pastillas que guardaba. Pobre Juan Luis, pensé, me sigue creyendo sana. Y recordé el botiquín de Victoria, el que yo llamaba «el valle de las muñecas». Traté de recordar todos esos nombres: Ranitidina, Ranitax Nocte, Modival, Aurerix, Robipnol, Diazepan, Bromazepan, Dormex, Valium, Lexotanil. Y mi hermano Alfonso despachando recetas ante la insistencia de Sofía. Claro, mi cajita de plata era inocua frente al botiquín de Victoria.