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Había un Jesús en el pasillo de la casa, ése del corazón llameante. Yo le tenía miedo. Le pedí a mamá que lo sacara. Me reprendió: debes ocultar el miedo, para así sobreponerte a él. Y durante años crucé ese pasillo aterrada. Hasta el día que vi la película Drácula y me traumaticé hasta tal punto que en las noches salía con un crucifijo por la casa, avanzaba por ese mismo pasillo con él en alto para alejar la posibilidad o la tentación de que Drácula nos visitara. Se me ocurrió incorporar al Jesús llameante a esta tarea. Fue entonces que mi padre, el único no afrancesado de la familia, me apodó «Miss Tragedy». ¿Fue sólo por lo de Drácula?

Amaba yo a mi padre, pero con cierta distancia. No imploraba su presencia como lo hacía con mamá, ni andaba rastreando sus olores por la casa. Para que me apreciara, le demostraba que yo era un ser espiritual. Para cada cumpleaños le regalaba un «Spiritual Bouquet»: diez Ave Marías, once Padres Nuestros, un Credo, cien jaculatorias (que eran más cortas) y dos rosarios. Algunas veces olvidaba los rosarios y cuando caía en cuenta de que aún no los había rezado, me sentía tramposa. Oré mucho por mi padre, y él sabía que yo era la que más rezaba de toda la familia.

Leía las Vidas Ejemplares, mientras Pía gozaba a la Pequeña Lulú. Las vírgenes se me aparecían por todos lados y preguntaba por ellas; nadie me daba respuestas. Sólo me quedaba claro que la virginidad se peleaba con la vida misma, como las heroínas de estas historietas. Por ello supuse que debía ser algo muy importante. Yo quería ser Genoveva de Brabante. En las ilustraciones tenía el pelo muy rubio y muy largo y se paseaba por el bosque, tan linda, con un niño en brazos. Entonces decidí por única vez dejarme crecer el pelo.

Nadie me enseñó nada, hasta que ese cura maldito me confesó. Yo no tenía más de trece años y estábamos con mi mamá en una iglesia que no era la nuestra. Fui a confesarme, como lo hacía siempre en la mía. Y empecé con mi lista, la repetía de memoria: he desobedecido, he dicho mentiras, me he portado mal, le contesté a mi papá, le pegué a mi hermano, olvidé mis oraciones… Y el cura me interrumpe: ¿No ha tenido malos pensamientos? ¿Qué es eso, padre?, le pregunté a través de los hoyitos en la madera del confesionario. ¿No ha tenido ganas de que un muchacho la toque? ¿No ha pensado cosas cochinas al leer una revista o al tocarse su propio cuerpo? No, padre. Pues, prepárese a combatirlos, hija, los malos pensamientos ya le llegarán. Salí asustada. Yo era inocente. Y obvio, él me dio la idea. Esa noche tuve mi primer «mal pensamiento». Éramos tan sanos todos, tanto que parecíamos tontos. Por eso odié que ese cura me introdujera posibilidades hasta entonces insospechadas.

Mi papá, dentro de sus actos originales, tomó por una época a una china como profesora, puertas adentro, una especie de institutriz. Creo que había una guerra, puede haber sido la propia revolución, no recuerdo, y la forma de cooperación con este país lejano era aceptando en nuestros hogares a algunos de los refugiados. La china pasó a ser el centro de atención de todos nosotros. Nunca habíamos visto una en la vida: otra raza nos significaba otro planeta. ¿Y cuál crees tú, Trini, que era nuestra máxima curiosidad? Saber si tenía poto. Nos dábamos tareas diarias: que Pía y Blanca se metan debajo de la mesa, mientras ella come y le miren debajo de la pollera. Así lo hacíamos. Veíamos oscuridad, ropas sin colores, unos calzones grandes y sueltos, no más que eso. Que la siguiéramos cuando fuera al baño. Obedecíamos, pero ella nos cerraba la puerta. Y mis hermanos se enojaban: ustedes no sirven para nada, nos decían. Hasta que Felipe y Arturo hicieron un pequeño orificio en la pared de su baño y lograron mirar estando ella dentro. (Como ambos eran hombres, a poco andar las prohibiciones quedaron para las mujeres y ellos se sentían muy machos por liberarse del léxico familiar.) Así es como volvieron gritando, muy impresionados: tiene poto, tiene poto, y mea igual que todas las mujeres. Con esto, el encanto por la china se desvaneció.

