– Claro, desordenada estoy…
– Parece recién allanada… -rió Victoria.
– En el fondo, Juan Luis me ha aislado bastante del mundo, ¿no creen ustedes? Qué poco le costó convencerme que mi casa era el mejor lugar. La armé como un útero-matriz. Y aquí he estado, calentita todos estos años.
– Juan Luis te ha rodeado de tantas cosas ricas, que no te ha dejado poner en duda tu modo de vida. Desde los viajes a la ropa de designers… Todo lo que una mujer supuestamente desearía. ¿Cómo va a aceptar él que tengas quejas?
– Pero igual me siento aislada. Cuando estábamos de novios, yo era una persona amistosa y Juan Luis no me compartía con nadie: todo hombre cercano era una amenaza. Sin embargo, él seguía visitando a sus amigas de antes, incluso las invitaba a salir de vez en cuando. La única vez que me rebelé -y lo planté- él se enfermó, amenazó con abandonar su carrera y partir al fin del mundo.
– ¿Y? -me miraban concentradas.
– Me sentí culpable y volvimos. Fue mi único momento de poder y no lo aproveché. Nadie tuvo que advertirme que sus leyes no eran las mismas para mí. Creo que sencillamente lo asumí como algo que formaba parte de la naturaleza.
– ¡Cómo nos han anulado nuestras diferencias! -exclama Victoria sofocada-. Anulado y subrayado.
– Lo más triste es que no paramos en esta búsqueda loca de reconocimiento, de simetría. ¡Y miren cómo nos va! -suspira Sofía, jugando con las blandas migas del pan amasado-. Acuérdense de esa frase de Octavio Paz: «La femineidad nunca es un fin en sí mismo, como la hombría» -un mechón castaño le cruza el rostro, ablandándolo.
– Mmmm…, me encantan esos zapatos, Sofía, ¿dónde los compraste? -casi no escucha la respuesta y continúa-. Volvamos a tus cuarenta años. Vamos descartando situaciones posibles…
– Ojo, no hay que descartar ninguna -avisa Sofía-. Nunca se puede cantar victoria, nunca. Pongamos de ejemplo a mi mamá. Iba tan bien, cumplió cuarenta en las más auspiciosas condiciones: a los cincuenta y cinco enviudó. El problema fue que su autonomía, su autoestima, su buena relación con el mundo, todo partió a la tumba junto con mi padrastro. ¿No les da la sensación de bluff?
– Y tú no le das mucha pelota…
– Es que hoy es bastante intolerable, tanto para sí misma como para los demás. Sus atributos fueron ciertos en la medida que los refrendó su marido. Por eso insisto: no se puede cantar victoria.
– No seas dura, Sofía -le pido.
– A veces más vale ser dura frente a las madres, Blanca, que quedarse amarrada a esos cordones umbilicales que estrangulan.
– No pienso en mi madre. Pienso en Trinidad, en cómo me verá en el futuro.
– Hagas lo que hagas, lo harás mal -se acerca a tocar la lana de mi sweater, hace un gesto de aprobación y continúa-. De algún modo u otro, uno lo hace mal…
– ¿Crees tú?
– Nuestras madres hicieron tantas cosas mal con nosotras y no las perdonamos. Hemos hecho un esfuerzo por ser distintas, pero igual fallaremos, desde otros puntos de vista. No te hagas ilusiones: ser mamá y cagarla con los hijos es la misma cosa, aunque las formas cambien de generación en generación.
Se me apretó el corazón. ¿Cuáles cobros me haría Trini en su adultez? ¿Cómo evitarlos? Pero Sofía parece estar convencida de que es irremediable. Con la punta del cuchillo le sigo la huella al manjar blanco y distraídamente me lo voy comiendo.
– Igual -prosigue Sofía- me arrepiento de no haber tenido hijos con Alfonso. Él ya tenía los suyos y yo los míos, bastaba. Estaba tan imbuida en sacar adelante mi proyecto personal, en ser alguien. Hoy, no quiero ser nadie. Vengo definitivamente de vuelta. Y ya es tarde.
– Al menos tienes marido -la consuela Victoria- y más encima amante y fiel -se me acerca-. ¿Qué crema estás usando? No tienes ni una arruga…
– Clinique… ¿Hasta qué edad vivirán los hombres pendientes del sexo? -pregunto, preocupada si era aún tiempo de que Juan Luis me fuese infiel, cosa que jamás haría Alfonso.
