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Nueva York. Dios mío, Dios mío…

Nada habría estado más lejos de mi imaginación un año atrás, esto que Nueva York no me produjera una explosión excitante. Y cuando me encontré indiferente frente a una obra en Broadway o a un sweater de hilo en Brooks Brothers, no me reconocí.

Ahora sí. Destapada. Desacatada. Descorrida. Destemplada. Trato de soñarme a mí misma, me sueño otra que no soy. Me sueño como esos ojos -¿esmeraldas eran?- que me vieron. Me veo atrapada en mi visión de mundo y le peleo, le peleo. Mentira. También hay otra y yo lo sé. Debo ganarme a pulso la visión mía y equilibrarla con la de Victoria. No quiero perderme, le digo a las urracas de Puerto Vallarta.

Santiago de Chile.

Mi pueblo es el cielo, como dice aquella canción.

* * *

– El mundo del Gringo y el mío, terminó, Blanca -me dijo Victoria antes de partir-. Todo se hizo trizas a nuestro alrededor. Y él sigue siendo ese gigante poderoso, enorme, fuerte. Pero no tiene dónde poner su fuerza. Y sus ojos se endulzan, se aclaran con la pena cuando dicen que el mundo ha cambiado. Yo sé exactamente lo que siente -difícil que lo sepas tú- y no puedo hacer nada por él ni él por mí. Quedo inundada de añoranzas tan grandes como él, la impotencia me repleta. No puedo ni tocar su tristeza. ¿Cuál fue el momento exacto en que nos derrumbamos? No es el poder ni su falta el único problema. Es la perspectiva de que nunca lo tendremos, que nuestra era se acabó y eso es irreversible. Fuimos preparados para realizar los sueños y nos han atado las manos. Esta vez no las ató un verdugo. El mundo entero pareciera haberse confabulado para que la atadura la hiciéramos nosotros mismos. Él me dijo: ganarán los pragmáticos. Yo le respondí: por lo tanto, no haremos ningún sueño. Me preguntó: ¿valdrá la pena entonces? Callé. No era la duda lo que me acalló, sino la evidencia de que cualquier palabra y cualquier intento de consuelo eran inútiles. Es tanto más fácil transar, concluyó. Malditos nosotros, pensé entonces, mirando sus ojos tristes, nosotros aquí, indemnes. Y con las ilusiones en pie.

Eso me dijo Victoria.

Y luego me dijo el Gringo: los símbolos, Blanca, los entregamos día a día. Recuerda a Heinrich Böll y su Billar a las nueve y media. Hemos comido del sacramento del búfalo.

Nueva York como salvación. Porque siento que Victoria y el Gringo viven en la oscuridad de la noche.

* * *

Penetrar.

Introducir, horadar, invadir, incursionar, acometer, imprimir, estigmatizar, agujerear, perforar.

Mi cuerpo codicioso. Se me retuerce. Me devoran las ganas, como si fuesen una gangrena. Y yo que creí que el placer era tan fácil. Que teniéndolo bastaba.

Obsesiva en mi propio deseo. ¿Puede un sexo ser escindido, puede una parte de él obtener el goce máximo y la otra aullar por sentir -no lo que le da el placer-, sino la lenta y dolorosa ilusión de la posesión? Anhelando desarticularlo al Gringo, en eso estoy. Su cuerpo, quiero decir. Y palpar como está hecho por dentro, metérmele en cada miembro, sus células, sus membranas, sus glándulas. Sus contracciones musculares, su materia viva.

Soy tu parásito, acepta esta pegajosidad. Quedé atrapada, no era mi intención.

Almacenada en ti.

Y en eso estaba, enfrascada en mi pasión, cuando sentí a través de las paredes de la habitación de mi hotel la voz infantil de una niña que le decía a su madre: Momma, I love you. La repetición del gesto me aseguró que no lo había inventado yo. Momma, I love you. Y en un instante vi como todo mi cuerpo, un minuto antes ambicionando fusiones totales, se constreñía hasta que el nudo se situó claramente en el corazón.