Un día en la playa, un grupo de muchachos hablaba sobre un tema que habían recién descubierto y que les parecía fascinante por lo oscuro, impreciso y misterioso: la menstruación. La mirada de estos chiquillos hacia nosotras contenía la pregunta que, por supuesto, nunca formularían: ¿sí o no? ¿Te llegó ya? Le preguntaron a Alfonso si Pía y yo menstruábamos. Él, muy serio, respondió: No. Mis hermanas no. A ellas no les pasa ni nunca les pasará.

Pía suele decirme que haber sido mujer, y además la segunda de las mujeres, es un poco reiterativo. Es que ser la quinta de seis hermanos es como no ser. Quedé en tierra de nadie. Las preocupaciones eran usualmente para los «grandes» o para «la guagua de la casa». Gracias a eso, Alfonso y yo gozamos de bastante independencia. Como dice Sofía, eso fue lo que nos salvó, el que nadie nos diera boleto. Pero a igual grado de independencia, la indiferencia. Nadie gritó de júbilo con mi primer diente, nadie registró mis primeras palabras ni guardaron mis primeros mechones de pelo. Nos obligaron a hacer juntos la Primera Comunión para capearse una ceremonia más y a mi confirmación – en la que por cierto me nombré Genoveva- asistió sólo mi abuela. Gracias a Dios entonces no existían las reuniones de padres y apoderados, seguro que nunca habrían asistido a las mías y en el colegio me habrían creído huérfana. ¿De dónde saqué yo la peregrina idea de tener diez hijos? Créeme que los habría tenido si hubiese podido. Cuando salí de la consulta del ginecólogo aquella primera vez que me habló de esterilidad, recuerdo haber tomado un taxi a la oficina de Juan Luis y haber llorado a mares todo el camino. Mientras creí que no podría nunca parir, me volví loca de desesperación. ¡Diez hijos! Pero ahora que te conozco a ti, me pregunto, ¿dónde habrías quedado tú, entonces?

* * *

Lo único aburrido de esta aventura de estar sola es beber sola. Con Victoria y Sofía nos conversaríamos el ron y el tequila.

Amorosas ellas, no quisieron estar ausentes de mis cuarenta años.

– Es imperdonable que te arranques en esta fecha.

– Nosotros te haremos una celebración privada antes que partas a Puerto Vallarla.

– En la casa del campo -propuso Victoria.

– En la casa del campo -accedí.

Y después Sofía me dijo: no es muy atinado el momento que eliges.

Tenía razón. Esa noche prendí la televisión, me golpearon unos mea culpa que traté de sentir sinceros. Cambié de canal y un militar se defendía. En el otro, un antiguo dirigente casi lloraba.

Se había dado a conocer al país el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación.

Sofía volvió al ataque: es un momento difícil para Victoria, debemos distraerla en lo posible. Vacila entre la ilusión y el desencanto, siente que los ojos están puestos sobre ellos, vuelve a revivirlo todo, pero siente que si esta vez pierde, la derrota es definitiva.

Fuimos las tres allí, con cerros, naranjas y Jacaranda. La señora Yolanda me mandó una torta de biscochuelo con manjar. Bernardo me regaló un dibujo de una mujer alta, delgada y rubia, sola entre los cerros verdes.

– Soy una vieja -sentencié. Ambas, mayores que yo, rieron.

– Ya conocemos la crisis -dijo Sofía-. Podemos anticipártela, que de algo le sirvan a las demás las miserias ya vividas…

– Pero el tipo de crisis depende de lo que se está viviendo en ese preciso momento, no todas son iguales -acotó Victoria, cortando un segundo trozo de torta-. Qué espanto, estoy a régimen y no he parado de comer…

– El caso de Blanca es sui generis. Sospecho que se está desordenando un poco.