– Qué ingenua -ríe Sofía-, los hombres viven pendientes del sexo sólo en la adolescencia. Luego lo combinan bien con el afán de estabilidad y poder.
– ¡Mentira! -dice Victoria con picardía.
– No te engañes -le responde Sofía-. Los hombres a los cuarenta y cinco no buscan amantes por razones sexuales. ¡Buscan oídos! Y las esposas ya les han prestado tanto, que no quieren más…
– ¡Por Dios, cómo necesitan ser escuchados! De hecho, las mujeres de más éxito a esta edad no son las más regias, sino las que aparentan estar más interesadas en oírlos -Victoria y Sofía siempre se están interrumpiendo.
– Claro, y como las propias dejan de hacerlo, ellos se buscan otra, pero no para la pasión. ¡Buscan oreja, Blanca, no poto!
Nos volvemos a servir café, ya nos hemos comido casi todo. Y yo que pensaba que los días de Juan Luis parecían tanto más largos que los míos. Cuando nos encontramos al final de la jornada, el relato del mío cabe en un par de minutos. No así el suyo, extenso, importante. A veces me da tanto detalle y yo pienso para mis adentros, apúrate, Juan Luis, apúrate que se me va a notar. ¿Qué pasaría si su grandilocuencia no tuviera receptor? Sin embargo, cuando algunas noches a mí me vienen las ganas de conversar, no de cosas precisas, sino de divagar, como uno lo hace con las amigas, él me mira impaciente y me dice: sintetiza, Blanca, por favor. No resiste las conversaciones sin dirección. Es como su forma de caminar. Juan Luis siempre camina como si fuese a alguna parte, los hombres siempre suelen ir a alguna parte y por eso a Juan Luis no le gusta caminar conmigo.
Él cree firmemente en la eficiencia. Me irrita esa creencia suya.
– No nos vayamos por las ramas -reclama Victoria- todavía no nos metemos en los cuarenta años de Blanca.
– Veíamos qué posibles crisis se podrían descartar -les recordé, emocionada de ser alguna vez yo el objeto de atracción.
– La del rat race -dice Sofía.
– ¿Qué es eso? -pregunta Victoria.
– La desesperación u obsesión por la carrera. Las que llegaron atrasadas a este tema y hoy venden hasta sus madres por conseguir lo que no se les dio a tiempo. Tienen un sólo objetivo en mente: ponerse al día con lo que no fueron.
– ¿Como el caso de la Eliana?
– Exactamente. No importa que no la conozcas, Blanca, es amiga nuestra, pero ya no nos toma en cuenta porque no le servimos -se ríe Sofía, tomando el último sorbo de la taza.
– Su marido la está acusando ahora de feminista -Victoria suelta su típica carcajada.
– ¿Sabes? A mí no me llega como feminismo tardío, más bien me suena a neoliberalismo desatado.
– Yo prefiero a la Rebeca. A los cuarenta concluyó que la vida no tenía sentido. Según ella, se desgastó los treinta y nueve años previos buscándolo. Ahora, me dijo, estoy en otra: todos los sentidos eran mentira. ¡Qué gran alivio saberlo! Puedo ver tranquila la televisión.
Levantamos la mesa, nos atropellamos un poco. Victoria continúa.
– No te asustes, Blanca, si la vejez es solamente no resistir que la saquen a uno de su rutina. Y amanecer siempre cansada. Nada más.
– No -le contesta Sofía-. Mi teoría es que la vejez es la pérdida del control. Como se comienzan a soltar los esfínteres, se suelta todo lo demás…
– ¿Qué dices? -me da risa.
– Si antes controlaste tu mal genio, en la vejez explotará. Si tuviste miedo a la pobreza, el descontrol te llevará a la avaricia y así… un puro problema de control. O para ser mas precisa, de agudización de los descontroles.
– Al menos, jurémonos perder el control juntas y acompañarnos. Como mi tía Perla, tiene setenta años y con un grupo de antiguas amigas va a las Termas de Chillan cada año, nada de hijos anexándolas a sus propias vacaciones. Se instalan en las termas y no paran de jugar a las cartas. Comen como locas, se ponen al día de su año, hasta toman trago. Pero lo central son las cartas: juegan de cuatro de la tarde a nueve de la noche, y ahí, ¡santas pascuas! como decía mi abuela. Son nueve las viejas. ¿No lo hallan sensacional?