Quisiera de verdad saber qué es lo doloroso en mí: mi ser hija o mi ser madre. Pero de que hay dolor, lo hay. Trinidad. Mi Trinidad tan lejana. (¿Mi Trinidad jugando con las ardillas en el Central Park?) Qué daría por tocar su pelo rubio, por besar esa cara y esos ojos color de los gatos. ¿Por qué Jorge Ignacio quiere tanto a Juan Luis y no a mí? ¿Qué hice mal? ¿Es que lo crié en la ilusión que sería para siempre el único hijo, que la aparición de Trinidad, tantos años después, no me fue perdonada? ¿Y por qué para Juan Luis la paternidad tiene un solo nombre: Jorge Ignacio? Siete meses en cama y dos operaciones para parir a mi Trinidad. Cada día de esos siete meses temiendo que el embarazo no llegase a puerto. Y arribó esta criatura minúscula, prematura, de un kilo ochocientos, rubia como el alba, y me invadió. Una mezcla de animalidad y metafísica. Juan Luis la culpa de tantas cosas. Porque algo pasó. No sé qué, pero pasó. Madre e hija compartimos como con nadie el mismo cuerpo. Y he terminado por ser su cuerpo velador. Entonces el placer cambió y Juan Luis no me lo perdonó.

Un día veíamos una película -de esas antiguas, creo que Casablanca- en la televisión. Trinidad, muy seria, con su escasa pronunciación, me preguntó:

– Mamá, cuando tú eras chica, ¿la vida era en blanco y negro?

Más deberes que colores había entonces. El goce no era muy prestigiado. ¿Te he contado que además de la libreta negra, mi madre era de cuentas regresivas? Comenzaba en enero a recordarme cuánto tiempo me quedaba de vacaciones y parecía alegrarse haciéndome ver la fecha de entrada al colegio a medida que ésta se acercaba. Ensombrecía todo mi contento.

Nada de goces que no fueran santos o instruidos. Mi pobre tío Eugenio, amaba el fútbol por sobre todas las cosas y era mirado en menos por no tener dotes intelectuales. Su sueño era ser comentarista deportivo. La abuela se opuso tenazmente: no podía existir un quehacer por la pura diversión. Tampoco cumplía con los requisitos de estatus. Sabio el tío Eugenio, se cambió de nombre y así pudo trabajar en la radio sin enfurecer a la familia. Y hasta hoy lo pasa regio.

Nadie estaba para divertirnos, eso corría por nuestra cuenta. Un día yo daba vueltas aburrida alrededor de mi mamá, y mis tías saltaron: se pasea como un perro enjaulado esta niña, ¿es que no tiene ninguna vida interior? La «vida interior». Me aterraba la sola idea de no tenerla, de que no se me diera espontáneamente, como las inspiraciones.

Antes que nada, nos enseñaron todas las buenas maneras.

No decíamos pipí ni caca, eso era vulgar. Hablábamos de uno y dos, respectivamente. Así sonaba más fino. Me costó mucho en el colegio, y luego en el mundo exterior, acostumbrarme a oír esos dos vocablos. Hasta hoy me parecen un poco ordinarios. Decíamos traste, nunca poto.

Era enorme la lista de las palabras excluidas.

Cada vez que nos bañábamos en la piscina de la casa o íbamos al río en el campo y debíamos lucirnos en traje de baño delante de los inevitables amigos de mis hermanos, mi madre nos gritaba, jurando que nadie sino ella hablaba francés en el mundo: «¡Attention avec ta figure!». Uno inmediatamente se incorporaba, se tapaba, asustada de estar mostrando o haciendo algo malo. Esto continuó por muchos años, frente a cada fiesta u ocasión de encuentro con el sexo opuesto, lo que siempre me produjo el temor de estar al borde del descontrol. Si no era así, ¿por qué me lo decía, entonces? Al menos mi mamá se rió el día que partí de luna de miel y Alfonso me gritó, fuerte y claro, delante de todos: Blanca, ¡attention avec ta figure!

La vida era, en una buena dosis, en francés. Cada vez que jugábamos con mis hermanos hombres a cualquier juego que incluyese corporalidad, saltaba mamá: «Jeu de mains, jeu de villains». Y nosotros nos separábamos inmediatamente, con villanos imaginarios en la cabeza que hacían algo raro con sus cuerpos.